LA ZONA FANTASMA. 26 de julio de 2009. Cuando ya no se distinguen

Lo vi en dos medios de comunicación que no se cuentan entre los más frívolos y sin escrúpulos, TVE y este periódico, luego cabe suponer que habrá aparecido en infinidad de ellos más. El tratamiento dado en estos dos no era parco –un buen rato en la televisión y un cuarto de página en El País, que titulaba “Obsesiva, insegura y discreta” y luego subtitulaba “La revista británica Psychologies publica una entrevista a Penélope Cruz y la actriz la desmiente de forma tajante”–. No entendí nada: si desde el primer momento se sabe que una entrevista es apócrifa y ni siquiera ha sido concedida, ¿qué hace la prensa dando pábulo a su contenido? Es probable que el problema sea el tajante desmentido de la actriz y el anuncio, por parte de sus abogados, de que “estudian qué medidas legales tomar”. De no haber dicho nadie nada, es casi seguro que esa entrevista inventada habría pasado inadvertida y pocos se habrían enterado de su existencia. Lo curioso del caso es que, al ser denunciada su falsedad, todos los medios no sólo acuden a ver en qué consiste esa falsedad, sino que además la reproducen una y otra vez con detalle. ¿Por qué, si ya se está al tanto de que nada de lo que ahí se atribuye a Cruz ha sido dicho por Cruz y, por lo tanto, ya no debería contar en un mundo seminormal? A lo sumo, la noticia tendría que haber sido el mencionado subtitular de este diario y nada más.

Dije aquí hace un par de semanas que a una gran parte de la población mundial la verdad ha dejado de importarle. Me temo que me quedé corto y que lo que ocurre es aún más grave: una gran parte de esa población es ya incapaz de distinguir la verdad de la mentira, o, más exactamente, la verdad de la ficción. Y por ello, el antiguo dicho español “Calumnia, que algo queda” ha perdido sentido y se oye cada vez menos. Para empezar, si ustedes se fijan, el verbo “calumniar” se emplea ya rara vez, y hasta su significado ha empezado a desvaírse y difuminarse, como suele ocurrir con los vocablos que definen algo anómalo –un quebranto de la regla– cuando la anomalía pasa a ser normal y la regla. (Si todo el mundo mintiera y además lo hiciera sin cargo de conciencia ni temor a las consecuencias, el concepto mismo de mentira quedaría privado de sentido y ésta quedaría tan sólo, probablemente, como “una forma más de ejercer la libertad de expresión”: camino de ello vamos, no se crean.) Hoy el dicho debería ser: “Calumnia, que nadie lo va a notar”, o “Calumnia, que tus calumnias acabarán nivelándose con la verdad”.

La velocidad y la facilidad con que cualquier patraña o rumor se expanden hoy por Internet y a través de los SMS hacen casi imposible atajar los bulos y las informaciones falsarias. Para cuando alguien avisa de que, por ejemplo, Harrison Ford no ha muerto en un estrafalario accidente en Europa, como se corrió por la red, habrá mucha gente que ya habrá “archivado” esa noticia en su cerebro y que será incapaz de borrarla del todo aunque a los pocos días vea a Ford con aspecto saludable en un estreno. Pensará: “Ah, pues no ha muerto en Europa”, y a la siguiente vez que lo vea es fácil que por su cabeza cruce rápidamente la idea: “Mira que contar que había muerto en Europa …” El dato inventado, cuanto más llamativo más, aparecerá y reaparecerá, aunque sólo sea para descartarlo como disparate.

Jayne Manfield observada por Sofia Loren

Jayne Manfield observada por Sofia Loren

En mi novela Tu rostro mañana hablé de la muerte de la actriz de los años cincuenta y sesenta Jayne Mansfield, una rubia platino mucho más exuberante que cualquier otra que ustedes puedan conocer o recordar. Sufrió un accidente de coche cuando iba de Biloxi a Nueva Orleans, y la peluca rubia que llevaba puesta salió disparada hasta el guardabarros, lo cual dio lugar a que corriera la voz de que había muerto escalpada, o bien decapitada y que su hermosa cabeza había rodado por aquella oscura carretera de Louisiana. La verdad ha sido incapaz de imponerse, y para la mayoría de sus aún numerosos y nostálgicos admiradores la idea de su muerte está teñida de una truculencia de la que careció. Si la fuerza de la leyenda era ya tan grande en 1967, imagínense cuarenta y dos años después, cuando los rumores y las invenciones vuelan; cuando no se les puede poner freno o si se les pone es peor, como en el reciente caso de Penélope Cruz y su anodina entrevista de paripé; cuando hasta los novelistas (bueno, los demagógicos) “permiten” que los lectores “intervengan” en la trama y “decidan” el final, negando así la esencia misma de las ficciones, que justamente no se pueden enmendar ni contradecir; cuando tanta gente no está dispuesta a prescindir de una historia si ésta es conspiratoria o macabra, por mucho que se haya comprobado su falsedad. En la época en que más medios hay para contrastar y verificar las informaciones, mayor es la indistinción entre lo verdadero y lo falso, confundidos en una especie de magma, y cada vez va teniendo menos sentido decir y saber la verdad. ¿Total, para qué, si ya casi pesa lo mismo que la mentira y apenas cuenta?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 26 de julio de 2009

