Amor en tiempos confusos

Foto. Daniel Mordzinski

Se cumplen cuarenta años desde su debut como escritor y el tapiz de novelas que ha ido hilando desde entonces ya tiene hechuras de obra maestra. Ahora publica Los enamoramientos (Alfaguara), una novela remolino que cuenta mucho más de lo que parece a priori. Vayan quitándose los sombreros.

Se cumplen cuatro décadas desde que un joven Javier Marías publicó con 20 años Los dominios del lobo. Su inicio tan temprano, sumado a su condición de hijo de Julián Marías, ha hecho que se le haya quedado pegada a la frente de manera casi perpetua la etiqueta y hasta la sensación de escritor joven. Quizá a esa percepción haya contribuido su soltería recalci­trante, que le ha librado de las respon­sabilidades familiares, o esa faceta de articulista explosivo, arrollador en sus opiniones y hasta un punto soberbio, como lo son los jóvenes cuando aún no han sido vencidos por el desencan­to. O detalles tan nimios como que, cuando se siente a hablar contigo a la hora de la sobremesa, en vez de un café o un oporto se tome una Coca­Cola Light. Este joven Javier Marías cumple en otoño los 60. Y resulta que, al echar cuentas, uno se percata que, aquí y ahora, con permiso de Antonio Muñoz Molina, es el novelista de referencia de la literatura española contemporánea. Tras la generación de los Delibes, Martín Gaite, Ana María Matute o Juan Marsé, Marías se per­fila como el relevo en la jefatura de la tribu, el tótem literario que todos los jóvenes autores emergentes que se precien deberían aspirar a derribar. Si dentro de unos años la ruleta del Nobel vuelve a detenerse en el casi­llero de la narrativa española, Javier Marías será con toda justicia el autor elegido para la gloria. Pero no hay por qué esperar a que la Academia sueca nos diga lo que podemos ver por no­sotros mismos.

Naturalmente, Marías no es perfec­to, faltaría más. Y tiene sus detracto­res, como debe ser. Es posible que a veces se le vaya la mano en las digre­siones y que, cuando querrías que la acción avanzara, él caracolee por otras consideraciones. El caracoleo, sin em­bargo, suele ser provechoso. Años atrás (ahora ya menos) hizo fortuna entre algunos socarrones hablar de su estilo como de angloaburrido, en referencia a su narrativa especulativa y la querencia de Marías por el mun­do británico y su paso por Oxford. No han mermado tanto, en cambio, los comentarios sobre su soberbia e incluso cierta impertinencia. Pero ahí parece haber una cierta confusión. Existe un Javier Marías que podría considerarse vehemente, rozando lo displicente a veces e incluso con ma­la leche (que a veces es la buena, cuando hay que decir las verdades del barquero sin cogérsela con papel de fumar). Pero ese opinador agudo, ácido e indignado no es el novelista Javier Marías. Es el articulista Javier Marías. Si alguien quiere artículos de opinión de una contundencia y una claridad ciudadanas de lo más estimu­lante, pueden darse un gozoso atracón leyendo su reunión en Los villanos de la nación (Los Libros del Lince). Aprovechando la afición al fútbol de este escritor, podríamos decir que el Javier Marías novelista juega como el Barça y el Marías articulista como el Madrid.

Sin nombre para la muerte

Cuando el que te recibe en su casa es el novelista Javier Marías, la persona que abre la puerta es alguien nada severo, de una amabilidad exquisita, que no eleva nunca la voz, que se ve a sí mismo y al gremio de los escritores con saludable sorna. Otra aparente paradoja es que ese autor al que tanto se ha tachado con cierta inquina co­mo anglófilo y de beber los vientos por los asuntos oxonienses resulta que vive en el corazón del Madrid castizo, a un paso de la Plaza Mayor, de donde se han marchado ya casi to­dos, menos Joaquín Sabina y algunos resistentes más.

