LA ZONA FANTASMA. 17 de abril de 2011. Un gran dúo cómico

En los últimos tiempos, entre los políticos, la competición de decir tonterías ha estado en verdad reñida. Tradicionalmente soltaban muchas más los de derechas -los representantes del PP y sus periodistas acólitos, cuya capacidad de razonamiento, salvo excepciones, solía competir a su vez con la de una gallina-. En esta legislatura, sin embargo, los de izquierdas -tanto los del PSOE como los de IU y similares- han llevado a cabo tan tremendo esfuerzo por ponerse a su nivel que parecía que lo iban a rebasar y se iban a alzar con el trofeo. Pero la derecha no debe temer por su primacía en este aspecto, alguien siempre corre a devolvérsela, haciéndonos de paso a todos el inmenso favor de permitirnos leer alguna noticia entre carcajadas, algo por desgracia muy infrecuente. Es una lástima que los señores Trillo y Aznar ya no estén tan presentes como antaño, porque eran especialistas en meter goles de tontería en el penúltimo minuto y en alegrar a la ciudadanía. Al primero hay que guardarle agradecimiento eterno por su épica descripción -a lo Capitán Trueno- de la reconquista de Perejil contra los moros, y al segundo por aquellas ocasiones en que se le contagió no se sabe qué acento, y salió ante las cámaras hablando español, más o menos, como lo hacían Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, que se empeñaban en doblar sus películas a nuestra lengua, con sus propias voces. Las generaciones que no las hayan visto pueden hacerse una idea si buscan en YouTube el fragmento ya clásico en el que Aznar anuncia, junto a Bush Jr, que «Estamos trabajando en ello, y hemos dedicado tiempo, ayer por la noche y esta mañana, a trabajar en ello, exactamente».

Ahora han acudido a salvar al PP de la derrota dos valencianos que, lejos de estar perseguidos por la justicia -como lo están-, deberían gozar de la gratitud nacional y mantener sus puestos vitaliciamente, hacia lo cual, por cierto y por fortuna, parecían ir encaminados hasta hace poco. Desdichadamente uno, el Presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, ha anunciado su abandono de la vida pública, y el otro, Francisco Camps, corre el leve riesgo de no salir reelegido Presidente de la Generalitat en las próximas autonómicas si sus vecinos se hartan de su megalomanía (el pobre hombre ha asegurado que ningún político ha tenido tanto apoyo popular como él en la historia; ojo, ninguno quiere decir que ni Hitler ni Franco en sus mejores momentos) y de sus amiguitos del alma (que tienen todas las trazas de ser malas compañías) y de sus trajes traídos por Santa Claus fuera de temporada. Pero es un riesgo muy leve, en efecto, así que podemos felicitarnos de ir a tenerlo en primera fila, vestido de cofrade con unas favorecedoras cintas verdes o dando brincos en un balcón junto a la alcaldesa Barberá (no es por nada, pero yo no me atrevería a tanto en ese balcón), durante al menos cuatro años más.