La zona fantasma cierra por vacaciones en el mes de agosto

Países a los que se han traducido las obras de Javier Marías (y editoriales)

  • Reino Unido-Irlanda-Australia-Nueva Zelanda (Harvill/Chatto and Windus/Vintage/Canongate)
  • Francia-Bélgica-Suiza (Rivages/Gallimard/Folio)
  • Alemania-Austria-Suiza (Piper/Klett-Cotta/Heyne/dtv/Wagenbach)
  • Estados Unidos-Canadá (Harcourt Brace/New Directions/Believer)
  • Holanda (Meulenhoff)
  • Italia (Donzelli/Einaudi/Passigli)
  • Portugal (Quetzal/Relógio d’Agua/Dom Quixote)
  • Brasil (Martins Fontes/Campanhia das Letras)
  • Grecia (Zajaropoulos/Medusa Selas/kastaniotis/Livani/Kedros)
  • Polonia (Muza/Proszynski i Ska/OHU Sonia Draga/Rebis)
  • Rusia (Amphora/Eksmo)
  • Hungría (Europa Kiado/Park)
  • Noruega (Gylendal)
  • Suecia (Forum/Bonniers)
  • Dinamarca (Gyldendal/Forum/Tiderne Skifter)
  • Finlandia (Otava)
  • Corea (In Hwa/Yeamon/Moonji)
  • Japón (Kodansha)
  • Taiwan (Eurasian Publishing House)
  • India (Confluence International)
  • Serbia (Narodna Knjiga/Evro Giunti)
  • Croacia (Knozor/Profil International/VBZ)
  • Eslovenia (Cankarjeva Zalosba)
  • República Checa (BB Art/Argo)
  • Bulgaria (Obsidian/Prozoretz/Colibrí)
  • Rumania (RAO/Univers/Polirom)
  • Albania (Albin)
  • Turquía (Gendas/Sistem/Alia/Metis/Can Yayinlari)
  • Siria (Dar Al Ma ‘ ajem)
  • Egipto (EVN)
  • Líbano (Naufal)
  • Cataluña (Funambulista)
  • Israel (Babel/Ivrit)
  • Lituania (Alma Litera)
  • Letonia (Alberts XII)
  • Estonia (Varrak)
  • China (Shangai 99 Readers Culture Co.)
  • Vietnam (Bach Viet Books)
  • México (ediciones propias)
  • Argentina (ediciones propias)

37 lenguas y 47 países

Países a los que se ha traducido, o se va a traducir, Tu rostro mañana

  • Italia
  • Alemania-Austria-Suiza
  • Holanda
  • Brasil
  • Estados Unidos-Canadá
  • Reino Unido-Irlanda-Australia-Nueva Zelanda
  • Polonia
  • Eslovenia
  • Grecia
  • Turquía
  • Francia-Bélgica-Suiza
  • Rusia
  • Portugal
  • Rumania
  • Bulgaria
  • Croacia

Qué se le va a hacer: Séptima colección de artículos de opinión de Javier Marías

Javier Marías lleva catorce años largos escribiendo todas las semanas, salvo en agosto, una columna de opinión en la prensa dominical española, los seis últimos en El País Semanal. A diferencia de otros escritores más reticentes con sus colaboraciones periodísticas, Marías acostumbra a recoger en sucesivos volúmenes la totalidad de sus columnas, para conveniencia de sus lectores, que así pueden revisitar unos textos de gran agudeza, con frecuencia entrañables, y siempre deslumbrantes desde el punto de vista formal. La colección que ahora nos ocupa es la séptima que publica desde la inaugural de 1997, Mano de sombra, y reúne los noventa y cinco artículos dominicales aparecidos entre febrero de 2007 y febrero de 2009. Por contraposición al ensayo literario puro, los artículos de prensa de un autor de ficción, y más si es de la talla de Marías, pueden correr el riesgo de verse despachados de forma apresurada como “obra menor”, lo que en este caso no dejaría de ser un error de bulto. La ya larga dedicación del autor a los artículos de opinión en prensa y, en particular, a la realización de una columna semanal, y su voluntad de brindarles a estas piezas vida más allá de las páginas de los suplementos dominicales demuestran que para él no son parte desdeñable de su obra, sencillamente una faceta distinta de su expresión. Por otra parte, en contra de lo que pudiera pensarse dada su naturaleza, con muy contadas excepciones, estas piezas de Marías no participan del carácter esencialmente efímero de tantas crónicas de prensa en la medida en que no suelen ser tributarias de la actualidad más inmediata y perecedera, ni están pensadas ni escritas con las miras puestas exclusivamente en el momento. En la mayoría de los casos, y aun cuando les haya dado pie algún suceso puntual de por sí fácilmente olvidable, las opiniones o comentarios vertidos por Marías en estos artículos no tienen fecha de caducidad, y sí designio de crear poso y alentar una reflexión continuada. Por último, aunque su factura sea necesariamente más sencilla que la de sus obras de ficción, en estas piezas también se manifiestan, y de forma más directa, muchas de las virtudes de la justamente alabada prosa del autor. La lectura seguida de los textos que ahora permite el libro, con independencia de la actualidad que los pudo inspirar, se traduce en un mejor y más pausado aprovechamiento de las muchas riquezas que ofrecen.