Había expectación por leer su nue­vo libro tras la fortaleza literaria en tres entregas Tu rostro mañana, que va a quedar, tal vez más para los es­tudiosos que para sus lectores, como la obra monumental de su carrera. Los enamoramientos es su retorno al ruedo editorial. Pese a que Marías lamenta (con razón y resignación) el vicio de resumir las cosas de los periodistas, diremos rápidamente que Los enamoramientos no va a defrau­dar a los adictos a Tu rostro mañana porque se acopla perfectamente en cuanto a sus temas, la manera de abordarlos e incluso los juegos de re­ferencias cruzadas, pero volverá a ser un Javier Marías abierto a un público más numeroso porque, por su trazado de cuatrocientas páginas, la contención metafísica, incluso la cercanía del asunto madre de la novela (la violenta y repentina muerte de una persona afable vista desde diferentes distan­cias), la convierte en un bocado deli­cioso para cualquier lector ávido de literatura. Asistiremos a la cotidiani­dad con que una mujer que trabaja en una editorial coincide cada mañana con un modélico matrimonio de esos que no dan muestra del desgaste tras los años de convivencia y que desde la mañana despliegan sonrisas, conver­saciones alegres y buen humor. Tras días de dejar de verlos acudir a su cita diaria con el café, se enterará de que el marido, de quien hasta entonces no conocía ni el nombre, ha sido asesina­do por un mendigo trastornado que lo confundió con alguien. Y hasta ahí puedo leer. La novela tiene giros sor­prendentes y reflexiones que atrapan de manera hipnótica, que le acompa­ñan a uno mucho después de haber acabado la lectura. Pero no vamos a destripar el libro. Se lo prometimos a Javier Marías. Los periodistas no somos caballeros sino clase de tropa, y mercenarios para más señas, pero ante alguien como él incluso se nos pega algo de buenas maneras.

Su casa es un lugar atiborrado de libros, DVDs, figuritas de plomo, vo­lúmenes apilados en difíciles equi­librios, pequeños objetos, todos en un perfecto orden que delata a una persona metódica, o sencillamente que tiene una persona de la limpieza muy eficiente. Marías es de los pocos autores que habla como escribe: no se es del todo consciente al escucharlo en directo, pero al oír la grabación uno se percata de cómo introduce ciertas reiteraciones pero sin ser repeticiones exactas de los conceptos, cómo hace avanzar las ideas en líneas curvas, eso que familiarmente se dice «darle vuel­tas a las cosas». Si uno quiere cortarle para atajar, tiene poco éxito. Cuesta meter cucharada y, además, si uno introduce una pregunta antes de que él haya fardado suficientemente la respuesta, lo que hace es atender muy amablemente a tu pregunta intrusa y después retorna al punto donde esta­ba con la respuesta anterior. Sin em­bargo, los periodistas sabemos que no es, en absoluto, de los autores que esté deseando que la prensa lo persiga.

Al cuarto intento

¿Cómo afronta tener nuevamente a unos cuantos periodistas fastidian­do la quietud de su casa y sometién­dolo a preguntas que probablemen­te ya ha contestado muchas veces?

Publicar se ha convertido en una tarea que casi da más trabajo que escribir los libros. Uno tiene la sensación de que se trata de hablar de lo que no haría falta hablar mucho… al final se trata de resumir, de medio destripar el libro, por fuerza banalizarlo un poco. A medida que pasa el tiempo apetece quizá menos, pero también hay que agradecer que a uno le hagan caso… Yo tengo la sensación de que no tengo mucho que decir de viva voz. Hay un abuso de la presencia de los escritores, de manía con que los escritores este­mos presentes. Yo casi nunca voy a festivales y a ese tipo de cosas. Hace años fui a algunos pero nunca vi que saliera nada demasiado interesante. Si escribimos es porque nos expresamos mejor por escrito. Resumir lo que uno hace no tiene mucho sentido.

¿Y no le motiva siquiera como ritual?

Sí, hay algo de ritual… yo hubo una vez en que no pasé por el ritual.

Con Negra espalda del tiempo. No quiso dar entrevistas.

Y se me castigó un poco, por decirlo de alguna manera. Hubo gente que se lo tomó muy mal. Hice una rueda de prensa y expliqué por qué no iba a dar entrevistas, me disculpé. No lo hice de una manera hosca ni abrupta. Aún así hubo gente a la que le sentó mal, que dijo: «¿Pero este que se cree?». Era con un libro donde el narrador era yo mismo, no me sentía capacitado para hablar de él.

