28 autores eligen sus hijos predilectos

Escritores como Vargas Llosa, Ferlosio, Marías, Matute, Piglia o Marsé eligen en un libro insólito los fragmentos de sus obras que consideran más representativos

Este es un viaje a los aleph de 28 escritores a través de sus propias voces. A los lugares elegidos por ellos por condensar lo más representativo, logrado, emblemático o preferido de su creación literaria. Todo en 757 páginas a bordo de Mil bosques en una bellota (Duomo), un libro a cargo de Valerie Miles después de casi cinco años en los que convenció a estos escritores de crear una especie de autorretrato literario. “Una suerte de testamento en el que a través de sus pasajes elegidos ellos se presentan y dicen: ‘Este soy yo”, resume la editora y periodista neoyorquina cuya relación con la literatura en español va camino de cumplir dos décadas.

Las estaciones del viaje incluyen universos tan conocidos en el mundo como los de Mario Vargas Llosa, Javier Marías, Ricardo Piglia, Ana María Matute, Carlos Fuentes, Juan Marsé, Enrique Vila-Matas, Antonio Muñoz Molina o Juan Goytisolo; así como otros muy prestigiosos en sus países y que merecen más reconocimiento fuera de ellos como Aurora Venturini, Cristina Fernández Cubas, Ramiro Pinilla, Rafael Sánchez Ferlosio, Hebe Uhart o Evelio Rosero.

La antología pretende, en palabras de Miles, hacer una lectura desde la distancia y la extrañeza. “Redibujar parte de la literatura hispanohablante a través de una nueva mirada donde hablan los propios escritores. Dejar a un lado prejuicios, tratar de ir más allá de la tradición, quitarnos el corsé, con un espíritu más lúdico”.

 “La nena fue el primer relato de la máquina de contar historias de La ciudad ausente. Por eso lo elijo (…) A veces pienso que lo que he escrito después son en realidad historias de la máquina”, cuenta el argentino Ricardo Piglia sobre la elección de su bellota literaria. ¿Y qué es la bellota en esta antología? Una idea que surge de la frase de Ralph Waldo Emerson: “La creación de mil bosques está en una bellota”, que sirve para reflexionar sobre la manera en que, según Miles, “hay una mente común a todos los hombres y por lo tanto, toda la historia existe en cada hombre, que toda la historia se encuentra plegada en una experiencia individual única”.

Esta es la primera de las cuatro partes que corresponde a cada escritor en el libro. En ella desvelan su pasaje y su justificación. Las otras tres partes son En conversación con los difuntos, referida a las influencias del autor; Coda, una pregunta concreta sobre la obra elegida por el autor; y Mil bosques, el fragmento o fragmentos elegidos.

Un viaje y un diálogo con el lector que empieza desde la primera parte, La bellota. El escritor descubriendo su aleph que no siempre coincide con su obra más conocida, premiada o canonizada. Carlos Fuentes, por ejemplo eligió un pasaje de Terra nostra, uno de sus libros más queridos y experimentales y del que creía que iba a ser más valorado: “Esos fragmentos tienen la mala costumbre de resumir mi idea de narración”. Vargas Llosa tampoco se decantó por ninguna de sus primeras obras que le dieron tanto prestigio. Se inclinó por El paraíso en la otra esquina y La Fiesta del Chivo. Y Enrique Vila-Matas prefirió Porque ella no lo pidió al descubrir que de ahí surge parte de los derroteros de su trayectoria, en un juego de espejos reflectantes que lo llevaron a tener que presentar un hecho real como ficción.

Elecciones que fueron una tortura. Sobre todo teniendo en cuenta que si casi ningún creador suele reconocer cuál es su obra preferida, más difícil era decir cuál es su fragmento predilecto o representativo. Al final lo hicieron y cada viaje literario está precedido de anuncios tan diversos y tentadores como estos:

“Es exponente de mis preocupaciones y de mi metodología”, reconoce Eduardo Mendoza sobre La verdad sobre el caso Savolta.

“Raras veces, en tan poco número de palabras he logrado explicarme tantas cosas”, confiesa Cristina Fernández Cubas acerca de El viaje.

“Fue gracias a este cuento que pude volver a escribir después de una larga temporada de parálisis creativa”, recuerda Sergio Pitol de Nocturno de Bujara.

“En él se despliega un tema central de mi obra, el conflicto entre la apariencia y la realidad y, al mismo tiempo, se anuncia su desenlace”, advierte Juan Marsé de Últimas tardes con Teresa.

“Es un relato emblemático, una culminación de mi escritura de los años sesenta, de mi treintena en París”, cuenta Jorge Edwards de El orden de las familias.

“Es representativo de mi escritura y los diversos intereses que he cultivado durante toda mi trayectoria. Quería dar forma a una tradición oral”, dice Antonio Muñoz Molina de El jinete polaco.

“Escogí los párrafos que me parecen más ingeniosos de invención de mi última novela. Lo he elegido porque me gusta y porque me parece una invención feliz”, admite Rafael Sánchez Ferlosio de El testimonio de Yarfoz.

“Es uno de esos fragmentos de los que más orgullo me inspiran, porque sé que en él hice algo que no resulta muy fácil y creo que más o menos conseguí lo propuesto”, reconoce Javier Marías de Mañana en la batalla piensa en mí.

Y así un total de 28 mundos irrepetibles donde se puede descubrir el soplo de la creación, la ilusión, el deseo, el logro, la intención o la felicidad. Una idea que Valerie Miles retomó del libro This is my Best. Over 150 self-chosen and complete masterpieces, and the reasons for their selection, creado por Whit Burnett en 1942.

Si este viaje de Mil bosques en una bellota tiene 28 destinos literarios para los lectores, dichas rutas desvelan que los escritores visitaron, mayoritariamente, dos lugares, uno real y otro imaginario: París, refrendada como patria literaria, y el territorio de Yoknapatawpha, de Willian Faulkner.

WINSTON MANRIQUE SABOGAL

El País, 25 de junio de 2012

Aurora Venturini (Las primas), Ramiro Pinilla (Las ciegas hormigas), Ana María Matute (Olvidado Rey Gudú), Rafael Sánchez Ferlosio (El testimonio de Yarfoz), Carlos Fuentes (Terra nostra), Jorge Edwards (El orden de las familias, La muerte de Montaigne y Persona non grata), Juan Goytisolo (Telón de boca), Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa), Sergio Pitol (Nocturno de Bujura), José de la Colina (La última música del Titanic), Esther Tusquets  (Orquesta de verano), Hebe Uhart (Mudanzas, él y Guiando la hiedra), Mario Vargas Llosa (El Paraíso en la otra esquina y La Fiesta del Chivo), Alfredo Bryce Echenique (Un mundo para Julius), Edgardo Cozarinsky (Lejos de dónde), José María Merino (La orilla oscura, La casa de los dos portales, Mosca, La tostadora y La tacita), Ricardo Piglia (La ciudad ausente), Eduardo Mendoza (La verdad sobre el caso Savolta), Cristina Fernández Cubas (El viaje, El año de Gracia y El ángulo del horror), Elvio Gandolfo (El momento del impacto), Enrique Vila-Matas (Porque ella no lo pidió), Rafael Chirbes (Crematorio), Alberto Ruy Sánchez (Los nombres del aire), Javier Marías (El hombre sentimental, Cuando fui mortal. Mañana en la batalla piensa en mí y Negra espalda del tiempo), Abilio Estévez (El navegante dormido), Antonio Muñoz Molina (El jinete polaco y Sefarad), Horacio Castellanos Moya (Insensatez) y Evelio Rosero (Lucía o las palomas desaparecidas).

El libro consta de cuatro partes: La bellota, En conversación con los difuntos, Coda y Mil bosques.

Fernando Marías ingresa en la Real Academia de la Historia


Leer el discurso

El catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma, Fernando Marías (Madrid, 1949), ha ingresado esta tarde en la Real Academia de la Historia (RAH) con un discurso titulado Pinturas de Historia, imágenes políticas. Marías recibirá la medalla número 24, vacante tras el fallecimiento de José María López Piñero. Su ingreso fue propuesto por los académicos Carmen Sanz Ayán, Martín Almagro Gorbea y José Luis Díez.

Especialista en la historia de la arquitectura y el arte español de la Época moderna, ha publicado casi tres centenares de artículos de investigación en estos campos (algunos traducidos al inglés, francés, italiano, portugués, griego, húngaro, polaco y japonés), en un arco temporal que va del siglo XV (El Bosco, Pedro Berruguete, los Reyes Católicos) al XVIII. De sus exhaustivas investigaciones sobre El Greco han resultado varios libros, como El Greco, biografía de un pintor extravagante (1997) o El Greco y el arte de su tiempo. Las notas de El Greco a Vasari (1992). Velázquez es también otro de sus grandes quebraderos. A él le ha dedicado varias obras, como Las Meninas (1999) o Velázquez, pintor y criado del rey (1999).

Según la RAH, “su aportación a la historia del arte y la arquitectura, como historia antropológica del arte, ha partido de su consideración como objetos primariamente humanos y por lo tanto históricos (políticos, religiosos, funcionales e ideológicos), insertables y solo analizables en el marco de una historia de la cultura, a la que contribuyen con su específica construcción de una cultura de imágenes, y no exclusivamente como productos de una historia del arte en tanto que sucesión autónoma de objetos artísticos, sin conexión con sus diferentes contextos”.

TEREIXA CONSTENLA

El País, 24 de junio de 2012

Fernando Marías ingresa en la Real Academia de la Historia

Fernando Marías Franco, catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Madrid, ha ingresado esta tarde en la Real Academia de la Historia (RAH). El historiador ha recibido la medalla nº 24 de la institución, perteneciente al fallecido José María López Piñero.