Al igual que en las recopilaciones anteriores, el autor se expresa aquí fundamentalmente (como a él le gusta recordar) como ciudadano preocupado por el mundo en que vive, atento a lo que sucede a su alrededor. Marías es un observador certero y lúcido que reacciona con admiración, sorpresa o escándalo ante lo que ve, y expresa con elegancia y rara felicidad estilística una opinión siempre razonada, y eminentemente razonable. No siempre coincidirán ésta ni sus preocupaciones con las del lector, pero Marías nunca intenta avasallar, y sí explicarse con claridad y convencer, si acaso, por la solidez y equidad de sus argumentos. Para muchos lectores, la sosegada voz de Marías ha llegado así a convertirse en la más patente manifestación del recto pensar y, muy a menudo, del simple sentido común, hoy con frecuencia desterrado de tantas y tantas discusiones.

Muchos de los asuntos aquí tratados resultarán familiares a quienes sigan al Marías columnista, quien acostumbra volver varias veces sobre lo mismo, en la misma medida en que la propia realidad tiende a repetirse, sobre todo en lo malo. Que haya preocupaciones recurrentes (la dictadura de lo políticamente correcto; el empobrecimiento del lenguaje a menudo resultante de ella; la hipocresía y cinismo de los políticos; la prepotencia de la Iglesia en España; la confusión existente acerca de qué son derechos y qué constituye discriminación; el abuso de ciertas prácticas públicas o manifestaciones sociales) no significa que el autor resulte reiterativo ni pesado; antes al contrario, siempre procura aportar nuevas perspectivas, nuevas iluminaciones a lo tratado. Marías disecciona la realidad desde una perspectiva individualista, aunque no insolidaria, porque a lo que aspira es a denunciar, argumentándolo, todo lo que pueda suponer trabas a la convivencia. Aunque con frecuencia se le tache de soberbio, sus opiniones las expresa sin intentar sentar cátedra, y afortunadamente sin la reverencia impostada por el pensamiento dominante tan al uso hoy día. Así, algunas de estas piezas podrán acaso parecer irreverentes, más por los temas tratados que por la forma de abordarlos, pero siempre están razonadas y nunca buscan la provocación gratuita, por lo que en última instancia sólo pueden ofender a los mojigatos, o a quienes gustan de tomarse todo demasiado en serio. Marías, es bien sabido, tiene un gran sentido del humor y domina el recurso a la ironía, por lo que algunos de los artículos más logrados están tratados en clave de humor, que no equivale a burla ni a hacer de menos las cosas. Es el caso, por ejemplo, de sus habituales y siempre polémicas notas sobre la Semana Santa y las procesiones (véase “Presiosa” y “Guapa y más que guapa” en este volumen), pero sobre todo de los muchos textos que ponen en solfa determinados vicios, tonterías o mezquindades de nuestra sociedad y de nuestro tiempo. Aunque surjan al socaire de asuntos puntuales o muy locales (los frecuentes despropósitos de algunos ayuntamientos, por ejemplo), estas piezas invitan a la reflexión y resultan siempre de provechosa relectura.

Con todo, acaso los artículos más memorables de esta colección sean los más literarios o, por falta de mejor término, los más filosóficos, en particular los que manifiestan la familiar preocupación del autor por cuestiones como el tiempo (cómo lo percibimos, cómo pasa), el significado y valor de la memoria, la gente (y las cosas) que hacen más llevadera la vida, la permanencia de los muertos, esos grandes ausentes. “El temor de vivir a destiempo”, “El después y el mientras”, “Los valiosos ocultos”, “Las personas ligeras”, “Una generación bien entera”, “Los muertos activos” son, entre otros, ejemplos destacados de esta vena, en la que el autor suele dar lo mejor de sí mismo.

“Lo que no vengo a decir”, la pieza que da título al volumen y una de las más enjundiosas del mismo, constituye una nueva y atinada reflexión de Marías sobre el sino del autor de artículos de opinión en nuestros días vocingleros, condenado, como señala en la “Nota previa”, a nunca ser entendido rectamente “en una época y una sociedad poco proclives a atender a las matizaciones y a las argumentaciones”. Cuántas veces no ha de sentir el articulista no ya que clama en el desierto, sino que quienes le prestan atención lo hacen sólo para luego poner falsedades en su boca. Marías reconoce cierto desaliento ante esta situación pero no, por fortuna, sensación de derrota. Que no ceje y que persista en sus esfuerzos, que siga dando la tabarra, como gráficamente lo describe él mismo, es lo único que pueden desear sus lectores.