Sea como sea, gracias a que Fabra se retira se ha podido inclinar la balanza de la tontería y la risa hacia el PP, una vez más. No por otro motivo los dos caricatos se decidieron a brindarnos una de sus mejores actuaciones a finales de marzo. Son individuos preocupados por los detalles, y así como Camps removió cielo y tierra -como glosé aquí hace tiempo- por hacerse una foto junto al Gobernador de Nuevo México Bill Richardson, el mismo que hace poco se vio en el grave dilema de perdonarle o no a Billy el Niño sus remotos crímenes, y a resolverlo dedicó varias semanas y numerosas consultas, Fabra deseaba que en la placa del aeropuerto de Castellón -esas placas que a todo el mundo le traen sin cuidado y que nadie mira jamás- figurara que éste se había inaugurado siendo él Presidente de la Diputación. De tal manera que los dos se apresuraron a celebrar una ceremonia, cuando dicho aeropuerto aún no acoge un solo despegue ni aterrizaje porque ni siquiera se ha solicitado para él la autorización de navegación aérea, y por supuesto ni un aparato alado se acerca ni se aleja todavía de allí. Pero lo mejor fueron las frases con las que los cómicos justificaron su iniciativa, todas dignas del mejor Groucho Marx. «Hay quienes dicen que estamos locos por inaugurar un aeropuerto sin aviones», dijo Fabra, como si fuera a negar que lo estuvieran. Sin embargo, lo que añadió acto seguido, en un magnífico gag, corroboró los rumores con creces: Fabra justificó la idea de habilitar la pista de aterrizaje, la terminal y la torre de control (todo ello no operativo) para que «cualquier ciudadano que lo desee pueda visitarlas y pasear por ellas, cosa que no podrían hacer si fueran a despegar aviones». Lo cual es una gran verdad. Deberían, por tanto, inaugurarse estaciones de ferrocarril y de metro por las que nunca circularan trenes, sólo para permitir a los ciudadanos el gustazo de caminar por ellas sin peligro de ser arrollados, así como autovías en las que estuviera prohibido el tráfico de vehículos, estadios en los que jamás se jugaran partidos (los futbolistas nos impedirían pisar el césped, oigan), centrales nucleares en las que no hubiera reactores y aparcamientos en los que no entraran coches. Ya está bien de que no podamos pasear por ninguno de estos sitios, tranquilamente, con los niños y con los abuelos, que van un poco lentos. A Camps, por su parte, no se le ocurrió otra gracia que espetarle a Fabra, conocido por las gafas negras tupidas que no se quita ni a sol ni a sombra y que le dan un aire de ciego total, en la interpretación más benévola: «Eres un visionario». Tenían que estar de acuerdo en el número cómico, porque, si no, yo de Fabra me habría mosqueado.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 17 de abril de 2011

Aliocha Coll en la línea de sombra

A la manera de ciertos autores cuya literatura parece haber sido menos importante que la influencia que ejercieron en otros, Aliocha Coll posee una existencia subterránea y otra visible. La primera concierne a su propios libros: Vitam venturi saeculi (1982), Títeres, una obra de teatro para niños escrita con su mujer (1984); Atila (1991), El hilo de seda (1992) y el volumen de poesía Imaginarias (1999), así como una traducción de cuatro textos de Christopher Marlowe en versos endecasílabos (1984). La segunda es igualmente fantasmal y está limitada a su aparición en algunos artículos de Javier Marías para la prensa, en sus cuentos «El médico nocturno» (donde aparece con el nombre de «doctor Noguera») y «Todo mal vuelve» (donde lo hace con el de Xavier Comella) y en su novela Negra espalda del tiempo (1998); también, a su pertenencia a un club de escritores excéntricos y trágicos que Vicente Molina Foix denominó en una ocasión «una potente línea de sombra de la literatura española» que sería su reverso desafortunado y maldito.

[…]

A partir del tercer año de la carrera de Medicina, que completó en París, Coll decidió que no ejercería esa profesión y que se dedicaría exclusivamente a la escritura; cuando Javier Marías lo conoció en 1977, tras la lectura del manuscrito de Vitam venturi saeculi, vivía de las rentas (ejercía de médico sólo los fines de semana) junto a su esposa, de la que se separaría diez años más tarde. Marías lo recuerda como un joven «de excelentes modales, con un rostro anticuado que parecía salido de los años treinta y con unos conocimientos literarios, musicales, pictóricos y filosóficos que para mí habría querido».

Aunque a Marías no le gustó lo que leía (en su obituario del autor, acabaría admitiendo que la de Coll era «un tipo de literatura más bien «imposible» y que nunca me había interesado mucho», y que «si llegué a interesarme por estas obras y luego por conocer a su autor, ello fue debido a que creí percibir en aquella literatura tan aventurada y a veces difícilmente legible un talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden»), Coll y él entablaron una amistad en la que, en su recuerdo, era Marías quien procuraba orientar al primero pese a ser dos años menor: «[…] me envió algunos sonetos, fragmentos de su ensayo sobre el dolor, que, como el resto, jamás fue publicado pese a los intentos de Carmen Balcells […]. Yo intentaba convencerle de que probara a escribir cosas más «tradicionales», aunque sólo fuera como divertimiento».