Marías fue elegido por unanimidad el 21 de enero de 2011, después de que los académicos José Luis Díez, Carmen Sanz Ayán y Martín Almagro Gorbea presentasen su candidatura. Especializado en la arquitectura y el arte español de la época moderna –sus artículos de investigación se centran en los siglos XV a XVIII–, es miembro del Comité Científico del Centro Internazionale di Studi di Architettura Andrea Palladio de Vicenza (Italia) y editor de la revista «Annali di architettura». Además, ha publicado libros sobre Velázquez, El Greco y la arquitectura de Toledo.

Marías ha leído un discurso de ingreso titulado «Pinturas de Historia, imágenes políticas» frente al director de la institución, Gonzalo Anes.

Según explica la RAH, su aportación a la historia del arte y la arquitectura parte de su consideración de las producciones artísticas «como objetos primariamente humanos, y por lo tanto históricos (políticos, religiosos, funcionales e ideológicos), insertables y solo analizables en el marco de una historia de la cultura».

Abc, 25 de junio de 2012

Javier Marías, Premio Terenci Moix

El director de cine Gonzalo Suárez recibirá el Premio Internacional Terenci Moix especial a su trayectoria según ha hecho público este lunes el jurado de los galardones, que preside Ana María Moix. Los premios Terenci Moix han galardonado este año también la escritora Maruja Torres Otros premiados son Javier Marías; las cantante Juliette Gréco y Silvia Pérez Cruz, el pintor Perejaume, y la primera bailarina Tamara Rojo.

Los premios, que se entregarán durante un acto el próximo día 27 de septiembre, están dotados simbólicamente con un euro, y este 2012 cuentan con nuevos apartados de poesía, músicas del año y trayectoria musical.

Gonzalo Suárez, a quien el jurado ha reconocido tanto su trayectoria cinematográfica como literaria ha recordado a su amigo Terenci Moix y ha celebrado que con este galardón se reconozca por primera vez internacionalmente su trayectoria literaria. «Será mi premio póstumo preferido», ha ironizado. Y ha señalado que lo que más le gusta mucho la dotación de premio, que espera, ha indicado, que «sea en negro».

Maruja Torres, premiada en el apartado de Literatura/Crónica, se ha felicitado por recibir el premio que lleva el nombre de su gran amigo Terenci Moix y se ha mostrado ilusionada por compartirlo con Gonzalo Suárez, de quien ha dicho que fue uno de los primeros personajes que entrevisto como periodista. Torres se felicitado que unir el Terenci Moix al premio Manuel Vázquez Montalbán que compartió en su primera edición con la periodista rusa asesinada Anna Politkovskaya.

Sami Naïr ha sido galardonado en el apartado de ensayo por su obra La lección tunecina; Laurent Binet, por HHhH, en ficción; Pagèsiques, la obra poética del pintor Perejaume, se ha hecho con el premio en el nuevo apartado de poesía; y Javier Marías, que recibirá el premio por su trayectoria literaria.

En el nuevo apartado de Músicas 2012, la distinguida es la cantante catalana Silvia Pérez Cruz, mientras que en el Trayectoria Músicas 2012, también nuevo, la premiada es la francesa Juliette Gréco. En Artes Escénicas 2012, se galardona al autor dramático y actor libanés Wajdi Mouawad, actualmente exiliado en Quebec, y el premio Trayectoria de Artes Escénicas será para Tamara Rojo, primera bailarina del London Royal Ballet.

El secretario del jurado, Juan Ramón Iborra, ha lamentado que el Institut de Cultura de Barcelona (ICUB) haya dejado de subvencionar este año los premios Terenci Moix alegando que el proyecto «no cumple suficientemente los criterios de selección». Ha asegurado que pese a ello, los organizadore seguirán tirando adelante el el proyecto.

El jurado ha estado formado por una treintena de personas, entre otros Ana María Moix, Ana María Matute, Elisenda Nadal, Rosa Vergés, Josep Maria Castellet, Roman Gubern, Jesús Robles y Jordi Cervera.

CARLES GELI

El País, 25 de junio de 2012

LA ZONA FANTASMA. 24 de junio de 2012. Alegremente maniatados

Tíldenme de ignorante, de anticuado y de bruto, pero cuanto más contacto voy teniendo con las nuevas tecno­logías -qué remedio-, más convencido estoy de que son utilísimas para algunas cosas, pero también de que suponen un tremendo engorro y una constante pérdida de tiempo, de que son un ídolo con pies de barro que a menudo nos deja impotentes y sin recursos y, por supuesto, un peligrosísimo ins­trumento de control y dominación de la gente. Esto último se me hizo patente hace un par de semanas. Viajaba por carretera de Amsterdam a Bruselas, con mi «telefonillo de viajes». Cuando me preguntan mi móvil, siempre digo que no uso, y no falto en­teramente a la verdad. Compré uno hará siete años, a instancias de mis hermanos, cuando mi padre estaba ya muy enfermo. Me dijeron: «Procúrate uno, para avisarte si ocurre algo en mitad de la noche o cuando andes por ahí». Me pareció razonable. Al mo­rir mi padre, mi impulso fue tirarlo, ya que no abrigaba intención de utilizarlo: nada me resultaría más odio­so y esclavizador que estar localizable siem­pre, ni veo motivo por el que lo deba estar para nadie, ni siquiera para mis próximos, menuda tabarra. Pero ya que el hoy ante­diluviano móvil obraba en mi poder, se me ocurrió que podría rendirme servicio en los viajes, dado que cada vez es más difícil en­contrar un teléfono público en el mundo.

Pues bien, en un momento determina­do de ese trayecto Amsterdam-Bruselas, sin que se hubiera producido parada, ni el más mínimo control policial o aduanero, el chófer me comunicó que acabábamos de entrar en Bélgica. Acto seguido, mi prehis­tórico celular empezó a emitir pitidos, y en su pantallita apare­cieron mensajes de texto, en los que se me daba la bienvenida a Bélgica y se me proponían tarifas para llamar desde allí. «Lo sa­ben al instante», pensé, «que he cruzado una frontera, aunque esa frontera sea ya inexistente como tal y no haya debido cumplimentar ningún trámite para pasarla, ni nadie haya registrado mi ingreso en un nuevo país. Nadie debería estar al tanto, y sin embargo esa compañía telefónica controla mis movimientos con tanta eficacia como si llevara en el tobillo una de esas pulseras, vistas en las películas, mediante las cuales la policía sabe en el acto si alguien en arresto domiciliario ha traspasado el umbral de su casa y ha puesto pie en el exterior. Si fuera un fugitivo» (y pienso a menudo que cualquier día podría serlo; tal como se es­tán poniendo las cosas en todas partes), «lo primero que habría de hacer sería arrojar a la cuneta este maldito móvil delator». Por otra parte, ¿quién nos asegura que las compañías no informan al instante de los pasos de cualquier ciudadano a la policía? ¿Quién nos puede jurar que ésta no está enterada no ya de cuándo atravesamos una frontera, sino de dónde nos encontramos en cada momento, aunque no nos movamos de nuestra ciudad?

Unos días antes de eso, aún en Madrid, había ido a unos gran­des almacenes a cambiar un DVD cuya carátula mentía, como es bastante habitual. Elegí otro y fui a caja. Un poco más caro, había de abonar 1,50 euros. Esta operación, que antes de las nuevas tecnologías habría sido de una sencillez y rapidez pasmosas, se con­virtió en un largo, alambicado y tedioso proceso que nos hizo per­der (a las dependientas y a mí) media hora de reloj. Había que registrar primero que se trataba de una devolución, con su corres­pondiente papelito y mi firma electrónica. El «sistema» era seminuevo y no acababa de funcionar, hubo que reiniciarlo varias veces. Luego -no me hagan caso, no seguí el galimatías con aten­ción-, había que modificar el recibo de mi primera compra, lo cual llevó también no poco rato. A continuación tocaba emitir otro con la segunda, cruzar los dos, hacer una complicada resta que yo ha­bía efectuado mentalmente en un santia­mén hacía siglos, archivar uno de los dos recibos, cerrar la caja registradora en plena operación porque así lo ordenaba ésta, reco­menzar entonces todo el procedimiento desde cero, volver a firmar con mi irrecono­cible firma sobre una pantalla, volver a las sumas y restas. Al cabo de treinta minutos, ya digo, me comunicaron lo que bien sabía. «Tiene usted que abonar 1,50 euros». «Ah, nunca lo hubiera imaginado», contesté a la amable dependienta, tan víctima como yo.

Añadan a este mínimo episodio las ingentes cantidades de tiempo que se pierden cada vez que uno llama a una empresa o a un organismo: hay que pasarse larguísimo rato pulsando botones y aguantando musiquillas antes de lograr hablar con alguien «real», que por lo general es un latinoamericano no inmigrante, sino que está, de hecho, en Ecuador o en el Perú y que no tiene ni idea de lo que pasa aquí, o acaso un marroquí que se encuentra en Rabat y que también lo ignora todo de España. Añadan las numerosas ocasiones en que» se nos ha caído el sistema» y nada se puede hacer hasta que «vuelva», como si todo el mundo fuera cie­go, sordo y manco y ya no existieran bolígrafos ni papel, no diga­mos iniciativa o espontaneidad. No me caben más ejemplos, pero hay decenas y ustedes los han padecido. Vivimos maniatados por las nuevas tecnologías, en todos los sentidos de la palabra «ma­niatado». Aun a riesgo de parecer un ignorante, un anticuado y un bruto, el mundo me resulta más lento, ineficaz y pesado -y mu­cho menos libre- que cuando no dependíamos de ellas. No me extraña, a veces, que suframos esta crisis descomunal, cuando parte de la humanidad se ha condenado alegremente a sí misma a perder el tiempo y a la más desesperante improductividad.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 24 de junio de 2012

Reseña de ‘Your Face Tomorrow’

The Authority Syndicate

IDENTITY IS BASED ON A PARADOX. Though we carry immense histories — what Javier Marías calls “probabilities in our veins” — we can only truly know ourselves in the present. We build a self out of a past that exists as a series of stories, but we rarely stop to observe who we are in the moment. We tend to only do so at moments of great stress, and such moments are nodes into which Marías, perhaps the greatest writer working in Spanish, has peered to discover what it means to be a human.

