El discurso incesante

Javier Marías es desde hace tiempo uno de los autores imprescindibles de la narrativa española contemporánea y un referente de primer orden en la literatura europea de las últimas décadas. Puede o no gustar su forma deliberadamente artificiosa de hacer novela, pero a estas alturas de su trayectoria las objeciones a propósito del supuesto carácter extranjerizante de su escritura han quedado disminuidas hasta lo irrisorio. Han pasado cuarenta años desde su temprano debut con la recién reeditada Los dominios del lobo, y apenas tres desde la publicación del cierre de su formidable trilogía Tu rostro mañana, cuya larga redacción llevó al novelista a afirmar que no sabía si volvería a incurrir en el género. Los enamoramientos desmiente aquel amago de retirada y ofrece a sus lectores la oportunidad de reencontrarse con un territorio familiar, donde vuelven a aparecer algunos de sus temas predilectos, las habituales referencias shakespeareanas o el peculiar modo de narración digresiva que el autor ha convertido en el rasgo más apreciable de su estilo.

El propio Marías ha hecho notar que es la primera vez -si exceptuamos un relato incluido en Cuando fui mortal– que asume una voz de mujer, pero este giro no supone una novedad significativa, pues desde el comienzo mismo de la novela reconocemos un modo de contar cuya singularidad va más allá de la condición del personaje. No quiere esto decir que la voz de la narradora no resulte verosímil como voz femenina, sino que es indistinguible de la de los demás personajes -pocos, por otra parte- que comparecen en la trama, dado que casi todos ellos hablan o piensan de la misma sutilísima manera. No es Marías de los escritores que desaparecen detrás de sus personajes, a los que convierte en portavoces de sus obsesiones recurrentes. Para apreciar su exigente propuesta narrativa, que linda en muchos momentos con la meditación o el ensayo, es obligado dar por buena esta omnipresencia del novelista.

Los enamoramientos parte de un episodio anecdótico, la muerte de un ejecutivo a manos de un desequilibrado, y va creciendo a medida que las circunstancias de lo que parecía un crimen absurdo, producto de la mala fortuna, se aclaran o complican o ambas cosas al mismo tiempo. El muerto y su viuda, Luisa, representaban la pareja perfecta a ojos de la narradora, María Dolz, que solía coincidir con ellos a la hora del desayuno. Ellas y un tercer personaje, Javier, íntimo amigo de la pareja y en particular del marido, son los protagonistas de una intriga hilvanada por igual con hechos y especulaciones, de la que se extraen reflexiones que trascienden con mucho el homicidio y su estela melodramática. La verdad de lo ocurrido, siempre incierta y escurridiza y sometida a examen permanente por parte de la narradora, es iluminada por alusiones precisas a Macbeth, a una nouvelle de Balzac –El coronel Chabert, recién publicada en Reino de Redonda- o a Los tres mosqueteros de Dumas, que lejos de ser referencias decorativas se ofrecen como lúcidas propuestas de interpretación, a modo de historias complementarias que amplían el marco narrativo para explorar las contradicciones y debilidades de la condición humana.

El amor y la muerte, pero también el azar, la envidia, la traición o la impunidad, la necesidad y la imposibilidad de saber, la complicidad distante o indeseada, la inercia que conduce al olvido… Marías plantea un conflicto moral que no se resuelve o no del todo, porque no es el crimen lo que interesa, sino las oscuras causas que lo provocaron y sus perdurables consecuencias para los personajes implicados, de las que vamos sabiendo muy poco a poco, por obra de sucesivas hipótesis y conjeturas en las que el pensamiento ocupa casi tanto espacio como el diálogo. Hay momentos cómicos, pero predominan los tonos sombríos. Tanto la descripción de los caprichos de los escritores engolados, a los que la protagonista trata por su trabajo de editora, como el ya tradicional cameo del profesor Rico, sirven para relajar el peso de una trama absorbente que llega a hacerse opresiva, pues de algún modo el lector siente que lo narrado le concierne o más aún le interpela, de una manera directa y casi física.

Como de costumbre, Marías despliega un discurso denso, potente, sinuoso y reiterativo, que dosifica la intriga de acuerdo con su proverbial estrategia dilatoria. Pero Los enamoramientos no es exactamente una novela de intriga, o lo es de un modo que se refiere al orden universal de las ideas y los sentimientos, de ahí que los planos de otras ficciones puedan superponerse sobre los hechos relatados. Al margen de sus tics y peculiaridades, es ese discurso incesante, esa permanente inquisición en las motivaciones expresas o soterradas de sus personajes lo que confiere a la prosa de Marías una profundidad verdaderamente admirable.