Coll no parece haber tenido nunca interés en seguir esos consejos: su conocimiento casi enciclopédico de la literatura y su respeto por la tradición literaria parecen haberle llevado a creer que únicamente podía producir algo nuevo y original desde un rechazo a las convenciones narrativas que encuentra su expresión más acabada en la obra que publicó estando vivo.

[…]

A mediados de noviembre de 1990, el día 15, se suicidó Aliocha Coll. «Yo sé dónde terminará mi obra y después me plantearé si seguir», solía decir en sus últimos años. Marías recuerda que «su situación personal no era fácil […], circundado por la enfermedad, las de sus pacientes y la de alguien muy próximo». Una larga tradición de escritores que mueren en París y una no menos cuantiosa lista de autores que se han suicidado (y los cruces entre ambas listas, que no son pocos) convierten su muerte en un lugar común, pero este lugar común destaca en el marco de las curiosas circunstancias en que Coll vivió y produjo su obra debido a que es el único tópico al que parece haber aceptado adherirse…

PATRICIO PRON

Abc de las artes y las letras, 16 de abril de 2011

SILLÓN DE OREJAS: Fugas


En El halcón maltés, de Dashiell Hammett (incluido en el volumen Todos los casos de Sam Spade, RBA), el famoso detective (en la peli de Huston, Bogart) relata a su clienta, la frívola Brigid O’Shaughnessy (Mary Astor), la historia de un tal Flitcraft, un honrado empresario y ejemplar marido y padre, que, un día, tras una repentina experiencia que le ilumina, abandona a su familia sin más explicaciones y se traslada de ciudad. Spade, que es uno de mis héroes existencialistas favoritos, recurre a esa historia -un caso que había investigado anteriormente- para demostrar a la mentirosa Brigid lo difícil que a la gente le resulta cambiar; y es que, años más tarde, cuando el detective (contratado por la mujer de Flitcraft) consigue encontrarlo, el tipo había reproducido en otra ciudad y con otra familia las mismas pautas de su vida anterior. La literatura cuenta con otros relatos de maridos (y, luego, de esposas) que desaparecen un buen día sin dejar rastro. Uno de los que más me gusta es Wakefield (Nórdica y Alianza), un estupendo cuento de Nathaniel Hawthorne en el que el esposo se va de casa con el pretexto de un corto viaje y no regresa hasta al cabo de veinte años; entretanto vive en la misma ciudad, a escasos metros de su hogar, y se dedica a observar a su mujer. He recordado esas dos historias de maridos que se van «a por tabaco», según la castiza expresión española (condenada al desuso tras la implantación del divorcio) a propósito de otro caso de abandono bastante diferente: el que se narra en El coronel Chabert (Reino de Redonda), un relato de Balzac que ha sido llevado varias veces a la pantalla (la última con Depardieu y Fanny Ardant) y que tiene cierta importancia en la historia que cuenta Javier Marías en Los enamoramientos (Alfaguara). Sólo que esta vez el marido no se quita de la circulación voluntariamente, sino que es dado por muerto en la batalla de Eylau. Y, cuando, tras diversas peripecias y cambios de identidad, reencuentra a su antigua esposa, ésta se ha vuelto a casar, y Chabert se convierte en un problema. Aquellas historias nos fascinan porque conectan con algún deseo oscuro -irse sin explicaciones, salir de naja, largarse- y, probablemente, universal. Una especie de cansancio de seguir y, a la vez, un iluso anhelo de cambiar, de empezar desde cero donde nadie nos conozca, sin avisar ni decir adiós (ahí os quedáis, que os den) a quienes dejamos atrás. Yo me lo estoy planteando, por si gana Rajoy y se hace amiguito de Mas y sí hay derecha que cien años dure.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

El País, Babelia, 16 de abril de 2011