In Marías’s work the discoveries come in three flavors. If they are sudden (a bar fight, for instance) they are ahistorical, reducing us from complex individuals with idiosyncratic histories and thick cultural milieus to flasks of reflexes. At other times (say your nation is at war) the submerged currents of history and culture come to the surface and reveal the grip they hold on our personalities. And finally, the most fraught instances occur when we tell stories about ourselves under duress and thus speak identity into being.

Marías’s ever-broadening set of narratives explores the meandering paths of these moments. He ponders: why these, and not others? How do we choose which moments constitute us — or how do they choose us — and how do we then build ourselves around them? With maximalist zeal and digressive sentences, Marías flays every last thought that goes into building identity’s superstructure while dragging his protagonists through plots that are immaculately paced and studded with one showstopper after another. His people are often intellectual loners, content on the sidelines. They are not obsessed with memory but are nonetheless dragged into their personal inquiries by exterior forces. They are almost always multicultural in the sense that they spend time outside their home nations and are comfortable in a variety of European lifestyles (of which Marías is a gifted observer).

Their adventures give Marías frequent opportunities to indulge his many fascinations: the roots of words, the long histories embedded in everyday things, the names of streets, incidental statuary, minor traditions, and overlooked works of art. To read him is to watch the various versions of European history commingle in the interactions of daily life. This is all to his point — he obsessively demonstrates how this vast “dark back of time” becomes transfigured within us. For Marías, our cultural and personal histories are never inert. No matter how distant, they are always ready to spring up into our thoughts and actions. He shows that these supposedly separate phenomena are us, much more than we realize or care to admit.

It’s uncommon to find an author who engages culture, history, and identity with Marías’s skill and depth. But what makes his fiction noteworthy is that he considers two things that are of great contemporary relevance: the lack of an agreed-upon moral authority and the unprecedented abundance of information. These things are related in a neat exchange: We have given up our moral arbiters, and in return we have received information. The loss of authority that comes with the decline of God and State gives us license to follow our tastes wherever they lead without rebuke, taboo, or punishment. Virtually any taste can be turned into a pursuit (all hail the interdisciplinary studies degree) and a libertarian streak borne of being left alone from all intrusion has captivated a substantial fraction of the American population. While these opportunities may give us great power to define our lives, the void left by this absence of authority is fraught with danger.

Marías’ characters long for order. They are cynics who no longer respect liberal democracy’s claims on morality, and they hold even less hope for spirituality. (One combs through Marías’ fiction in vain for a good word about either God or politicians.) Aware of the moral vacuum, these characters can only denounce the ascendancy that personal freedom has achieved in Western culture. In a swank nightclub, for instance, one of Marías’ characters relentlessly mocks a well-to-do young man who dresses up like a gangsta rapper and adopts a flagrantly macho persona. The irritated scold doesn’t argue with the reason behind the getup — to score an attractive woman — but he detests the loss of dignity implicit in the costume and the behavior it requires. Marías’s characters long for a force that will instill some rules of behavior, wanting decency and good sense more than anything else. But, aware of the behaviors instilled by fascism, they shrink from the imposition of morals and generally limit their rebuttals to seething in private.

For all their doubts about the privatization of identity, Marías’ characters love information. They spend their days in archives, teasing out the histories of obscure individuals; they revel in the sensuality of artifacts. Aware of how little is remembered and how much is forgotten, they recoil from the idea that a life’s conclusion is its only verdict, yet struggle to find a substitute way to give it meaning. They relish the arbitrariness of events, their rampant imaginations create counter-stories that exist side-by-side with the actual story, and as the false stories pile up, they attain the force of theme, motif, or even fact.

By taking up questions of history, memory, and selfhood in modern times, Marías has placed himself within one of the more fruitful braches of contemporary literature. He shares with his peers — among them J.M. Coetzee, W.G. Sebald, and even David Foster Wallace (though one shudders to think what Marías would make of his antics) — an interest in understanding society’s prodigious flood of information. His books recall the practice of literary criticism known as New Historicism, which attempts to subvert ascendant historical narratives by democratizing every bit of data available in the archive of Western history; the obsessive readings of obscure individuals and artifacts resonate with the freewheeling, minute investigations that Marías’ characters frequently make.

He has much in common with W.G. Sebald, as they both attempt to develop new logics to comprehend the grand sweep of Western history and make it pertinent to questions of personal identity. Dismissing the supposed objectivity and rigor of academia, both men try a more idiosyncratic, personal approach, using at times superficial similarities and whimsical chains of logic to construct their own versions of events. The links in fact run much deeper: They admired one another’s work, and a lithograph of Marías’ eyes can be found in Sebald’s Unrecounted, a book of poems juxtaposed with images of eyes.

But there are significant differences. Sebald embraces the global, while Marías stays trained on Western Europe (even Poland and the Czech Republic begin to feel fuzzy in their distance); Sebald rarely repeats himself, while Marías obsessively re-maps incidents and phrases; and they have very different approaches to fascism — for Sebald, a German born to parents who participated in the Nazi era, the Holocaust is at the center of everything. For Marías, by contrast, the place of infamy is the Spanish Civil War.

In Marías’s novels, the thing that saves his characters from estrangement is connection, yet Marías is nothing if not wary of connection. He begins the massive, three-volume novel, Your Face Tomorrow, by having the protagonist, Jacobo Deza, deliver a 17-page invocation against ever saying anything to anyone for any purpose. (He then defies the injunction for more than 1,100 pages.) Deza equates the abyss of amnesia with safety, “almost safe in uncertain, one-eyed oblivion,” and then goes on to declare that any exit from silence is “a granting of trust” that is almost certain to be “sooner or later betrayed.” He concludes (and repeats again and again throughout the book), “to fall silent, yes, silent, is the great ambition that no one achieves not even after death.” Marías reminds us why all people should aspire to silence: When we start something, we cannot know where it will end, and thus even something as seemingly innocent as an overheard story might be the building block of pathology. It is a theme that Marías obsesses over in his books. What kinds of morality can exist in such a world where the next person you talk to might change your life? Is silence the only honorable, and safe, choice? Or is this a form of cowardice that invites fascism, a scourge that is never far from Marías’s mind?

It is clear that Your Face Tomorrow treats the creation of the self as a dangerous pursuit that requires personal risk. Thus it’s no surprise to find Deza frequently asking himself why he stepped out from the bliss of ignorance, and what he gained. His descent begins when his friend Wheeler, an elderly Brit who has a shadowy past as a black op in World War II, pushes him into a job with a British intelligence agency. The job is to be an “interpreter” of individuals, a role that only a few gifted observers can take on. Functioning as something between a judge and an author, Deza is shown interviews with people of interest to the British government, whom he then “interprets” by assessing traits such as reliability, sincerity, and trustworthiness. It is Deza’s hugely presumptive task to assign moralities and identities to other humans — in effect, to declare what “their face tomorrow” will be. This information, Deza learns, can end up being the cause of death and mayhem.

In giving Deza the role of interpreter, Marías creates a simulacrum of a morality that existed during the wars of the 1930s and 1940s. Once Deza becomes an interpreter, Wheeler reveals that he participated in a World War II misinformation campaign that created identities for Germans, much as Deza now creates them at the behest of the British government. The key difference is that Deza is kept ignorant of the consequences of his work, while Wheeler knew that his actions meant the death of those he monitored. Then, as now, the question is about what right a person has to intervene in the life of another. Deza’s dictum, “don’t talk,” is at one pole; Wheeler’s guiltless mayhem at the other.

As Deza’s sense of self emerges, we see Marías’s theory of subjectivity: we remain constantly at the whim of life — the self is constructed socially or not at all. Estranged from his wife and in a foreign land, Deza begins as a complete loner, his stasis evoked. Late in the novel’s first volume, he ruefully accepts the verdict of a report someone has written on him: “he knows he doesn’t understand himself and that he never will.” All too true, the words continue to echo in his thoughts, striking more and more discordant notes. By the end of Your Face Tomorrow, Deza is a man of action who puzzles over and tries to justify what he has become with a near obsession, a perhaps misplaced obsession, since his transformation is hardly through his own agency. Marías’s plotting flows on so inexorably that one feels Deza never had a real choice.

In the two pivotal, extended, fractured dialogues that seed the first and third volumes of Your Face Tomorrow, Wheeler reveals secrets from his past that become touchstones for the man Deza becomes. But Deza only learns them near the end of Wheeler’s life, so the essentially fraught nature of conversation is underscored — the flow of talk very rarely permits second chances — and Deza’s breath quickens when he realizes that Wheeler might never have told him. And then what would have happened? Talk is a necessary, if unreliable, tool because certain truths can only be told. Talk’s irredeemably absurd nature and its power are illustrated in Your Face Tomorrow when Marías reproduces propaganda posters used to spread the fear that idle talk could inadvertently reveal military secrets. The idea that a common individual’s words could have such power is revelatory, as is the idea that a person could wield this power without knowing it.

