Jorge Ibargüengotia. Revolución en el jardín

¿Quién sabe si el poeta cubano Heberto Padilla, cuando por fin pudo salir de su país tomado, pensó en quién, en 1964, había escrito la crónica que da título ahora al volumen 17 de Reino de Redonda, Revolución en el jardín (Barcelona, 2008)? Crónica que con ojo avizor, edita el rey Xavier I, el novelista Javier Marías, y en el que Juan Villoro selecciona y prologa 58 textos periodísticos de su compatriota Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Y es que En mi jardín pastan los héroes cumple la profecía implícita en aquella presciencia original del escritor que llegó sano a La Habana como invitado oficial y se fue con un catarro feroz, dizque provocado por el aire acondicionado del hotel; tal vez enrarecido por la opresiva vulgaridad y vacuidad imperantes tras la retórica revolucionaria: «Nunca he visto un sistema de castas tan perfectamente organizado como el Habana libre». Razón tiene su viuda en afirmar que no era un sarcástico sino un hombre serio y divertido, o como él mismo decía, ingenioso y de humorismo fundado en su percepción de la realidad, expresada sin someterse a dictados de corrección política u otra especie. La voz no la tenía tomada. Ni le nubló la mente que Casa de las Américas le hubiese premiado entonces su novela Los relámpagos de agosto.

A su regreso de la Isla, nunca se ocupó de mandar el busto de Zapata que le habían pedido, pero escribió una larga crónica en 10 partes, dejando en ella constancia de lo que allí vio y sintió, que gracias a esa su mirada casual y penetrante, festiva e implacable, se lee 44 años después con reconocimiento. Ibargüengotia no saca conclusiones pero muestra a las claras todo un logrado y sofocante sistema de vigilancia revolucionaria sin sustancia que lo justifique. Hombres sentados con una ametralladora sobre las piernas, mujeres con pistola en el cinto y hasta niños con fusiles automáticos, parecían querer dar la impresión de que había algo que defender, aunque no se supiera qué. ¿Custodia de la nada tal vez? No pudo ver qué vendía “el primer mercado popular de América” porque el guardia, en inglés, le prohibió entrar. Los técnicos de una fábrica de refrigeradores no supieron contestarle qué tipo de motor se usaba allí ni dónde estaba el combustible. En el INRA nadie tenía ni la más remota idea de en qué consistía la Reforma Agraria. Quienes lo acosaban con preguntas no sabían a su vez responderle a ninguna. Ya lo dice el título: qué puede hacer una revolución en un jardín más que demoler estructuras agraciadas para sustituirlas por una mísera confusión mayor.

Las crónicas de Ibargüengoitia, como dice Juan Villoro, tienen la vitalidad “de un relato robado con astucia al flujo de los días”. Ningún tema le es ajeno; por banal que parezca, él lo convierte en fragante peripecia, como en el caso de su relación casi catastrófica con sastres, plomeros (y tuberías), “consejeros literarios” (léase críticos), “espiritistas” y hasta con aquella criada, Eudoxia, que según su mujer, sería la culpable si algún día ellos llegaran a divorciarse. Lúcidas e irreverentes, todas nos hacen reír, y también por eso es cuestión de justicia poética que las haya entregado Reino de Redonda, cuyo lema, tomado del poeta latino Marcial, es ride si sapis (ríe si sabes). Sus enemigos en México se habrán buscado en algunas de ellas, como por ejemplo en donde se lee lo siguiente: “Vamos a suponer que a Veracruz, en vez de llegar Cortés, llegan los pilgrims. Mi impresión es que la cena de acción de gracias, en vez de comérsela los ingleses se la hubieran comido los indios, y en vez de guajalote hubieran tenido pilgrim”. Todo un ensayo en guasa, sin asomo de patriótica solemnidad.

Uno de los rasgos mexicanos que mas fustiga el autor de estas crónicas felizmente recogidas en libro es la excesiva cortesía, cuando no sirve más que para enmascarar resentimientos u hostilidad. Pero sus diatribas más feroces tienen en la mira las conversaciones rituales y a los desconsiderados que abusan del claxon, entre otros frustrados con delirios de grandeza. Elogios deliciosos dedica en algunas a “los misterios de la vida diaria” y a otras maravillas, como unas telas que pintó en Inglaterra y en España su mujer, y como la película Amarcord de Federico Fellini, cuya “autopsia rápida” voy a releerme ahora mismo.

JUANA ROSA PITA

El Nuevo Herald, 3 de mayo de 2009