Pero entonces… (Intento de meter cucharada nº 1: fallido)

En la novela cada cosa que el autor agrega a lo que ha escrito le resta algo de misterio y le quita algo la posibili­dad al lector de llegar por sí solo a los giros. Yo tengo la sensación de que suele haber tal avalancha de cosas en el momento del estreno que tengo la sensación de haber leído el libro o ha­ber visto la película antes de verla.

Pero entonces… (Intento de meter cucharada nº 2: fallido)

Lo de los tráilers es una cosa demen­cial. Antes los tráilers estaban bien hechos, ahora en cambio práctica­mente cuentan de arriba a abajo todo. Y además hay tantas entrevistas o reseñas en el mismo fin de semana, que si las lees todas inevitablemente te haces una idea de lo que es el libro. En ese sentido me parece contrapro­ducente. Yo he dejado de ver películas por haber tenido esa sensación ya de haberlas visto.

Pero entonces… (Intento de meter cucharada nº 3: fallido)

Llega un momento en que uno se plantea la utilidad de todo eso, pero hay un empeño… el año pasado tenía muy pocas ganas de hacer viajes de promoción del tercer volumen de Tu rostro mañana, me daba pereza repe­tirme a mí mismo. Pero en cada país donde iba publicándose los editores me decían: «Es que tienes que venir, que es muy importante que vengas». Y yo decía: «¿Pero realmente mi pre­sencia es tan necesaria?». Yo no tengo la sensación de que los libros se lean por la presencia del autor. Hay países a los que no he ido nunca y sin embargo tengo bastantes lectores y quizá tengo otros en los que he ido más a menudo y tengo menos.

Pero entonces, si la visualización de un libro o de su autor en los medios no decanta nada, ¿de qué depende, como sucedió con Ruiz Zafón o Ma­ría Dueñas, que esos cien primeros lectores de una veintena de puntos distintos que serán el arranque del boca a oreja elijan justamente en las mismas semanas ese libro entre me­dio de tantos miles de volúmenes?

Es un misterio, y me gusta que siga siéndolo. Hay libros que caen en gra­cia como todo lo demás. Caes en gra­cia o no. Cuando empecé hace mucho, en los 1970, yo tenía veintitantos años cuando Jaime Salinas me nombró con otra gente joven de entonces para formar parte de un comité de lectura: Juan Benet, Juan García Hortelano, Luis Goytisolo… y me acuerdo que en mi ingenuidad a veces decía: «Si no hay libros buenos en este bloque pues no se publica ninguno, si no hay no hay, que no se publique nada  este mes». Me respondían: «¡Pero qué dices!». No me daba cuenta de que hay que publicar algo, hay una maqui­naria en marcha. Era joven y pardillo. Las editoriales no dependen de que algo sea realmente merecedor de ser publicado sino que hay una máquina que alimentar.

Esos fogoneros del mundo edito­rial son los autores. Por cierto, Los enamoramientos resulta bastante inmisericorde con las tipologías de escritores…

No, no. Tampoco tanto [sonríe con picardía].

Describe a un escritor como «go­rrón», «tacaño», «sin orgullo». Cuen­ta sobre otro que va a los hoteles y apunta todos los gastos a quien le invita… [sigue sonriendo traviesa­mente]

Son comentarios de la narradora…

Ya…

Y, dado que trabaja ahí, conoce este mundo y es normal que alguien que trabaja en una editorial tenga poco respeto porque tiene muy cerca a los escritores y los ve con sus pequeñas miserias. Que hable con cierto desdén o cierto choteo forma parte de la vero­similitud del personaje.

También hay un poco de guasa in­cluso hacia sí mismo.

Pues sí, dice la narradora que todavía existe algún pirado que escribe a máquina y yo mismo sería uno de ellos.

Por cierto que aparece por ahí un escritor y académico de pro como el filólogo Francisco Rico. No sé decir si le hace un monumento o lo vapulea…

Todo está hecho con gran afecto. Paco Rico es ya una marca de fábrica, lo saco en casi todas las novelas. Igual en alguna le doy más protagonismo, pero como yo le digo a veces para hacerle rabiar: «Tú eres un excelente personaje anecdótico».

Foto. Daniel Mordzinski

«En la novela no hay juicios»

Uno lee Los enamoramientos y de­tecta resonancias de otras novelas, incluso frases enteras retomadas de otros libros o asuntos que se habían examinado desde una óptica levemente distinta.