The ghastly conclusion is that a government might claim the right to silence an individual, much as Deza claims his right to silence himself. This safe, static silence is abhorrent to Marías. To him conversation is as natural as air; it is an essential, egalitarian activity. In the words of Wheeler, it is “what most defines and unites us … the wheel that moves the world.” It is the one pleasure we all may enjoy in equal measure, a commonality that binds us in our shared humanity as creators of our world. As Marías writes at the beginning of his autobiographical novel Dark Back of Time, “I believe I’ve never mistaken fiction for reality, though I have mixed them together more than once, as everybody does, not only novelists or writers but everyone who has recounted anything since the time we know began, and no one in that known time has done anything but tell and tell.” In effect, Marías is arguing for the conversation’s immense importance to civilization — that we collectively breathe the fabric of reality into reality through fictions we tell as truths. Talk is fragile, can be misinterpreted, can be put to malign uses; it is subject to our moods and whims. But if we do not speak, our thoughts die with us.

Conversation is of huge importance to Marías’s sense of how we construct the self, but it is not the only thing. In his books, Marías reveals himself as a lover of obscure objects, and, recalling Sebald, he relishes the sensations that such objects can bestow upon us — “that feeling of temporal vertigo or of time annihilated that is provoked,” as he puts it in All Souls (1989), “by holding in one’s hands objects that still speak in muffled tones of their past.” This vertigo occurs in Your Face Tomorrow in two key incidents. In the first, Deza watches as a defenseless man is threatened with a sword — an archaic weapon whose terrible power he never before recognized. In the second, Deza comes to a new understanding of Spanish fascism as he extorts a man with a gun once used during the Franco era. At these moments, Deza enters into a primordial state; the sword arouses pure terror, the gun pure power. They inspire in him arcing strings of thoughts that are drawn from the history of Western Europe and that collapse together as he experiences them. Not knowing these objects’ true histories, he rushes to fill the vacuum with his erudition, effectively constructing histories that fuse with the visceral emotions he feels when the objects are brought directly into his life. Deza turns the sword and the gun into leitmotifs, blending them with the lessons he draws from conversation.

Conversation and objects come to embody two distinct ways in which history lives from generation to generation, notably resembling Judeo-Christian ritual, itself a powerful way of building identity and transmitting cultural information. When they tell Deza about their histories, Wheeler and Deza’s father perform their self-images, and the quasi-religious nature of these experiences is not coincidental. “Anyone can relate an anecdote about something that happened,” Marias writes in Dark Back of Time. “And the simple fact of saying it already distorts and twists it, language can’t reproduce events and shouldn’t attempt to, and that, I imagine, is why during some trials — the trials in movies, anyway, the ones I know best — the implicated parties are asked to perform a material or physical reconstruction of what happened.”

This use of people and relics is crucial for Marías as he exposes the shortcoming of a history that exists solely on the page. One recurring character in Your Face Tomorrow, an Elton John-like musician nicknamed “Dearlove,” who, knowing he is past his prime, grandiosely bemoans the fact that his fans are dying off like victims of some cruel “curse.” But as much as Dearlove detests this fate, he fears even more being remembered for an infamous act. This idea recurs throughout the book as something called “the Kennedy-Mansfield syndrome,” the name deriving from President John F. Kennedy and actress Jayne Mansfield, both of whom Deza argues died in such a way that their deaths effaced their lives from cultural memory. This “biographical horror,” as Deza calls it, is that a death beyond their control has extinguished their existence in a deeper and more permanent way than even anonymity. They have been replaced by an imposter, a false self whose arbitrary death is lodged in historical memory. Thus the very beautiful and vivacious Jayne Mansfield, a colorful starlet who used her extraordinary breasts to inspire envy and lust, becomes in death a severed head whose wig has been detached.

By human standards, judging a life from just one moment, even a death, can only be a lie. In All Souls, minor character named Will is a 90-year-old whose senility has turned him into a sort of time traveler: “Will literally did not know what day it was and spent each morning in a different year, travelling backwards and forwards in time according to his desires. … For him it really was 1947 or 1914 or 1935 or 1960 or 1926 or any other year of his extremely long life.” Will’s outer existence as an elderly doorman is in contrast to the rich identity he experiences in his mind — he is a living rebuttal to the K-M syndrome. His time traveling foreshadows the structure of All Souls, as well as that of Your Face Tomorrow and several of Marías’ mature novels. Rather than conclude with a definitive statement on character, these books present a fractured view, a more accurate, contemporary view of our means of self-comprehension — Marías says as much when he contrasts it with the nineteenth-century idea of an omniscient deity watching over us every moment and presiding over a final Judgment Day. Though the deity might have been an “enormous solace to utter solitude,” it is nonetheless “certainly not very human, relying too much on the succession or order of words, deeds, omissions, and thoughts.”

Marías suggests that human connections are our surest defense against the Kennedy-Mansfield syndrome, even as he continually reminds us of their fragility. One of the many potent images to which Deza obsessively returns is a drop of blood he cleans from a floor. Deza imagines that after washing the stain from the wood it is as though the blood never existed, and he imagines that in time he may come to question his very memory of it. Marías links this personal amnesia with events from history that have fallen out of usage. The upshot is a stringent paradox. Though we only experience life in the present, we cannot know what incidents will become meaningful until we encounter them in retrospect.

Deza is fortunate in that he has elders to guide him. The presence of Wheeler and his father allows Your Face Tomorrow to end on a relatively satisfying note, quite unlike the unresolved plots that simply peter out in All Souls and Dark Back of Time. Marías has no illusions. He knows that for every Wheeler who has a Deza to perpetuate his history, there are scores who do not. Perhaps this is why Deza decides to speak, despite his reservations. If there is anything his strange adventure makes him understand, it is that without individuals willing to tell their stories and the stories of others, there would be no human history. It is this history that redeems Deza throughout his adventure. With it he sublimates his loneliness and forges a lexicon with which to comprehend self and world. Marías emerges as a clear-eyed advocate of authentic communication. His books, exemplified by Your Face Tomorrow, offer satisfying looks into the machinery of human interaction and its impact on the individual self.

There is one final form of address in the world of Marías’s novels, one that precedes both speech and culture — desire, evoked again and again in Marías’s almost exclusively male narrators’ lust for beautiful women. Marías’s men are great appreciators of the pleasures of the fairer sex; their delight in the refinement of art is often matched by a few kind words for a cherished breast or thigh. There is also a great deal of sex in Marías’s novels, though it is often bizarre, commonly adulterous, and almost never without consequences. As Marías portrays it, desire is a submerged, obscure force — something more felt than understood, encoded in our DNA — that impels his men to do uncalled-for things. It tells us that no matter how we map it through linguistic theory and historical study, there is that part of ourselves — perhaps the part where the soul resides — that remains cut off. It calls for an understanding that cannot be completely diagrammed within Marías’ elegant and immaculate sentences. It is the part of us that Marías calls “dance and dream,” the most literary aspect of ourselves, the part only writers of Marías’ stature can begin to reveal.

SCOTT ESPOSITO

Los Angeles Review of Books, June, 22nd, 2012

LA ZONA FANTASMA. 17 de junio de 2012. ¿Para qué servimos?

En una reciente rueda de prensa, y ante una pregunta sobre el porvenir de nuestras educación y cultura, me salió un improvisado alegato que algunos medios re­cogieron parcialmente. Como uno se expresa mejor por escrito, acaso no esté de más insistir aquí sobre el asunto. Siempre he sido partidario de pagar sin rechistar los impuestos, por mal que nos parezca que se emplean e injustos y abusivos que nos resulten a veces. Como todo el mundo al llegar estas fechas, me llevo un sobresalto cuando me comunican la suma que debo ingresar a Hacienda, y durante veinticuatro horas me duele un poco el bolsillo. Pero en seguida recapacito y a continuación logro olvidarme del desembolso. Los impuestos son una redistribución de la riqueza y permiten la ayuda a los más necesitados, además, claro está, del funcionamiento del Estado. Eso no quita para que uno se irrite en ocasiones, al ver lo mal, lo arbitraria y frívolamente que nuestros diferentes Go­biernos manejan lo que les entregamos, y esa irritación la plas­mé por lo menos en dos viejos artículos de 2000 y 2002, titulados respectivamente «Para qué trabajamos» y «Qué diablos se hace con nuestro dinero». Pero hasta aho­ra no había habido irritación ni fastidio que hubieran hecho variar mi opinión: el pago de impuestos es necesario (amén de obligatorio), justo y beneficioso. No sólo no debemos quejarnos, sino que hemos de abonar lo que nos corresponda -pese a todo- con conformidad como mínimo.

Este año, sin embargo, por primera vez en mi vida, la notificación de la cantidad que me toca pagar me ha producido no ya irritación, sino un profundo cabreo. Porque salta a la vista que el dinero no va a destinarse a las cosas que a mí, como a la mayoría de los españoles, nos merecen la pena: ni a la sanidad ni a la educación (víctimas de indecentes recortes); ni a amparar a las personas «dependientes» que no se pueden valer por sí solas en su vejez o en su enfermedad; ni a los pensionistas, que ven mermado su poder adquisitivo o disminuidos sus pe­queños ahorros por estafas varias de bancos y cajas; ni a los para­dos sin remedio, que cada vez son más y reciben prestaciones menores; ni a la mejora de hospitales y escuelas, ni a la reactiva­ción del comercio ni a la ciencia ni a los jóvenes en precario.

