LA ZONA FANTASMA. 13 de mayo de 2012. ¿A qué tanta ansia?

En alguna ocasión: he recordado cómo mi padre, que permaneció hasta el final de la Guerra Civil junto a Besteiro en Madrid, se asombraba de lo que había visto en las últimas, semanas de la contienda, cuando se sabía a ciencia cierta que la capital iba a caer en manos de Franco, de sus falangistas, sus requetés y sus moros, todos por el estilo de vengativos y sanguinarios y dispuestos a escarmen­tar a base de bien a la ciudad que más se les había resistido. En medio de esas boqueadas de la Republica, había personas que se peleaban por entrar en su Gobierno con algún cargo o car­guito, a sabiendas de que su ocupación iba a ser efímera y, sobre todo, de que ese breve lucimiento sólo iba a traerles graves problemas una vez que la victoria de los «nacionales» fuera un hecho: detenciones, cárcel, represalias, exilio o fusilamiento. Gente que tal vez habría pasado bastante inadvertida se ofre­cía a significarse en perjuicio suyo,  y no  -contaba mi padre, que asistió a ello- por lealtad, espíritu de sacrificio o necesi­dad, no se trataba de eso. Las cartas esta­ban ya echadas y poco importaba quiénes llevaran a cabo la rendición. La vanidad derrotaba al instinto de conservación, y a esos individuos los tentaba más «figurar», aunque fuera sólo un mes o unas semanas, que precaverse de cara al inminente e irremediable futuro. «Después de eso», decía Julián Marías, «nada de lo que los humanos hagan por ambición o vanidad logrará sorprenderme».

No sé si se habrán dado muchos más ejemplos parecidos. Lo tradicional, ya se sabe, es que las ratas corran a abandonar el barco cuando ya es seguro que va a hun­dirse. Es de esperar, en todo caso, que semejantes tentaciones no tengan lugar nunca más aquí en circunstancias tan extremas y trágicas. Y sin embargo, salvando las insalvables distancias… Al cabo de cinco meses de Gobierno de Rajoy, y vistos los pano­ramas político y económico, cabe preguntarse por qué él y su partido tenían tanta prisa por ejercer el poder. Dieron larga ta­barra con las elecciones anticipadas, y finalmente las obtuvie­ron, pero incluso entonces les parecieron tardías. Según ellos, cada día con Zapatero arruinaba aún más a España, y ese pro­ceso sólo se detendría -e invertiría en seguida- con el PP al mando. Sabían cómo remediar la situación, si bien nunca explicaron en qué consistiría el remedio, o si acaso por la vía negati­va: no mermarían el poder adquisitivo de los pensionistas, no subirían los impuestos, no incrementarían el IVA, no obligarían al copago farmacéutico, no deteriorarían la educación, no abaratarían el despido, no desprotegerían a los más débiles (para­dos, «dependientes», jubilados), no aumentarían el desempleo y menos aún el de los jóvenes, no privarían a nadie de asistencia sanitaria, no paralizarían la actividad de los ministerios, no impondrían grandes recortes, no dificultarían el crecimiento, no pondrían trabas a los «emprendedores» (al contrario), no… Exacto: no tomarían ninguna de las medidas que ya han toma­do, por activa o por pasiva, en el plazo de cinco rápidos meses.

Mintieron a sabiendas, qué duda cabe. Es imposible que an­tes de las elecciones no supieran que les iba a tocar hacer cuanto dijeron que no harían, o que se verían forzados a ello por Berlín y Bruselas. Puede que, una vez en el poder, hayan descubierto alguna cosilla con la que no contaban o algún engaño del ante­rior Gobierno. Pero no podían ignorar que la situación era malí­sima y que además, en contra de lo que afirmaban, no tenían ni idea de cómo superarla o salir de ella. Es imposible que no tuvie­ran conciencia del quebranto para la población que sus medidas iban a suponer y del desagrado con que se recibirían; del grave daño que infligirían a millones de familias, de lo antipático que iba a resultar su Gobierno. «Me va a costar una huelga general», anticipó Rajoy al referirse a la reforma labo­ral que proyectaba (lo dijo en privado, pero lo delató un micrófono). Y si estaban al tan­to de todo esto, como no podían por menos de estarlo, ¿qué los impulsó a querer hacer­se cargo, lo antes posible, de tamaño y pre­visible desastre? ¿A qué tanta ansia? Se en­tendería si hubiera creído sinceramente que ellos iban a gestionar mejor la crisis, que en verdad tenían soluciones. Pero es evidente que ni lo creían ni las tenían. Cuanto más tiempo pasa, más dan la im­presión de estar improvisando –como Zapatero-, de sentirse desbordados, de ir dando saltos con la lengua fuera para llegar siempre tarde, como el perro que persigue una cometa que su amo elevará en cuanto el animal se acerque. Mientras tanto, la gente lo pasa cada vez peor y, lo que es más grave, pierde toda esperanza y no entiende nada. ¿No iban a cambiar las cosas in­mediatamente? Casi todos acabamos hartos de las tontunas del anterior Presidente y de su permanente optimismo supersticio­so. No hay nada que no se eche de menos, sin embargo; hasta lo lastimoso. Quizá haya un término medio entre ese optimismo injustificado y el pesimismo siniestro de Rajoy y los suyos. Estos han olvidado que a la gente hay que dejarle un mínimo resquicio de ilusión y de esperanza, aunque sean semifalsas. En cualquier circunstancia, la esperanza se conserva mientras se necesite tenerla. Lo que no se puede hacer es arrebatarla, con desaliento no se va a ningún sitio. Quién sabe si hasta los vanidosos del final de la Guerra, los que aspiraban a un cargo o carguito casi póstumos que se iban a volver en su contra, creyeran que se podía producir un milagro y que la República acabaría ganando. Al menos eso, aunque iluso, explicaría un poco su ansia.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 13 de mayo de 2012