ANTONIO J. IRIARTE

Cuadernos Hispanoamericanos, núm.709-710, julio-agosto de 2009

LA ZONA FANTASMA. 19 de julio de 2009. La mujer como lacra

Reconozco que me da reparo hablar de anuncios de televisión. Algunos escritores y columnistas anticuados tienen a gala decir que son lo mejor que se puede ver en las pantallas y que la programación debería estar dedicada a ellos, con breves intervalos de películas, series y fútbol (en realidad no sé por qué piden eso, puesto que la televisión ya es así). Estos escritores y columnistas no hacen sino repetir, con gran retraso, una boutade que hace veinticinco años debimos de soltar en alguna ocasión cuantos escribíamos en prensa y buena parte de los que no. Como a estas alturas ya no estoy para “deslumbrar” ni para dármelas de “original” –todo el que se las da de tal resulta indefectiblemente antediluviano, es algo comprobado–, tengo los anuncios televisivos por una de las más acabadas y concentradas expresiones de la imbecilidad, la cursilería y la zafiedad humanas, con alguna rarísima excepción. Tan mal los soporto que grabo cuanto quiero ver, desde un informativo hasta un largometraje, para así poder pasar acelerados los monstruosos bloques de spots con que se idiotizan deliberadamente –es decir, se idiotizan aún más– dichos escritores y columnistas idiotas.

Pero toda precaución es poca y es inevitable ver algunos, y he llegado a la conclusión de que si yo fuera una mujer de mi edad, o aun diez o veinte años más joven –en suma, si fuera mujer–, estaría enormemente ofendida por algo de lo que jamás protestan ni las protofeministas, ni las feministas andaluzas hipersubvencionadas, ni el Instituto de la Mujer, ni la protoMinistra de Igualdad ni nadie, mientras que todas ellas ponen el grito en el cielo cada vez que se ve a una mujer provocativa tirada encima de un coche, o a una secretaria sexy, o a una enfermera un poco escotada (bueno, aquí el grito también es de las enfermeras), o a una congénere guisando o anudando los cordones de los zapatos de un varón o de un niño. No sólo consideran tales imágenes y mensajes machistas o sexistas, sino que además creen, con alarmante primitivismo, que la publicidad configura la realidad o, aún peor, que la publicidad equivale a la realidad. Por fortuna no es así, y cualquiera sabe distinguir entre esta última y la ficción –salvo, tal vez, los escritores y columnistas y las protos ya mencionadas–. Pero, si fuera como éstas sostienen, yo estaría indignada con la imagen de conjunto que se da en esos anuncios de las mujeres maduras y de las que no lo son tanto. Según nuestra publicidad, son seres llenos de lacras más bien desagradables: sufren pérdidas de orina o incontinencia, no lo sé muy bien; utilizan dentaduras postizas que no se les sujetan a las encías, por lo que se dedican a buscar adhesivos que se las fijen; padecen de hemorroides y, cansadas de “sufrir en silencio”, lanzan a los cuatro vientos que ya hay un alivio ideal; se deben de poner gordas y aun gordísimas, porque se pasan la vida comprando productos para adelgazar; tienen terribles problemas de “tránsito intestinal” y andan a la caza de yogures especiales que se los resuelvan; se arrugan a lo bestia y, ya desde bastante jóvenes, andan untándose toda clase de ungüentos para evitar o retrasar la aparición de los surcos; la piel se les estría, o se les pone “de naranja”, la celulitis las acecha desde temprana edad; y por supuesto se desvencijan y derrumban de tal manera que se operan de todo en centros especializados que jamás sacan la imagen de un varón; hasta se les cae el pelo, pese a haber sido esta una desdicha clásicamente viril; a las más jóvenes les sale acné y a las medianas herpes, escoceduras varias y hasta callos en los pies, que deben ocultar con unas tiritas que además son curativas. En suma, la visión que los anuncios ofrecen de la mujer es la de un ser tirando a grimoso, acosado y asaltado por múltiples tachas oprobiosas. Quitando el olor de pies y el colesterol, la publicidad de cuyos remedios la protagonizan hombres, son ellas las que dan siempre la cara en las ignominias.

Si ustedes se fijan, son casi siempre mujeres, en efecto, las que aparecen como portavoces de lo desagradable. Supongo que en parte se debe a los estudios de mercado, los cuales deben de inferir que los varones son capaces de llevar la dentadura bailándoles en la lengua, o de fastidiarse con las hemorroides, o de engordar como gansos, o de sufrir interminables atascos intestinales, antes que acercarse a comprar cualquier producto que los ayude, y que por lo tanto son las mujeres (o sus mujeres) quienes se encargan de hacer esas embarazosas adquisiciones por ellos. Puede que así sea, pero si yo fuera una feminista de grito en el cielo, lo pondría, mucho más que por la “utilización del cuerpo femenino como reclamo comercial”, por la utilización de la figura femenina como compendio de todas las lacras habidas y por haber. Por fortuna, como he dicho, la publicidad no equivale a la realidad, y en ésta conozco a muchas mujeres de mi edad, más jóvenes y más viejas, que tienen un aspecto estupendo, incluyendo la dentadura, el cutis y el tipo, y que no parecen necesitar nada contra las pérdidas, las hemorroides ni los atascos innobles de ninguna clase.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 19 de julio de 2009

Qué leer en verano

Javier Marías, autor de Lo que no vengo a decir, recomienda: «Durante el verano, mucha gente se acerca al mar y lo mira imaginando las aventuras que podría correr si se adentrara en él. Pero como esto último es poco aconsejable, y por suerte la mayoría se abstiene de hacerlo, aquí van dos recomendaciones marítimas para vivir esas aventuras. Una es El espejo del mar de Joseph Conrad (editorial Reino de la Redonda), en el que Conrad habla de los vientos y las tempestades, de las recaladas y las llegadas, de la iniciación del marino y de las traiciones en alta mar, con una de las prosas más extraordinarias que se hayan escrito nunca. El otro es Huracán en Jamaica de Richard Huges (Alba), una magnífica novela de piratas y niños, publicada hace ya muchos años, pero que, incomprensiblemente, parece seguir siendo un precioso secreto compartido por unos pocos».