¿Para qué sirven nuestros impuestos en España? Y no sólo: ¿para qué han servido desde que Aznar declaró urbanizable todo el suelo del territorio? ¿Para salvar a Bankia con 24.000 mi­llones de euros, sin que nadie dé explicaciones de lo que allí ha pasado ni el desastre tenga consecuencias para Blesa, Olivas, Rato y otros responsables? ¿Para parchear antes la CAM y el Banco de Valencia y otras entidades de las que ni nos acordamos? ¿Para que Esperanza Aguirre coloque a incompetentes mandados suyos en algunas de esas entidades y las controle? ¿Para que construya campos de golf ridículos y superfluos en los que hacerse fotos, y Fabra de Castellón y Camps un aeropuerto sobre el que no se ha posado un solo avión, lo mismo que otros políticos en Ciudad Real? ¿Para que hagan negocios Urdangarin y su socio Torres, y Unió Mallorquina y el ex-Presidente Matas? (Ojo: digo «hacer negocios», una expresión bien neutra.) ¿Para que los hagan los de la trama Gürtel y el Canal Nou de Valencia, y varios ex-alcaldes de Majadahonda y otros municipios madri­leños? ¿Para que altos cargos de la Junta de Andalucía sustrai­gan fondos de las arcas públicas y se los gasten en farras? ¿Para que el juez Dívar viaje a Marbella creyéndose James Bond (por lo secreto de sus misiones)? ¿Para que Millet y Montull hagan negocios desde el Palau de Barcelona (qué fue de ellos, nunca más se supo)? ¿Para que los hicieran antes aquel Roca y aque­llas Yagüe y Martos de Marbella, no digamos aquel Gil y Gil de piscina? ¿Para que un sinfín de alcaldes desaprensivos los hayan hecho a costa de destrozar el litoral entero y numerosas ciu­dades, convertidas todas en empresas y «escenarios», sin que sus habitantes impor­ten nada? ¿Para sufragar a una Iglesia inso­lidaria, quejica y metomentodo? ¿Para que promotores inmobiliarios y constructores sin escrúpulos edifiquen ilegalmente y lue­go sean indultados como los graves defraudadores del fisco? ¿Para las jubilaciones millonarias de los directivos de cajas y ban­cos que habrían quebrado de no ser por «nuestro» dinero?

Son tantos los casos de corrupción, a pequeña o gran escala, que es imposible recordarlos todos. Sí se cuentan con los dedos de las manos, en cambio, las condenas en firme de los corrupto­res o corrompidos, y con aún menos dedos las devoluciones efectivas de las cantidades robadas. A lo largo de años se ha com­probado que la corrupción no pasaba factura en las elecciones (notable lo de Valencia, por reiterativo), es decir, que a la ciuda­danía no le importaba. Quizá eso esté tocando a su fin, sería hora. Alguna vez lo he dicho: me juzgo tan normal que pienso que lo que a mí me ocurre le pasará a mucha más gente. Por primera vez pagar impuestos no me ha sobresaltado ni me ha irritado: me ha cabreado enormemente. Más les vale a nuestros políticos dar un giro (y asistir al Congreso, que está vacío), combatir la corrup­ción en serio y dar detalladas explicaciones, de Bankia y de lo demás. O puede estar cerca el día en que los españoles iniciemos masivamente una insumisión fiscal. ¿Y entonces qué, señorías, después de la ruina? ¿Nos amnistiarán a todos, como a los graves defraudadores, o nos tocará a nosotros indultarlos a ustedes?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 17 de junio de 2012

 

LA ZONA FANTASMA. 10 de junio de 2012. Esa miseria

Hará unos tres meses dediqué aquí una columna a la per­cepción que de la justicia y los jueces tienen la mayoría de los españoles, y la titulé «En el lodazal». Esa colum­na me trajo unos cuantos reproches de magistrados, que me instaban a hablar de hechos y no de impresiones, y me espetaban que muchos de ellos cumplen fiel y honradamente su tarea. No lo pongo en duda y quisiera creer que son los más, oja­lá. Respecto al primer reproche, ¿por qué no va a hablar uno de una impresión, una sensación o una percepción? Cabe que sean injustas y erradas, claro está, pero muy tonto o soberbio sería el gremio que hiciera caso omiso de ellas, sobre todo cuando son generalizadas, y no se parara a preguntarse por las causas de la visión negativa que de él tiene el conjunto de la sociedad, y no tratara de corregirla. Lo propio de este país es, sin embargo -y viene de antiguo-, desdeñar a la gente y seguir como si tal cosa. Hace diez meses se publicó un «barómetro» que medía eso, el grado de confianza de los ciudadanos en sus diferentes instituciones y colectivos. Los mejor parados, en este orden, fueron los científicos y los médicos, con un 7,4 sobre 10; a continuación, la Universidad, la sanidad pública, la policía, la Seguridad Social, las pequeñas y medianas empresas y los intelectuales. Todos ellos quedaban por encima de la Guardia Civil, los milita­res, las ONGs y el Rey.

Los menos dignos de confianza (y la pregunta hecha a los consultados rezaba así: «¿En qué medida le inspiran confianza, es decir, sensación de poder confiar en ellos… ?», y la cursiva es mía) resultaron ser, por este orden: los políticos, con un 2,6, los partidos, los bancos, el actual Gobierno del Estado, los obispos, los sindicatos, la Ad­ministración de Justicia, las cajas de ahorros, los Gobiernos de las Comunidades Autónomas y la Iglesia Católica. Los jueces también eran suspendidos, aunque quedaban algo menos mal. Desde entonces (7 de agosto de 2011) yo no he visto el menor propósito de enmienda -ni siquiera la menor vergüenza o pre­ocupación- por parte de estos colectivos o instituciones que más ahuyentan. Lo que piense la gente parece traerles sin cui­dado, carecen de toda autocrítica, son tercos y despreciativos, se limitan a mirar por encima del hombro tales opiniones y sen­saciones. Y, curiosamente, el actual Gobierno de la nación (que no es el de aquella fecha) se dedica a castigar a los mejor valorados: a los científicos se los deja sin medios y se los impulsa a emigrar; a los médicos y a la sanidad pública se los maltrata y se la empeora, respectivamente; a la Universidad le ponen un Mi­nistro de Educación desfachatado, pero romo y servil con sus superiores, al que los rectores no quieren ver ni en pintura; a los intelectuales, por supuesto, no se les hace ni caso. Uno diría que los más indignos de confianza son quienes llevan la batuta, y se vengan de los más dignos a conciencia.

En aquella columna mía mencionaba al «presuntuoso Presi­dente del Poder Judicial, Carlos Dívar». El adjetivo no estaba puesto a la ligera: su actitud, su suficiencia y sus palabras suelen ser presuntuosos. Y citaba unas declaraciones suyas de entonces: «Esa constante deslegitimación de una institución clave como el Poder Judicial produce unos efectos sobre su credibili­dad que son de costosa y difícil reparación». Y que lo diga usía. Sobre todo después de la reciente deslegitimación de la que él mismo ha hecho objeto a ese Poder con el escándalo de sus vein­te «fines de semana» de cuatro y cinco días en Marbella (¿desde cuándo las semanas se cuentan al revés?), con gastos inexplica­dos y en apariencia superfluos (hoteles y restaurantes de lujo, un batallón de guardaespaldas) cargados al erario público. El fiscal ha archivado el caso al no apreciar» ánimo de lucro», y el juez Dívar, como si estuviera en época de Franco (ay, cómo se nos van pareciendo), no sólo ha rehusado dimitir, sino que ha sostenido que no tiene por qué revelar nada de sus horteras estancias ni dar explicación alguna a la prensa. Tal vez no haya habido ánimo de lucro, pero todo apunta a que sí podría haber habido «áni­mo de ahorro» o «ánimo de sisa». Nadie se hace mucho más rico por 13.000 euros, la cantidad gastada sin justificación, pero ahorrárselos a costa del contribuyente no está nada mal.

Lo peor, con todo; lo que debería haber llevado a Dívar a dimitir independientemente de que haya o no delito en su pro­ceder; lo que demuestra que el encargado de juzgar a los demás no tiene ni idea del mundo que lo rodea ni de las necesidades de quienes pueden estar un día a su merced, es que se haya referi­do a esa suma, con gran displicencia, como a «una miseria». Sin duda lo será para él, que percibirá uno de los más elevados suel­dos de la nación, como lo sería para cualquier banquero o Presidente de Comunidad Autónoma. Pero 13.000 euros es lo que gana mucha gente en un año, hoy con suerte. Numerosos traba­jadores con jornadas de ocho horas no ven ese dinero en el mis­mo periodo de tiempo. Y unos cinco millones de españoles es­tán ahora mismo en el paro, sin ingresar nada o un modestísimo subsidio. No puede ser juez de nadie -menos aún estar al frente de sus colegas- quien ignora todo esto. Pero como es imposible que el señor Dívar lo ignore, entonces no puede ser juez quien vive tan instalado en el señoritismo que, pese a ser católico con­feso y ferviente, ni siquiera se da cuenta de cuándo humilla y ofende a sus semejantes.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de junio de 2012

‘De El Alamein a Zem Zem’

La ventaja de los libros bélicos contados por historiadores o  grandes teóricos militares es que al lector parece como si le regalasen un asiento de primera fila en la sala de mapas del cuartel general de uno,  o de ambos,  de los ejércitos en liza. Como el historiador y el estratega habrán tenido ocasión de documentarse y hacerse una cabal idea de conjunto, con su relato casi es posible ver al general en jefe, provisto de una especie de rastrillo de mango larguísimo,   moviendo de aquí para allá flotas enteras o cuerpos de ejército  cuya misión es atacar al enemigo por uno de sus flancos, desguarnecidos gracias a la astuta maniobra de distracción ordenada por el general.  Obviamente, puesto que las cosas de los hombres raras veces salen como estaban planeadas (y menos aún si se trata de mover miles y miles de hombres con todos sus pertrechos y armamento, aparte de las líneas asistenciales  y las unidades de intendencia) de vez en cuanto el historiador y el estratega no tienen más remedio que  abandonar la visión de conjunto y descender al detalle, que aun así suele consistir en nuevos movimientos de tropas y armamento.  Una vez solventado el fallo, la gran batalla se reanuda en todos sus frentes hasta la victoria final. O hasta el próximo fallo.