IGNACIO F. GARMENDIA

Huelva Información, 20 de abril de 2011

Dos reseñas de Los enamoramientos

Foto. Juan Salas

Los enamoramientos

Los, casi podría decirse que incontables, lectores de Javier Marías están de enhorabuena porque Los enamoramientos es «un marías» en estado puro, es decir, un fluir narrativo pausado, continuo y sin sobresaltos, a lo largo del cual los velos de las apariencias van siendo rasgados para dar paso a nuevas apariencias que, bien mirado, son reflejos muy parecidos a, mira tú por dónde, los estados de enamoramiento.

Hay, pues, una mente inquisitiva que se interesa, indaga, se pregunta y, sobre todo, se implica emocionalmente. Pero no es una novela policiaca pese a que el motor narrativo es una muerte violenta, a navajazos, en plena calle, a la vista de todos y sin lógica aparente, casi obscena en su falta de sentido. La testigo no sólo es circunstancial e indirecta – ni siquiera está presente cuando ocurre el hecho y encima se entera del mismo varias semanas después de ocurrido – sino que ni siquiera asume el compromiso de desentrañar la verdad. Ni por dinero, curiosidad, sentido del deber, imperativo justiciero ni el resto de las motivaciones al uso. Sencillamente, ha ocurrido el único hecho irreversible en la vida: una muerte. Todo lo demás es cuestionable, susceptible de tergiversación y hasta de ser negado. Pero no la muerte. Con la particularidad de que, justamente porque es inapelable, la muerte marca un antes y un después. Y qué más necesita la conciencia inquisitiva,  o por mejor decir, la mente narradora para poner en marcha la implacable maquinaria que es toda narración. Hay un antes y un después. Y la distancia entre uno y otro, o el tiempo transcurrido de un estadio a otro, aunque ambos sean infinitesimales, hacen obligado que  el testigo de cuenta del hecho y deje constancia de lo irremediable.

«Llamadme Ismael», pedía aquél que se disponía a dar testimonio de su memorable experiencia en el mar y  deseaba que su relato fuese anónimo porque allí lo importante no era quién sino el qué, la ballena y el ballenero, el capitán y el arponero o haber salvador la vida subido en un ataúd: la narración, en suma.

Llamadme María Dolz pide Javier Marías (nada menos) como imperativo del anonimato que pone de manifiesto lo narrado por encima  de la voz narradora. Y al principio cuesta. A qué negarlo, porque la voz narradora resulta demasiado próxima y conocida como para ponerle de buenas a primera unos rizos y unas pestañas resaltadas con rímel. Pero al final te acostumbras porque al fin y al cabo cualquier narración exige un pacto amistoso y caballeresco entre el escritor y el lector. Y a según quién se le perdona todo.

Porque en eso radica justamente la fuerza que emana del relato: pongamos que hay una  cafetería y  una mujer solitaria  que mientras desayuna allí todos los días se fija en una pareja joven, agradable y de buenos modales. No llega a haber una relación con ellos, ni  un intercambio de palabras, un reconocimiento mutuo y expreso. Hasta que un día, sin razón aparente, la pareja deja de ir a desayunar y la mujer solitaria, aunque intrigada, lo acepta sin más. Se siente contrariada porque ser testigo del trato afectuoso entre ellos, su manera de relacionarse y estar juntos era como un saludable estímulo matutino, una especie de presagio favorable para el resto del día. Dejar de verlos sin más, no volver a saber de ellos tampoco es una tragedia, pero sí una merma en su cotidianidad. Sin embargo se han ido y la vida sigue. Sin más.

En cierto modo esa desaparición es como un presagio sin estridencias de lo ocurrido, una metáfora al mismo tiempo intrascendente y fundamental o anodina y excepcional, como la muerte: morir es algo cotidiano y al mismo tiempo u n hecho único y trascendental. La narradora, sin proponérselo, irá atravesando velos que ocultan las apariencias más profundas y que van dejando paso a los enamoramientos, tanto en su acepción cotidiana y normal como en su función de título de una novela.    