Recomendaciones de otros autores

La Opinión de Málaga, 18 de julio de 2009

Más sobre El espejo del mar

Cuentos breves para leer en la cama

CUENTOS BREVES PARA LEER EN LA CAMA

ISBN 978-84-663-2340-6

1ª edición: junio 2009

138 páginas

Punto de Lectura

ÍNDICE

  • Francisco Ayala, Cuento viejo
  • Mario Benedetti, Vaivén
  • Luis Mateo Díez, El sueño
  • Carlos Fuentes, Un alma pura
  • Almudena Grandes, Amor de madre
  • Joaquín Leguina, El desahogo
  • Manuel Longares, Morbo
  • Javier Marías, En el viaje de novios
  • Juan José Millás, Solo de moto
  • Rosa Montero, Mi hombre
  • Augusto Monterroso, El dinosaurio
  • Juan Carlos Onetti, Luna llena
  • Carme Riera, Un poco de frío para Wanda
  • Manuel Rivas, Carmiña
  • Albert Sánchez Piñol, Sólo dime si aún me quieres
  • J. E. Zúñiga, 10 de la noche, Cuartel del Conde Duque

LA ZONA FANTASMA. 12 de julio de 2009. Infantilizados o ancianizados

Se ha escrito ya mucho acerca de la actitud del electorado de derechas en las aún no lejanas elecciones europeas. En aquellas Comunidades Autónomas en las que hay dirigentes del Partido Popular más o menos involucrados en tramas de corrupción, o sospechosos de ello, ese partido ha mejorado sus resultados de manera notable, como si, en lugar de castigarlo por el insoportable tufo a podrido, los votantes hubieran decidido recompensarlo. Como si, en vez de indignarse con quienes han cometido abusos de poder o parecen haberlo hecho, con quienes han utilizado sus cargos para enriquecerse o se han apropiado directamente de dinero de los contribuyentes, la furia se hubiera volcado con quienes han descubierto el pastel, han investigado los posibles apaños y cohechos y han alzado el dedo acusador contra los presuntos ladrones y estafadores. Es cierto que hay un elemento sorprendente en esta actitud, o que al menos lo habría sido hace no demasiados años, y no conviene pasarlo por alto. ¿Qué significaría esto? ¿Que a los votantes del PP les parecen bien la corrupción, el soborno y el latrocinio disimulado? ¿Que, si no bien, les parecen normales en política, una especie de «impuesto bajo mano» que nos cobran quienes nos gobiernan? ¿Que, por lo tanto, cada uno de esos electores obraría de la misma forma -corruptamente- de tener un cargo en un ayuntamiento, una diputación, una Junta, una Generalitat o el Gobierno central? ¿Significaría que cuantos han votado al PP, al menos en sitios como Madrid o Valencia, son timadores en potencia, puesto que aplauden y dan el beneplácito a quienes tienen todas las trazas de serlo? ¿Que son gente intrínsecamente inmoral, y que en el fondo envidian a los listillos que han sabido aprovecharse de la política para engañar, rapiñar, colocar a parientes y hacer y recibir favores ilícitos o en todo caso sucios, muy sucios? ¿Que una considerable parte de los españoles son aspirantes a ladrones y admiran y premian a quienes ya han alcanzado esa meta?

De ser esto así, resultaría que vivimos rodeados de individuos que, si creyeran contar con altas probabilidades de impunidad, nos levantarían la cartera al menor descuido, aunque nos hubiéramos portado bien con ellos y no les hubiéramos hecho nada. Estaríamos en una sociedad llena de chorizos vocacionales, lo cual sería muy preocupante y grave hasta la médula. Yo no lo descarto, y además incluiría entre ellos a numerosos votantes de otros partidos: pertenezcan al que pertenezcan los alcaldes y concejales a los que en cualquier localidad se acusa de corrupción, la reacción de los vecinos suele ser de apoyo incondicional al encausado -o ya condenado- y de ira contra el fiscal, juez, periodista o policía que hayan destapado el caso. Una de las argumentaciones más frecuentes para explicar este comportamiento es que dichos alcaldes o concejales «han traído riqueza al lugar», sin que a casi nadie le importen los orígenes ni el modo de conseguir esa riqueza, si es legal o ilegal, si con ello se han destruido monumentos o paisajes históricos, si el «enriquecedor» ha arramblado por el camino con parte del dinero de los «enriquecidos», que también serían, por lo tanto, estafados.