Los relatos bélicos realizados por combatientes de primera línea son más stendhalianos, para entendernos. Metido en su trinchera, o sabiéndose solo un número en un frente de centenares de kilómetros, el  narrador sólo cuenta lo que ve y el lector va con él de aquí para allá al compás de unas misteriosas órdenes que llegan de lo alto y cuya finalidad o razón resultan difíciles de desentrañar. Los compañeros adquieren una importancia capital porque comparten la vida -y muchas veces la muerte- del narrador.  Este tipo de relatos cuenta con representantes feroces, como el Louis-Ferdinand Céline de Le feu, aunque el ejemplo  paradigmático continúa siendo el  Jenofonte de La retirada de los diez mil, si bien en este caso el narrador de primera línea es también el estratega y el historiador que ha tenido tiempo y ocasión de documentar su relato y adquirir la doble visión general/particular.

De El Alamein a Zem Zem pertenece a esta segunda categoría de relatos bélicos. Cuando estalló la II Guerra Mundial  Keith Douglas -hijo de militar pero con una relación muy  ambivalente respecto a la casta guerrera quizás porque el abandono paterno le condenó a una infancia de estrecheces y humillaciones- ya se había ganado con sus primeros poemas la admiración de gente como T.S. Elliot o Lawrence Durrell.  Las experiencias bélicas en el Norte de África le inspiraron nuevos poemas que vinieron a consolidar su
prestigio.

Sin embargo, pese a sus deseos de combatir, tras largos meses de adiestramiento fue enviado al cuartel general de su división en El Cairo, donde tuvo ocasión de  vivir unas experiencias sentimentales que se cuelan casi de refilón en este libro pero que evocan irremediablemente la Alejandría durrelliana. Hasta que un día llega a sus oídos que el general Montgomery ha desencadenado la tantas veces pospuesta ofensiva contra Rommel en El Alamein y, sin pensarlo demasiado, roba uno de los camiones del regimiento  y se dirige al frente, aunque tiene la precaución de llevarse a un subalterno para que devuelva el vehículo. Oficial y caballero, como suele decirse.

Su libro es el relato de sus andanzas tripulando tanques  Crusader Mk. III desde que se incorpora al  frente, en plena ofensiva, hasta la derrota del enemigo.  Al ser una guerra tecnológica (al regimiento de caballería al que pertenece le han quitado los caballos y se los han sustituido por carros de combate)  gran parte de la misma se libra a distancia y los enfrentamientos son de máquinas contra máquinas.  Y lo primero que llama la atención es la cantidad de veces que pueden perderse los combatientes, avanzar en direcciones equivocadas, toparse con el enemigo cuando menos lo esperan ambos, o la cantidad de disparos erróneos que tienen lugar durante una batalla.  Keith Dogulas no es un tremendista tipo Céline y se detiene con frecuencia  en contar cómo se prepara un buen té  a la sombra de un tanque o en describir el reparto de un botín (cigarrillos, latas de conserva y cosas así) «con el júbilo inmemorial de los conquistadores». Y por descontado que está presente la muerte, entre otras cosas porque el propio Douglas («Condenado como estoy» se llama uno de sus poemas ) estaba convencido de que se le había acabado la suerte y que en cualquier momento le tocaría pagar con su vida (cosa que ocurrió en 1944 pero cerca de Bayeux, durante el desembarco de Normandía).  Lo que ocurre es que era un tipo fino y elegante incluso para hablar de la muerte.

El  mosquito ingrávido  toca / su pequeña sombra en la roca / y con qué semejante, qué infinita / ligereza, hombre y sombra se encuentran. /  Se funden. Una sombra es un hombre /  Cuando el mosquito de la muerte se aproxima.

JAVIER FERNÁNDEZ DE CASTRO

El Boomeran(g), 4 de junio de 2012

‘El bienvenido opio’

Creo que, por primera vez en mucho tiempo, una competición de selecciones nacionales (la inminente Eurocopa) va a ser libre y claramente aceptada como un oasis, una tregua, un paliativo, una evasión de la realidad, un mundo falso y paralelo, un bienvenido opio. Y que será abrazada como tal, sin vergüenza ni reserva ni remordimiento, no sólo por los Gobiernos europeos que la organizan y a los que conviene, sino por la mayoría de la población del continente. Sí, un antiguo comunista pondría el grito en el cielo, y no sólo condenaría esta actitud sino el campeonato mismo, al que tildaría de engaño, estafa, distracción de los problemas graves e infame placebo. Pero esta clase de denuncia tendría sentido sólo si la gente fuera inconsciente e ingenua y no estuviera al tanto de que el fútbol no le cambia la vida ni resuelve sus problemas ni los empeora; no procura un empleo al que carece de él ni pone fin a la precariedad y la zozobra del que aún lo conserva y teme perderlo todos los días.

No, los ciudadanos, con muy escasas excepciones, están hoy al cabo de la calle. Saben que durante los noventa minutos que dura un partido podrán instalarse en esa ficción (el fútbol pertenece a esa dimensión casi tanto como las novelas y las películas), y fingir, en consecuencia, que lo único que importa es el triunfo de su equipo, y que al lado de esto su desempleo, sus apuros económicos, su preocupación por el futuro de sus hijos, incluso su afectada salud, palidecen y pasan a segundo plano. He dicho fingir porque hoy conocen bien la verdad: que, una vez terminado el encuentro, todas las desdichas y los temores seguirán ahí, inalterados, independientemente de lo que su selección haya logrado. Y sin embargo se prestan a ese breve fingimiento, o es más, necesitan de él en mayor medida que en las últimas cuatro o cinco décadas, que ya es tiempo.

Esta droga que permite un pasajero olvido no les sirve tan sólo a los aficionados al fútbol: como es sabido, en la Eurocopa y en el Mundial casi todo el mundo acaba poniéndose delante de la televisión, extrañamente contagiado; hasta quienes no se sentarían ni una vez a ver evolucionar a jugadores, así fueran geniales, en los dos años que median entre competición y competición de alto rango. Los habitantes tienen una ilusión, algo de lo que estar pendientes en compañía del resto, y llega un momento en el que las victorias del equipo de un país no son importantes por la victoria en sí, sino porque cada una le permite avanzar y jugar un nuevo partido, que no sería posible si quedara eliminado: lo fundamental de los triunfos es que éstos posibilitan que dure un poco más el encantamiento colectivo.

La gente no está por tanto “narcotizada”, sino que ha comprendido lo cruciales que son los respiros, las sublimaciones, las ensoñaciones y los hechizos transitorios; no sólo los asume con plena conciencia de que son sólo eso, sino que los exige. En el caso de España, además, se llega a este campeonato con las expectativas ya colmadas por los pasados títulos europeo y mundial de 2008 y 2010, respectivamente. Es decir, sin ansia. Si el equipo fracasa, no habrá ningún drama, sino agradecimiento por lo que ya se conquistó en las anteriores citas. Será fácil achacar las posibles derrotas a las bajas de Puyol y Villa, o a la mala suerte, o al natural menor rendimiento de los jugadores más veteranos. Así que tampoco habrá que ver sospechosa y ridícula patriotería en el deseo de que la selección siga adelante, sino sobre todo lo ya apuntado: cuanto más lejos llegue España, más durará el oasis, la tregua, el paliativo que concluirá en todo caso, la bendita ficción que nos descansa.

Una de las razones por las que me hice novelista hace muchos años fue porque me parecía un oficio que merecía doble agradecimiento: no sólo lo pasaba bien uno, sino que contribuía —con suerte, claro— a que lo pasaran bien otros. Lo mismo se puede decir de quienes hacen cine o crean series como Juego de tronos o The Big Bang Theory. También de quienes saltan al campo y logran que durante noventa minutos suspendamos nuestras cuitas. Ahí continuarán una vez consumidos, y lo sabemos. Un campeonato como el que va a comenzar no nos engaña, nos alivia tan sólo, y eso ya es mucho en los tiempos oscuros.

JAVIER MARÍAS

El País, Eurocopa 2012, 7 dejunio de 2012

Fallecimiento de Ray Bradbury

El escritor estadounidense Ray Bradbury ha muerto hoy en Los Ángeles, según han informado su hija y su nieto. Bradbury, autor de obras como Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, tenía 91 años.

Escritor visionario, arquitecto, guionista y poeta, era uno de los padres de la literatura fantástica contemporánea. Su obra determinó el imaginario del futuro que se forjó el siglo XX y, en concreto, las aspiraciones de la sociedad estadounidense que salía del infierno de la Segunda Guerra Mundial.

En el año 2006 ganó el VI Premio Reino de Redonda, entrando desde ese momento a formar parte de la nobleza de Redonda con el título de Duke of Diente de León.

Ray Bradbury viste de luto Marte

Luto en Marte y en nuestros corazones. La muerte el martes por la noche a los 91 años de Ray Bradbury, maestro de la ciencia ficción más lírica, les deja huérfanos a ellos, los marcianos de ojos amarillos en sus crepusculares canales de ensueño, pero también a todos los de aquí abajo, sus hijos lectores, los que hemos viajado con él en astronaves a las estrellas y hemos bebido el licor del verano de las infancias perdidas bajo los porches de la mítica Green Town, Illinois.

Bradbury, que dispone ya de un cráter en su honor en la luna y que pidió que sus cenizas sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas, por las Crónicas marcianas, esa excepcional colección de relatos sobre la colonización del planeta Marte que cambió para siempre el género fantástico y entusiasmó a Borges; por El vino del estío y La feria de las tinieblas, dos de las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el delicado momento en el que los niños descubren la existencia del tiempo, de la muerte y de la responsabilidad; por la distopía Farenheit 451 con su mundo de libros perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores contumaces en una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura -un tema tan actual-. Se le recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los de El país de octubre, que tanto han influido en autores de terror como Stephen King.

Pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para mezclar en un combinado único la fantasía, la poesía, la maravilla, la nostalgia y la inocencia. Criado en los sueños, esperanzas y pesadillas de los EE UU que pasaron en pocas generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más portentosas y abracadabrantes tecnologías, Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920) se entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando en sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el ser humano no debería perder su alma en aras de ella. «No debemos llevar nuestros pecados a otros mundos», le escuché decir en una ocasión, en su única visita a España, en 1991.