Y luego están las referencias literarias, los guiños. No me refiero sólo a ese Profesor Rico que como aparece con nombre, apariencia física y tics inequívocos, resulta fácil de identificar. Pero los profesores de literatura tienen ahí una juerga inagotable porque, a todas estas, la cultura literaria de Javier Marías también lo es.

JAVIER FERNÁNDEZ DE CASTRO

El Boomeran (g), 18 de abril de 2011


Javier Marías o la novela moral

Javier Marías es un  escritor moral en todos los sentidos. Lo es en el sentido en el que utilizaba Hermann Broch ese concepto para definir el género novelístico cuando afirmaba que «el conocimiento es la moral de la novela» (las novelas de Marías son siempre filosóficas porque están animadas por un afán de usar la propia escritura para conocer, para reflexionar, para saber), y lo es en el sentido de que la ética le preocupa como tema del mismo texto. El ejemplo más evidente de este hecho se puede hallar en el mismo título de su monumental y ambiciosa trilogía Tu rostro mañana, que alude al don que poseía su personaje Jacques Deza para ver cómo habrían de ser los rostros de los seres humanos con el paso de los años y en ellos la capacidad para la traición o cualquier otra clase de infamia. En este caso, hay una cuestión moral que preocupa al autor fundamentalmente y es la impunidad, que se encuentra profundamente relacionada con una época como la nuestra en la que existe una inmensa tolerancia, social e individual, hacia el delito y hacia el propio sentimiento de indiferencia que éste inspira a su alrededor; una gran impunidad hacia la propia preservación de la impunidad. Y dicho fenómeno aparece en el texto relacionado con el del enamoramiento, con la capacidad que tenemos para cometer actos impresentables en nombre de los sentimientos o también para pasar totalmente por alto las ‘fechorías’ de la persona a la que queremos; capacidad que puede llevarnos a lo sumo al alejamiento de ella, pero en raros casos a la denuncia por graves que aquéllas puedan ser.

Ambientada en el Madrid de nuestros días, la novela tiene como personaje central y a la vez como propietaria de la voz que narra en una confidencial -que no intimista ni lírica- primera persona a María Dolz, una mujer que, por trabajar en una editorial, no tiene una alta opinión de los escritores y que nos mete de cabeza en el libro con una introducción propia de relato policíaco, esto es con un asesinato con arma blanca y con ensañamiento que se nos presenta como resultado de una imbécil confusión: «La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa -dice María Dolz-, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto.».

En realidad Los enamoramientos es un largo tratado sobre el amor en el que se nos muestra el rostro menos poético y menos edificante de este sentimiento que tanto prestigio ha tenido tradicionalmente en la literatura. En realidad hay que hablar de este libro casi como de un ensayo porque en sus cuatrocientas páginas, Marías va desmenuzando a través del personaje femenino que se ve envuelto en los vericuetos de una pasión que no es capaz de controlar, un considerable número de tópicos clásicos de la sentimentalidad erótica como el de la predestinación al que la imaginería popular ha denominado de la ‘media naranja’, o sea el de que todos los seres humanos estamos predestinados a encarnar un encuentro con una pareja ideal diseñada a nuestra precisa medida que la existencia puede retardar en ocasiones, pero que, antes o después, se va a acabar produciendo.

Frente a esa bella superstición, se va a ir imponiendo en el libro, por los hechos y por las reflexiones, la tesis del papel definitivo que juega siempre el azar en nuestra felicidad o infelicidad, así como de lo limitada que es nuestra capacidad de elección o lo que todas las personas tenemos de sustitutas de otras personas en el corazón y la mente del otro.

En su ensayo La inteligencia fracasada José Antonio Marina delataba el nefasto prestigio poético que la cultura romántica había otorgado al fracaso. Pues bien, algo similar es lo que hace Marías en este texto de deconstrucción del mito del amor. Y lo que menos importa en él es la descodificación de la sustancia argumental que una vez más se presenta de un modo fragmentario en el que no existe un narrador omnisciente que sepa todo de todos los personajes pues la propia limitación que le impone a María Dolz el punto de vista sobre el que teorizó Henry James hace que comparezca como un personaje más, perdido en la marea de la realidad.

En esta novela que, por lo que tiene de moral, es la antítesis de una obra moralista Marías transmite una percepción sombría, parcial y precaria de la existencia a través de un estilo trabajado y lujoso que nos consuela de las desapacibles verdades que va constatando.

IÑAKI EZQUERRA

El Diario Montañés, 15 de abril de 2011