Cuando lo propio está en juego, qué más dan las banderías, esto se sabe. Pero lo propio no siempre está en juego, por fortuna, y aun así se vota al corrupto cuyas actuaciones no nos benefician personalmente. Creo que el motivo por el que esto sucede es aún más grave que si se debiera a la proliferación de chorizos vocacionales, y que está muy extendido, más allá de nuestras fronteras y desde hace tiempo. Si recuerdan el juicio a O J Simpson, el famoso jugador de fútbol americano que tenía toda la pinta de haber asesinado a su mujer y al amante de ésta, a la mayoría de la gente de su raza -negra- le traía sin cuidado saber si era o no culpable. Deseaba que fuera exonerado simplemente porque era negro. Y no han sido pocas las ocasiones en que las feministas más brutas y antediluvianas han «exigido» la condena de un acusado de violación, aunque no hubiera pruebas contra él y sí hubiera llamativos indicios de que la acusación era falsa. Con demasiada frecuencia la cuestión es ya sólo «que gane el mío», sea por negro, por mujer, por blanco, por varón, por derechista o izquierdista. A una gran parte de la población mundial la verdad ha dejado de importarle. De hecho ha elegido no verla aunque se la pongan delante, si no le conviene. Ha decidido de antemano cómo quiere que sean las cosas, y niega cuanto no le gusta o le molesta. Vivimos cada vez más en un mundo en el que la gente no soporta lo que le desagrada, ni lo que le crea dudas, ni lo que la obliga a retractarse o a reconocer que se ha equivocado. Es lo propio de muchos niños y de muchos ancianos: niegan la realidad adversa y prefieren no enterarse. Aún es más: precisamente para contentarlos y no darles disgustos, los adultos tienden a ocultarles las malas noticias y a engañarlos. Para los políticos no existe nada mejor ni más cómodo que esto: un electorado infantilizado o ancianizado, que pide a gritos que se le mienta y anuncia que se creerá las mentiras.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 12 de julio de 2009

«Los referentes de verdadera grandeza han desaparecido»

Marc Fumaroli ganó esta primavera el Premio Reino de Redonda, que también poseen Coetzee, Elliot, Magris, Rohmer, Munro, Bradbury, Steiner y Eco. Foto: Daniel Mordzinski

Marc Fumaroli ganó esta primavera el Premio Reino de Redonda, que también poseen Coetzee, Elliot, Magris, Rohmer, Munro, Bradbury, Steiner y Eco. Foto: Daniel Mordzinski

El autor de libros como Las abejas y las arañas es uno de los intelectuales más críticos y polémicos con la sociedad cultural y las expresiones artísticas contemporáneas. Historiador y académico francés, ha sido distinguido con el Premio Reino de Redonda por su recuperación del pasado, y ha adoptado el título de Duke of Houyhnhnms. París-New York et retour es su último libro

Marc Fumaroli (Marsella, 1932), escritor, historiador, miembro de la Academia Francesa, abomina de lo moderno por lo moderno y de lo políticamente correcto por definición. Atildado, cultísimo, ceremonioso y elegante, recibe a EL PAÍS en un despacho del Collège de France, del que es profesor honorario. Desde hace años, el amable y educado estudioso del arte y la retórica se ha convertido en un brillante y ácido crítico de la sociedad cultural del presente más rabioso y de sus manifestaciones artísticas contemporáneas, de las que él, por lo general, abomina explicando el porqué. Su polémico libro El Estado cultural (Acantilado) da fe de su preocupación por el mundo en el que vive. Recientemente, ha ganado el Premio Reino de Redonda, que concede desde 2001 la editorial del mismo nombre, del escritor Javier Marías.

PREGUNTA. ¿Contento con este premio?
RESPUESTA. No sólo contento: muy orgulloso. El jurado está compuesto por personalidades internacionales de calidad e independencia absolutas. Es más que el Nobel, porque al jurado del Nobel no lo conoce nadie y está influido por lo políticamente correcto. Y este jurado es completamente incorrecto.

P. ¿Por qué ha elegido como título del Reino de Redonda el de Duke of Houyhnhnms? (en referencia a «aquellos caballos de Los viajes de Gulliver, de Swift, ‘que nos hacen avergonzarnos de nuestra humanidad»).
R. Porque adoro Los viajes de Gulliver, un gran libro irónico. Creo que Schopenhauer sostenía que los tres grandes libros alegóricos del mundo son El Quijote, Los viajes de Gulliver y El Criticón de Gracián. En Los viajes…, Gulliver descubre toda suerte de monstruos, todos humanos, y después encuentra un mundo habitado por caballos inteligentes y generosos, denominados Houyhnhnms, que viven juntos en una sociedad utópica. Creo que ése es buen sitio para instalarme y ponerme el título de Duke.

P. El jurado ha reconocido su labor a la hora de tender puentes con el pasado. ¿Está de acuerdo?
R. Sí, con la condición de definir «pasado». Yo no soy un pasadista en absoluto. El pasado en cuanto pasado no me interesa, porque es algo que tiende a la desaparición. Yo creo, eso sí, en la inteligencia de lo mejor de la humanidad, en el tesoro cultural acumulado a lo largo de los siglos. Desde Homero hasta Joyce, desde Platón y Aristóteles hasta San Agustín y Santo Tomás. Esta tradición literaria y filosófica no ha creado un mundo estable y habitable, pero nos permite mirar en el que vivimos con distancia, con una mirada crítica, no nos deja encerrarnos en nuestras ilusiones.