Era un gran moralista, con un lado indudablemente ingenuo y paternalista, incluso reaccionario, que a veces le lastraba, pero tenía el don de transportarte a un mundo de emociones y sentimientos prístinos e irresistibles. Sus diáfanas metáforas son como encajes de cristal que te arañan el corazón y te anegan los ojos de lágrimas.

Había sin embargo en él junto a la luz y el optimismo un lado oscuro, de miedo y culpa, en el que crecía fértil el musgo de lo espectral y de lo macabro. Pocos autores han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida. Es imposible recordar algunos de sus historias sin estremecerse, la del bebé asesino, la del perro que regresa de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la muerte y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer y sus hijos… En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la belleza del universo.

En esencia, con toda su cultura y sabiduría, Bradbury -y él mismo lo reivindicaba- nunca dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado y vivaz Douglas Spaulding con zapatillas de deporte nuevas de El vino del estío (1957), la preciosa novela en la que relató su infancia trasmutando su Waukegan natal en Green Town, su pequeña arcadia personal de cometas y zarzaparrilla. Ese lugar soñado hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran lector de literatura pulp, amante de los tebeos, empezó a publicar en fanzines y en 1941 vendió su primer cuento. En 1950 publicó la obra por la que será especialmente recordado, Crónicas marcianas, un conjunto de cuentos vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de Marte que llenan de asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural melancolía y soledad. Cuando el año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice, California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos canales en la creación del Marte de las crónicas. No hay mucha ciencia-ficción en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol. Una de las cumbres del género, Bradbury es sin embargo muy diferente de otros populares maestros contemporáneos suyos como Isaac Asimov (+1992) o Arthur C. Clarke (+2008). Solo ahora, releyendo, caigo en la cuenta de qué solos nos hemos quedado en el universo al completarse la pérdida de la gran tripleta espacial.

Poco sexo en Bradbury, les advierto, un autor que dejó escrito: «Igual que mi amigo Ray Harryhousen concentró toda su libido en los dinosaurios, yo la puse en los cohetes, en Marte, en los extraterrestres y en una o dos muchachas que cuando me decidía a leerles mis historias huyeron muertas de aburrimiento».

Algunos encuentran que su obra desde 1960 ya no está a la altura de sus grandes creaciones. Quién sabe, quizá hemos perdido la inocencia para valorarlo. Sea como sea, aquí y allá en las novelas y antologías publicadas a lo largo de este medio siglo saltaba la chispa incandescente del viejo Bradbury. Recuerdo un cuento genial sobre un hombre mosca y la emoción que provocaba el retorno a Green Town en la secuela El verano del adiós.

Escribió ensayos y poesía (no muy buena: su poesía estaba en su prosa). Tuvo una suerte desigual en el cine, un arte que amaba como solo pueden hacerlo los grandes soñadores. Ninguna de sus obras -llevadas también a la televisión, al teatro y a la ópera incluso- ha tenido una brillante plasmación en la pantalla si exceptuamos la versión de Truffaut de Fahrenheit 451 (1966), que precisamente a Bradbury no le satisfacía por «demasiado intelectual». Su gran colaboración con el séptimo arte y una aventura en sí misma fue sin duda escribir en 1953 el guion de Moby Dick para el turbulento John Huston. Bradbury leyó nueve veces la obra de Melville y la sintetizó prodigiosamente en 150 páginas. El proceso y la relación con Huston los evocó posteriormente en una novela, Sombras verdes, ballena blanca. La influencia de Ray Bradbury en el cine es enorme, baste con decir que Spielberg lo ha considerado su propio padre.

Cuando en 1991, durante un almuerzo, le pedí que me dedicara La feria de las tinieblas para mi hija que aún no había nacido, se empleó con simpática fruición encantado con el reto de conquistar a una lectora del futuro. Hoy, mirando al espacio con tristeza, siento en el alma no haber pensado en mis nietos.

JACINTO ANTÓN

El País, 6 de junio de 2012

Venimos de Bradbury
FERNANDO SAVATER

Presentación de ‘Los enamoramientos’ en Holanda y Bélgica

BorderKitchen: Javier Marías
 
6 juni 2012, 8 pm
 
Gemeentemuseum Den Haag
(Stadhouderslaan 41)

‘BorderKitchens’ (een initiatief van de organisatoren van het Crossing Border festival) zijn literaire avonden waarbij gerenommeerde auteurs te gast zijn om te praten over hun nieuwe boek en oeuvre.

Het was opvallend met hoeveel lof en warmte de Nederlandse pers in 2009 het laatste deel van Marías’ trilogie Jouw gezicht morgen ontving Nederland is niet het enige land waar Marías’ boeken zo in de smaak vallen – zijn werk verschijnt in meer dan veertig talen en steeds vaker wordt hij genoemd als een kandidaat voor de Nobelprijs voor literatuur.

De verliefden is Marías’ nieuwe roman. Maria Dolz, hoofdpersoon en verteller, is gefascineerd door een echtpaar, Miguel en Luisa, dat ze elke ochtend tegenkomt in het café waar ze ontbijt en dat veel geluk uitstraalt. Maar dan wordt Miguel op straat doodgestoken. Maria raakt na enige tijd bevriend met Luisa, en leert zo ook huisvriend Javier kennen; ze wordt stapelverliefd op hem, maar begint zich af te vragen of hij een rol heeft gespeeld bij de dood van Miguel.

De verliefden verschijnt eind mei, en enkele dagen later is Javier Marías te gast bij BorderKitchen. Hij wordt geïnterviewd ― in het Engels ― door Maarten Steenmeijer, hoogleraar Spaanse Letterkunde en cultuur (Radboud Universiteit Nijmegen), en tevens vertaler en literair criticus voor de Volkskrant.

Locatie: Gemeentemuseum Den Haag (aula), Stadhouderslaan 41
Aanvang: 20.00 uur
Tickets: € 7,50
Reserveren via: 070-3462355 (ma-vrij) of info@BorderKitchen.nl

De verliefden is uit het Spaans vertaald door Aline Glastra van Loon en verschijnt bij uitgeverij Meulenhoff. Boekhandel Paagman is aanwezig voor boekverkoop.

A Writers’ Europe: Javier Marías
Thu 07.06 – 20:15
Flagey asbl
Belvédèrestreet 27/5
Brussels
info@flagey.be

A Writers’ Europe has the honour to welcome Javier Marías on June 7th. This exceptional encounter —since the author rarely leaves his home country— launches the 3rd edition of the Marathon des Mots. Javier Marías has received countless literary awards and is widely regarded as a suitable candidate for the Nobel Prize for literature. His work has been translated into 40 languages, most notably The Man of Feeling, All Souls, A Heart So White, Tomorrow in the Battle Think on Me and the trilogy Your Face Tomorrow. The translation of his last romance, Los Enamoramientos, will be published shortly.

Fin de semana en la Feria

EFE

Los escritores en la Feria se sienten a veces «como caballos en sus boxes»

Javier Marías repite también cada año y vive esta experiencia como algo «muy agradable, aunque un poco cansado». La gente en general «es muy educada y muy agradable y te dan ánimos para que sigas escribiendo», aseguraba el autor de Los enamoramientos.

«Te dan energías momentáneas; ojalá duraran. Luego lo que pasa es que, cuando llegas a casa y te pones a escribir, ya no te acuerdas de eso», comentaba este gran novelista.

ANA MENDOZA

Terra/Efe, 4 de junio de 2012

Tormenta de ideas para una nueva feria

Javier Marías tampoco ve fácil el cambio de modelo debido a lo arraigado del actual. Pero señala que en vez de haber muchas actividades con desigual nivel, “tendría más sentido elegir unas pocas con suficiente atractivo para todos. Acontecimientos que den realce a la feria”.

WINSTON MANRIQUE SABOGAL

El País, 4 de junio de 2012

 

Un poeta frente a los ‘pánzer’

Se publican por primera vez en español las legendarias memorias de guerra del escritor Keith Douglas, oficial en la campaña contra Rommel

Los escenarios norteafricanos de la II Guerra Mundial están llenos de gente interesante: Rommel y Montgomery, sin ir más lejos, por no hablar de Von Stauffenberg, que se dejó allí medio cuerpo; Ramcke, el jefe de los paracaidistas de la brigada Afrika; el alado as Hans Marseille, Stirling, creador de los comandos del SAS; Bagnold, el rey de las dunas y las patrullas del desierto, o, claro, el conde Almásy, el escurridizo y romántico merodeador de las arenas. Pero ninguno de ellos escribía como Keith Douglas.

Dotado de un enorme talento literario y gran poeta, alabado por T. S Eliot y Lawrence Durrell, Douglas luchó como oficial de blindados al mando de un carro Crusader Mk. III del Real Cuerpo de Tanques (RCT) en la batalla de El Alamein y luego siguió la campaña del Octavo Ejército hasta Túnez. Portaba una edición de Penguin de los Sonetos de Shakespeare, un ejemplar de Así habló Zaratustra recogido del enemigo cuyo propietario había subrayado las frases aplicables al ideario nazi, y una petaca de whisky. Tenerle a él allí, en África, fue como tener a Jenofonte en la retirada de los diez mil o a Tucídides batiéndose el cobre (más bien el bronce) contra los espartanos en los primeros compases de la guerra del Peloponeso.

