LA ZONA FANTASMA. 9 de diciembre de 2012. El fin de todo secreto

Una de las cosas que están a punto de desaparecer es el secreto, lo cual es para mí una de las peores desgracias que podían acontecerle a la humanidad. Y no me refiero sólo a aquellos dichos y hechos privados que nadie debe saber, cada vez más difíciles de ocultar con las sofisticadísimas técnicas de espionaje puestas hoy al servicio de cualquiera: no sólo de los estados, convertidos en gigantescas maquinarias de intromisión e intrusión, sino de la prensa, de los internautas, de los hackers y hasta del mayor inepto en posesión de un teléfono móvil con prestaciones extraordinarias. Lo que tampoco es apenas posible es -cómo decir- tener “favoritos secretos”. Un escritor, un cineasta, un compositor, un cantante, un pianista, un pintor. Cuantos somos aficionados a las artes y contamos ya con cierta edad conocemos bien ese placer, porque disfrutamos de él en el pasado, sin duda con egoísmo y con cierto sentimiento elitista, incluso con un injustificado sentido de “propiedad”. Nos ufanábamos casi en silencio de conocer y apreciar la obra de alguien poco visible, que no pertenecía a las masas ni tan siquiera a los críticos a menudo ignorantes. Compartíamos nuestro entusiasmo con otros pocos, frecuentemente amigos, y eso nos permitía vernos como “iniciados”, como poseedores de un gusto que era sólo nuestro, desdeñado por las mayorías.

Cuando esos “favoritos secretos” dejan de ser lo segundo, nuestra reacción es mezquina y ridícula, lo reconozco. Lejos de alegrarnos de que por fin el mundo celebre a quien desde nuestro punto de vista lo merecía hace ya tiempo, nos sentimos traicionados, y no es raro que, al ver cómo se populariza y vulgariza la figura admirada, nos alejemos injustamente de ella y aun cesemos en nuestra devoción. Un caso paradigmático en estos años es el de Manuel Chaves Nogales. Recuerdo haber puesto, hacia 1977, su Juan Belmonte, matador de toros en una lista de los mejores libros españoles del siglo XX, y hace dos décadas devoré su Obra narrativa completa en unos tomazos de la Diputación de Sevilla. Ahora se reeditan sus obras por doquier, y está en boca o en pluma de mucha gente. Lo cual es una excelente noticia, lo sé bien, y además hace justicia a un hombre denostado o incomprendido por sus contemporáneos, que murió aún joven y solo en su exilio inglés y que además ha permanecido olvidado de casi todos durante más de medio siglo. Y sin embargo uno siente una extraña punzada -como si le hubieran robado un secreto- cada vez que lee el enésimo artículo “advenedizo” -el adjetivo es pura subjetividad, claro está, y más bien ruin- sobre él. “A buenas horas se apuntan”, piensa, más o menos; “ahora nos lo vienen a descubrir”. Obviamente no nos lo están descubriendo a sus admiradores antiguos -Agustín Díaz Yanes uno de los pioneros-, sino al conjunto de la población, y deberíamos congratularnos sin reservas de que sea así.

Ya no hay nada ni nadie “secreto” con Internet. Hasta hace unos años, pocos habían leído en España al americano Richard Yates, y en mi opinión no nos habíamos perdido gran cosa. Pero Sam Mendes dirigió una insoportable película basada en una novela suya, Revolutionary Road, y al día siguiente España estaba llena de expertos en el negligido Yates. El cine tuvo también la “culpa” de que otra favorita “semisecreta”, Isak Dinesen, pasara a ser “Karen Blixen” para el grueso de los espectadores mundiales, que empezaron a hablar de su granja en África y de su amante Finch-Hatton con tanta familiaridad como de Estefanía de Mónaco y sus guardaespaldas, algo así. Insisto: que a la excelente Isak Dinesen se la leyera masivamente era motivo de contento, y aun así no pude evitar del todo una reacción miserable que me llevó a lamentarlo también.

Mayor delito tiene apartarse de aquellos ídolos que de pronto se convierten en favoritos de un autor detestable o pésimo, no digamos de un político o de un dictador. Wagner aún sufre las consecuencias de haber sido idolatrado por Hitler, lo mismo que Nietzche y que el pobre Karl May, cuyo pecado fue escribir unas novelas del Oeste para las que el Führer tenía un estante especial. Mahler estuvo a punto de sucumbir al fervor de Alfonso Guerra en los ochenta, como Machado. Por suerte para los artistas, Franco era radicalmente inculto y no se sabe de sus preferencia, si es que alguna tuvo. Desde que El Acantilado empezó a reeditar su obra, el estupendo Chesterton se ha visto contaminado por la veneración incontinente de un escritor cursi y beato, que sobre todo subraya el ingenioso y tolerante catolicismo de quien escribió El hombre que fue jueves, y que nada tiene en común con el que predica él. Una desdicha de la que a Chesterton le va a costar salir en nuestro país. El entusiasmo de Umbral por Quevedo estuvo a punto de haceme antipático a este último, y no descarto la posibilidad de haberles hecho yo flaco favor a algunos de mis preferidos: a Sterne, a Conrad, a James, a Nabokov, a Faulkner, a Bernhard: habrá quienes los vean contaminados por mis elogios y que acaso, por persona viva interpuesta, los detestarán. Así que es mejor que renunciemos para siempre a aquel viejo placer de los “favoritos secretos”, y admitamos que nadie es culpable de sus fans, de su éxito ni de su popularidad. Sobre todo si son póstumos: desde la tumba no se puede protestar.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 9 de diciembre de 2012