P. ¿En nuestras ilusiones?
R. Sí, ilusiones que acaban en un desengaño. Hay toda una corriente ciega que sostiene que el mundo moderno se ha desarrollado gracias al egoísmo. Hay que buscar por otros lados, convencernos de que el camino que hemos tomado no es el bueno.

P. ¿Cuándo perdimos el camino correcto?
R. Lo perdimos con la filosofía anglosajona del siglo XVIII, con Locke y Adam Smith, entre otros. En el fondo, el mundo de ahora es el mundo del todos contra todos, en el que han desaparecido todos los referentes de verdadera grandeza, en el que la admiración, la emulación o la educación es imposible. Cada uno debe aprender por sí mismo. Los jóvenes no poseen nada que les haya sido transmitido por las generaciones precedentes y ellos no transmitirán nada a los que les vendrán después.

P. En su último libro publicado en Francia, París-New York et retour. Voyage dans les arts et les images, compara la cultura americana y la europea.
R. No tanto la cultura en el sentido universal como la imagen. Considero que la imagen y por tanto la imaginación se encuentran en la base del conocimiento humano. Así que me pregunté dónde se encuentran las imágenes contemporáneas y las he estudiado a la luz del pasado. Y me he dado cuenta de que estamos sumidos en un régimen de imágenes, en principio, feas, sin futuro, de una materia pobre, digital, que se emiten en pantallas, que son efímeras. Y están por todos lados, nos asaltan desde que nos levantamos de la cama. Y esto condiciona nuestra imaginación, la constriñe.

P. Así que somos más pobres en cuanto a imágenes que en el siglo XVII, por ejemplo.
R. Efectivamente, porque las de ahora son imágenes industriales que ejercen una presión irresistible. Yo soy un apasionado del arte. Y creo que las imágenes comerciales que nos invaden, y sus hermanas gemelas, las que están en las galerías de lo que se denomina «arte contemporáneo», no son en realidad arte: son mero producto de la técnica y del mercado. Imágenes artísticas hay muy pocas. Antes, tenían el poder de educar los sentidos y la sensibilidad. Y eran, cómo decir, más nutritivas desde el punto de vista artístico que el océano en el que nosotros estamos sumergidos. No es que lo de entonces fuera el ideal, pero si comparamos una cosa y otra, no estoy seguro de que no nos hayamos llevado la peor parte.

P. Usted ha acuñado el término cultura pizza. ¿Qué significa?
R. Responde a la idea de que no ya no hay tradición nacional, tradición local, de que todo debe ser mestizo, un collage, una instalación, un vídeo, de que todo debe ser una mezcla, de que todo debe ser kitsch. La alta cultura, a lo largo de los siglos, ha estado unida a la tierra, al aire, a la misma luz de un lugar que permanece. El hombre necesita una cultura para adaptarse a la naturaleza. En un mundo completamente técnico como el nuestro nuestra relación con la naturaleza casi ha desaparecido.

P. Es usted muy pesimista
R. No. No soy pesimista, porque los pesimistas creen que la humanidad está completamente corrompida y que avanza hacia la autodestrucción. Yo no creo eso: la humanidad tiene un fondo tan excelente como desastroso. Pero ese fondo excelente tropieza con la megalomanía, la ambición desmesurada o, simplemente, con la maldad egoísta. Entre esas dos fuerzas se libra siempre un combate. Y los pocos que tienen algo noble dentro de ellos, lejos de desesperarse, se esfuerzan en compensar esa pulsión autodestructiva de la otra parte. Esa lucha está representada en esas dos parejas de personajes alegóricos, una de Rabelais y la otra de Cervantes: Pantagruel es un gigante generoso y Panurge es un tipo egoísta, avaro, vengativo, mezquino y tramposo. No se puede entender la humanidad sin esos dos polos opuestos. Sólo en el paraíso o en la utopía uno encontraría un mundo poblado sólo de pantagrueles. La otra pareja, claro, es Don Quijote, ese idealista español, esa suerte de Cristo caballeresco, y Sancho, presa de sus pequeñas ambiciones. La diferencia entre las dos parejas es que mientras Pantagruel y Panurge son completamente antitéticos, Don Quijote y Sancho no lo son del todo. Sancho tiene un lado muy simpático y, además, el sentido común que le falta a Don Quijote. Cervantes es relativamente más filantrópico que yo. Yo estoy más cerca de Rabelais y de Swift.