Sí, esas frases que traslado de un libro a otro que son como ritornelos. No siempre son repeticiones exactas, son variaciones o adquieren un giro dis­tinto en un contexto diferente.

Afirma que cuando se pone a escri­bir una novela no sigue un esque­ma cerrado, pero este asunto de ir tomando frases y asuntos que aparecieron años atrás e irlos com­binando de nuevo parece un gran plan de relojería literaria…

Pues no hay un plan minucioso, y en ésta menos aún. Era la primera des­pués de Tu rostro mañana, que viví como un gran proyecto aunque sólo sea de dimensiones, casi 1.600 pági­nas, ocho o nueve años de trabajo… y hubo momentos en que me parecía imposible terminar. Lo logré y, bien mal o regular, conseguí hacer el libro que quería hacer. Tuve un poco la sensación de haber ido haciendo un camino a tientas y de que de pronto se me había acabado el camino tras ese libro. Una de dos, o me caigo a un precipicio o sigo caminando a ver qué pasa. Durante un tiempo no sabía si iba a seguir escribiendo, no era coquetería, dudaba si escribiría más novelas. Porque acabé agotado, no ya sólo por cansancio, sino por la sensación de haber dicho todo lo que tenía que decir.

¿Sentía que tenía el riesgo de que a partir de ese momento iba a ir siem­pre a menos?

No, eso no me preocupaba. He ido ha­ciendo ese camino al escribir un libro y luego otro, no he considerado que la actividad de un escritor deba ser una especie de superación continua ni mucho menos. Ni esa cosa circense de hacer algo más difícil todavía. El ánimo que invade al autor en cada libro no tiene nada que ver con el resultado alcanzado. El Corazón de las tinieblas es la novela más apreciada y conocida de Joseph Conrad. No tiene el tamaño, ni la ambición ni el aliento de Nostromo o Lord Jim, pero posi­blemente le salió mejor o se percibe como mejor. A Henry James le salió mejor Otra vuelta de tuerca que algu­nas de sus novelas largas y ambicio­sas. De manera que a veces uno pone mucho empeño y luego resulta que sale mejor algo que era más modesto como proyecto. Por eso superarse… no le veo mucho sentido. En cuanto a proyecto, nunca voy escribir un libro como Tu rostro mañana. Ahora bien, que pueda salir otro libro mejor que ése, pues tampoco es descartable. Tampoco me preocupa mucho.

Aún no se ha publicado el libro y ya hay un articulista que le está buscando las cosquillas a la nueva novela del escritor Javier Marías.

¿Sí?

Sí, es un articulista que se llama Ja­vier Marías. En el EPS despotricaba sobre la impunidad que existe en nuestra sociedad, la tolerancia ha­cia las conductas torcidas, y no ad­mitía la más mínima vacilación. En cambio, el novelista Javier Marías nos presenta tantos ángulos de la cuestión, tantas maneras de ver las razones por las que no se denuncia un asunto aparentemente censura­ble, que al final casi nos convence de la no intervención…

El grado de impunidad en los delitos es realmente tan enorme… pero es que la novela muestra lo que pasa. En una novela no hay juicios.

¿Ese articulista Javier Marías tan vehemente que no cede un milímetro ante quienes callan un delito, podría llegar a las manos con el con­templativo novelista Javier Marías?

Es que hablamos de dos cosas dife­rentes. El articulista es un ciudadano que se responsabiliza de lo que opina y habla de cosas más o menos reales. En el novelista el ciudadano ni entra ni sale.

¿Y cómo lo reprime, lo ata con una cadena?

Son territorios completamente distin­tos. Lo que no soporto son las novelas moralistas, que dan lecciones, o de tesis. Me parece que no es la función de la literatura y las novelas que hacen eso suelen ser bastante malas o poco interesantes. Yo siempre he dicho que una de las cosas que hace la novela es poner en evidencia las contradicciones, mostrar el misterio. Hay una cita de Faulkner que he usado muchas veces: «Lo que hace la literatura es equiparable a lo que hace una cerilla en mitad de la noche en mitad de un campo». Una cerilla no ilumina nada, lo que hace es permitirnos ver cuánta oscuridad hay. Creo que la literatu­ra muestra cuántas sombras, cuántas contradicciones existen… En cambio, en un artículo estás en el territorio de la opinión.