ANTONIO JIMÉNEZ BARCA

El País, Babelia, 11 de julio de 2009

LA ZONA FANTASMA. 5 de julio de 2009. Caricatura del jefe español (o no tanto)

Decía Richard Ford, el viajero inglés que en el siglo XIX recorrió toda España a caballo y en diligencia y cuya magnífica serie de libros al respecto se ha reeditado hace poco aquí sin la alabanza que merece, que una de las más invariables características españolas, desde tiempos de Viriato y aun más atrás, era la de tener pésimos reyes, generales, caudillos, mandatarios eclesiásticos, gobernantes y jefes: indignos de confianza, abusivos, despóticos, engreídos, soberbios, incompetentes y metepatas. Ford celebraba que, de vez en cuando, a este o al otro sus subordinados hubieran acabado pasándolos por las armas tras rebelarse contra ellos, pero lamentaba que tan sabia y justa decisión llegara siempre demasiado tarde, cuando el dirigente había cometido todos los estropicios posibles y había dejado inservible o arruinado lo que quisiera que tuviera a su mando.

Es llamativo que esta característica se mantenga al cabo de los siglos, más aún cuando desde hace tres décadas los responsables políticos son elegidos y no nos vienen impuestos, como sucedió casi siempre a lo largo de nuestra historia. Basta echar un vistazo desapasionado a quienes mandan en los partidos, en el Gobierno, en las Comunidades Autónomas y en los Ayuntamientos para comprobar que poco ha cambiado. La mayoría rivalizan en decir y hacer estupideces dañinas. Pero la cosa va más lejos y alcanza a casi todos los ámbitos, de manera que ya no se sabe qué fue antes, si el huevo o la gallina, esto es: si los que tienen poder o podercillo, los que mandan algo en cualquier sitio, sea un Ministerio o una oficina, están ahí colocados por su inoperancia e imbecilidad, o si bien todo el mundo se vuelve inoperante e imbécil en cuanto se le da algún poder o podercillo. Pero miren a su alrededor, cuantos tengan jefes o eso aún más terrible llamado “jefes intermedios”, o cuantos conozcan a personas que los padezcan, y díganme cuántos sienten un mínimo aprecio por ellos, o admiración si es posible.

Cierto que yo no he tenido apenas, y que, de hecho, a la pregunta de las entrevistas “¿Por qué escribe usted?”, a menudo he respondido: “Para no tener jefe y para no madrugar”. Tuve dos en los años en que di clases, uno en Inglaterra y otro en España. Tal vez fue casualidad, pero el inglés (bueno, galés) era un tipo estupendo y eficaz, respetuoso, con sentido del humor y en absoluto autoritario; jamás se metía en lo que no lo concernía y procuraba que su departamento fuera lo mejor posible. El español, en cambio, fue subdirector durante un tiempo en que, por razones burocráticas, no hubo director, luego era él quien lo dirigía todo en la práctica. Bastó con que de pronto se lo nombrara oficialmente director –nada cambiaba de hecho– para que se hinchara, actuara como una madre superiora y se hiciera celoso de sus subordinados, hasta el punto de preferir que su departamento empeorara con tal de que ninguno destacara.

El jefe español –incluidos subjefes o jefes intermedios– se levanta todas las mañanas no pensando en cómo hacer bien su tarea o sacar mejor rendimiento a quienes tiene a sus órdenes (sin explotarlos), sino diciéndose: “Soy jefe, a ver cómo lo hago hoy notar”. Para él, lo importante no es que las cosas funcionen bien gracias a su trabajo, sino saberse por encima de otros y que esos otros dependan de sus decisiones. Por eso está mucho más atento a sus subalternos que a su quehacer. Les da órdenes arbitrarias y contradictorias para pillarlos en falta, y por supuesto jamás admite, cuando sobreviene el desastre, que éste tenga nada que ver con él, de la misma manera que si alguien de su equipo alumbra una buena idea, se apropiará inmediatamente de ella y acabará creyendo que fue suya. Al jefe español le gusta perorar ante sus empleados, les hace perder el tiempo y los abronca luego por los retrasos que él causa. Nada más ser ascendido y aterrizar en su puesto, decidirá que el mundo empieza con su advenimiento y lo cambiará todo, incluido lo que hasta entonces marchaba. Piensa que debe notarse su aparición al instante, y el ejemplo más nítido de esto lo encontramos en los Ministerios, cuyo cada nuevo inquilino despide a todos los cargos del anterior y deshace cuanto éste hubiera emprendido, fuera acertado o no. El jefe español es incapaz de limitarse a administrar, conservar y mejorar: está siempre lleno de peligrosas iniciativas y de ideas imbéciles, que a menudo sólo anuncia –si puede, a la prensa–, para luego no dar palo al agua. Algunos sí se ponen manos a la obra y el resultado es aún más catastrófico: si, por ejemplo, mandan en un Ayuntamiento, deciden erigir un innecesario polígono industrial junto a las ruinas de Numancia y cargarse un paisaje bimilenario; o excavar túneles y aparcamientos superfluos que destrozan las ciudades; o descatalogar los Jardines de las Vistillas (!) para que la Iglesia construya en su lugar mamotretos (algo tan grave como permitir edificar en el Retiro o en el jardín Botánico, que serían solares apetitosísimos). A Ford no le faltaba razón: llegamos siempre tarde.

Por supuesto que hay excepciones, y que esta descripción de los jefes españoles es una generalización, una caricatura y una exageración. Lo malo de nuestro país es que la realidad siempre acaba imitando a su caricatura, y aun la deja pálida.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 5 de julio de 2009