¿Pero el articulista Javier Marías no podría leerle la cartilla al novelista Javier Marías por no ser suficiente­mente contundente?

No, porque el articulista Javier Marías nunca haría una crítica literaria de un libro en esos términos. No sería tan estúpido como para reprocharle a una novela su ambigüedad moral.

Sería un poco el caso de Umberto Eco con El cementerio de Praga. Se armó en Italia un gran revuelo porque se le reprochaba que su pro­tagonista (un falsificador de lengua afilada que echaba pestes contra judíos y jesuitas) no estaba suficien­temente condenado o subrayado como «malo».

Hay una confusión al respecto. Me hice eco de esa polémica Hace ya mucho tiempo que la novela o las artes en general no son muestras juzgables. Una novela es lo contrario de un juicio. En un juicio los que juzgan se atienen a los hechos y no interesan los motivos. Hay atenuantes, pero se juzga lo que alguien ha hecho y no entra mucho en por qué lo hizo. Usted mató a alguien a posta y es un asesinato, más allá de sus mo­tivos. Una novela no hace eso, lo que hace es mostrarte cómo pasan las cosas. No es que las justifique, es que uno asiste a las cosas. Hay una regresión hacia cierto primitivismo en que se considera que una obra de arte debe ser juzgada en términos morales, eso me parece una cosa muy antigua, superada. ¿Qué se haría entonces con Dostoievski y con tantísimas obras?

En el artículo donde usted mismo anunciaba la salida de la novela hablaba de ella como un libro pesimista. ¿Por qué?

¿No se lo parece?

Los personajes son todos encantadores. Ella es muy pru­dente, sensata, agradable. Él es un hombre educado, culto, ingenioso, muy atractivo también. La viuda es una mujer serena, digna, hermosa… ¡Uno querría parecerse a ellos!

A mí sí me parecía, al escribida, una novela pesimista, incluso sombría. Es la constatación de que a veces uno decide dejar pa­sar cosas que quizás no se deberían dejar pasar. La narradora se plantea que la justicia le trae sin cuidado. Yo no soy quién para impartirla.

Incluso afirmaba que Los enamoramientos es «una novela pesimista desde el mismo título». ¿Relaciona amor y pesi­mismo? ¿Diría que enamorarse es un mal negocio?

En principio todo el mundo desea y aprecia estar enamorado, todo el mundo cree que es algo deseable, que nos hace mejo­res… y yo creo que puede darse eso y que personas enamora­das pueden hacer cosas muy nobles. Pero también personas muy nobles, por estar en un estado de enamoramiento, pue­den comportarse de la manera más vil, traicionera y feroz. En la novela aparecen algunos casos así.

Dice en la novela que «cuando uno desaparece el mundo deja de concernirle». Este año cumple los 60… ¿Ha empe­zado a pensar ya en la posteridad?

Pensar en la posteridad me ha parecido siempre ridículo y en estos tiempos más que nunca, precisamente porque la poste­ridad existe cada vez menos, todo va más rápido y el olvido de las cosas es más precipitado. El olvido es feroz. Los propios vivos tenemos ya ciertas dificultades para no ser olvidados en lo que acabamos de hacer, no digamos ya los muertos.

¿No es un acicate pensar en dejar algo tras de sí?

No pienso en ello. Si queda algo, pues bien. Pero, como tampoco me voy a enterar, me da un poco lo mismo. Hombre, a uno le gusta pensar que lo van a recordar las personas que lo han conocido, pero poco más. No tengo conciencia de dejar legado ni nada por el estilo.

Y, cuarenta años después, ¿cómo se ve como escritor?

No me he sentido ni siquiera ahora un escritor profesional, en el sentido de quienes están obligados a publicar un libro cada cierto tiempo y, puesto que son escritores, han de escri­bir. Yo he hecho trece novelas en cuarenta años, contando como tres los volúmenes de Tu rostro mañana, lo cual quiere decir una cada tres años. Me cuesta tener una idea de mí mismo como escritor. Me veo como alguien que de vez en cuando escribe.

A. G. ITURBE

Qué Leer, abril de 2011