Equivalente en la segunda contienda mundial de los grandes poetas de guerra de la primera -Sassoon, Owen, Edward Thomas-, culto, sensible, observador, curioso y dotado de una alegre socarronería digna de mejor marco («mis sentidos de la proporción y del humor expulsaron al poeta trágico»), Keith Douglas nos ha dejado en su crónica De El Alamein a Zem Zem (1946), uno de los mejores, más esclarecedores y conmovedores libros sobre la guerra, sobre cualquier guerra, jamás escritos. Reino de Redonda acaba de publicarlo ahora con traducción y notas de Antonio Iriarte y un entusiasta prólogo del cineasta Agustín Díaz Yanes. En la pluma de Douglas, los carros semejan sapos agazapados en la penumbra, los soldados saliendo de las trincheras recuerdan a los guerreros sembrados por Cadmo, y unos bersaglieri caídos, con sus cascos emplumados agitándose en la brisa de la mañana, están desparramados «como excursionistas que se hubiesen puesto enfermos». En el fragor del tanque, el mundo exterior parece misteriosamente silencioso y el territorio en que se adentra, punteado de carcasas humeantes de pánzers del enemigo, «una tierra de ilimitada extrañeza».

Obra sobre la camaradería, el miedo, el valor y la piedad, pleno de valor histórico y literario, lleno de aventuras, De El Alamein a Zem Zem (Zem Zem es el nombre de un wadi tunecino) nos mete en la guerra de las arenas y nos hace vivir episodios dignos de Tobruk o Las ratas del desierto con toda la intensidad del combatiente. Una vez el tanque de Douglas avanza junto a una columna alemana sin que ni unos ni otros se aperciban, inicialmente. Otra, el Crusader se enzarza en un mortal juego del ratón y el gato con pánzers y 88 mm entre las dunas, dejando en el interín Douglas una frase de leyenda: «Y en el mismo momento en que desde lo alto de la torreta veo doce tanques enemigos a cincuenta metros, alguien me alcanza un sándwich de queso».

Dibujo de Keith Douglas

En muchas páginas testimonia la prosa del poeta el inmenso horror de la batalla. «Se distinguía que era un ser humano solo por la ropa. No tenía cara: en su lugar había una enorme leguminosa amarilla en la que unos ojos sin pestañas parpadeaban». En una ocasión, al averiarse su Crusader y proporcionarle el mando otro cuya tripulación había sido abatida, el poeta chapotea literalmente en sangre. Ante un soldado muerto: «Su expresión de agonía parecía tan viva y apremiante, su mirada fija tan salvaje y desesperada… Me llenó de inútil compasión». Una mosca en el ojo seco de otro cadáver le hace pensar en Rimbaud, un Sherman ardiendo en el crepúsculo, en Ambrose Bierce. Al meterse en un averiado carro M 13 italiano, del que surge un olor dulzón, para inspeccionarlo, apunta: «La tripulación estaba, por así decir, distribuida alrededor de la torreta. Al principio me resultó difícil entender cómo estaban colocados sus miembros. Yacían en un torpe abrazo, sus blancas caras aún más blancas, como siempre estaban las de los muertos en el desierto, por la ligera capa de polvo que las recubría. Uno tenía un gran agujero en la cabeza, con todo el cráneo hundido por detrás de lo que quedaba de una oreja».

Son muchas las escenas atroces en las dunas. Pero también hay lugar para la cotidianeidad de las raciones y las lecturas, la mecánica y la búsqueda de souvenirs del enemigo: las pistolas Luger y Beretta. Y para la exultante sensación de haber vencido y seguir con vida entre tantas cruces que jalonan el camino: «Nos repartimos el botín con el júbilo inmemorial de los conquistadores y, bajo la vieja manta del cielo comida por las estrellas nos acostamos a soñar con la victoria». No hay en Douglas sin embargo ni pizca de crueldad y sí una enorme dosis de humanidad hacia los vencidos, al cabo la de África del Norte una Krieg ohne Hass, una guerra sin odio, en palabras del zorro mariscal. Hay algún episodio con una chica (Milana Gutiérrez) en Alejandría que hace pensar en el durrelliano Cuarteto.

Es fácil entender qué fibra sensible del editor Javier Marías han tocado estas memorias bélicas: Douglas muestra un carácter deliciosamente inglés y su relato está lleno de descripciones, apreciaciones y comentarios sobre la curiosa y hasta excéntrica -a veces ridícula- vida británica en campaña para chuparse los dedos. Por ejemplo, el uso de alusiones a los caballos y al cricket como clave en las comunicaciones entre tanques que en absoluto confundía a los alemanes. O las arengas del coronel Picadilly Jim a sus estirados oficiales. Como escribe el propio Douglas en uno de sus poemas (que figuran en todas la antologías de poesía de guerra: mi favorito es Vergissmeinnicht, sobre la visión del cadáver de un tanquista alemán y la foto de su chica, Stefi), «¿cómo puedes vivir entre esta amable, / obsolescente raza de héroes, y no llorar?».

Nacido en 1920 en Tunbridge Wells, Kent, hijo de un capitán del ejército, Douglas tuvo una infancia infeliz por la enfermedad crónica de su madre, el abandono de su padre y las estrecheces económicas. Imaginativo y sensible, estudió Historia en Oxford. Individualista, algo anárquico y contradictorio, pese a ser declaradamente antimilitarista se enroló al empezar la II Guerra Mundial y recibió formación de oficial en Sandhurst. Enviado al cuartel general en El Cairo como teniente especialista en camuflaje, se escapó y se unió en octubre de 1942 a su regimiento (los Sherwood Rangers, que ya es nombre sugerente) en primera línea a tiempo de participar en la batalla de El Alamein, donde fue herido al pisar una mina de la clase denominada Bety la saltarina. Tras la victoria en África y ya como capitán, desembarcó en Normandía el día D y murió al ser alcanzado por fuego de mortero tres días más tarde cerca de Bayeaux. Lo enterraron bajo un seto. Tenía 24 años y siempre supo que no sobreviviría a la guerra.

JACINTO ANTÓN
(Head of the Redondan Expeditionary Force, or ‘Almásy’ / Jefe de la Fuerza Expedicionaria, o ‘Almásy’ del Reino de Redonda)

El País, 3 de junio de 2012

Un inglés en El Alamein

Keith Douglas (1920-1944), joven poeta de Oxford, murió a los 24 años en el desembarco de Normandía. Pero no perdió el tiempo, lo que alcanzó a vivir, lo hizo con toda intensidad. Su bautismo de fuego lo llevó a cabo en Egipto, en la batalla de EL Alamein, a unos cien kilómetros de Alejandría.

Sus memorias de guerra De El Alamein a Zem Zem (1946. Leva un prólogo de Agustín Díaz Yanes), narra su experiencia como oficial en un regimiento de tanques, y de modo episódico, la retaguardia en Alejandría, sus incipientes novias. Fue colega lírico de Lawrence Durrell y no es descartable que el libro de Douglas sea el precedente más claro del Cuarteto de Alejandría. “Man and shadow meet”, el hombre y la sombra se encuentran. Así dice KD en uno de sus poemas traducidos por Javier Marías.

Pocas veces se nos ha contado de forma tan natural o tan espontánea, la experiencia de la guerra, en este caso: una batalla entre tanques ingleses y tanques alemanes en Egipto. La jovialidad neutraliza siempre todo tipo de penurias. Pensamos en Juegos africanos de Jünger, publicado un decenio antes, y en el tono épico juvenil de la película Las cuatro plumas de Zoltan Korda, o la más reciente, El paciente inglés; pero no por su lado morboso o tortuoso, sino por sus hermosos paisajes del desierto.

Escrita a modo de novela autobiográfica, sentimos a cada paso, el terco latido de la verdad. Su botín de guerra consiste en atesorar un par de pistolas, como si fuese un niño que juega a los cowboys. Una Lugger alemana y una Beretta italiana, dos joyas. Nos cuenta las divertidas jergas que utilizan por radio para comunicar sus posiciones.

Mono naranja es el matasanos, el médico, Orange Monkey. En sus ocios los soldados leen novelas sin parar. El cielo del desierto entre Egipto y Libia refulge por las noches como un estandarte de terciopelo negro, cuajado de diamantes. Douglas cita a Rimbaud, a Verlaine.

El autor nos pinta como si lo estuviésemos viendo en primera fila, la caza de un tanque alemán. Sentimos como él, movidos por rachas de fugaz empatía, sus raptos de brío y audacia adolescente y de miedo cerval a quedarse frito en la lata de sardinas de un tanque.

En estas páginas aprendemos de primera mano lo que significa “estar a tiro”, sentirse en la diana del enemigo como un objetivo inminente. Esa sensación de tiempo muerto, detenido, congelado, cuando un segundo o dos de vida, aureolados por un silencio de esfinge rota, se convierten en un siglo. El tono del libro rezuma una jocunda jovialidad de conversaciones narrativas, al puro estilo de Sterne.

Un clásico de Redonda, editado con el primor habitual, y que no defraudará a ningún lector de hazañas bélicas.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo de Aragón, 31 de mayo de 2012

Marías, cosmopolita

Foto. E. Vasconcellos

Aunque Javier Marías no fuera [simplemente] un prosista de exquisitas y elaboradas hechuras, aunque no estuviéramos frente a uno de los consumados diestros de la trama y del desenlace, aunque sus párrafos no se presentaran tan frondosos y esponjosos, aunque no requirieran desbroces, desmoches y podas de cuando en cuando.

Aunque Marías no fuera tan obsesivo con la literatura como para trabajar a mano, a punta de pluma o en una anacrónica máquina de escribir de duras teclas en plena era de la cultura digital, como para revisar, corregir y repensar lo que traza, una vez tras otra.

Aunque el madrileño no estuviera en capacidad de calzarse los tacones de una mujer –y de hacerlo de forma verosímil, fielmente, sin perder el equilibrio- para contar de pasada y por coincidencia un asesinato absurdo, o aunque no se solazara delineando y machacando personajes golfos y calaveras (como el entrañable Ruibérriz de Torres).

Aunque en cada novela no nos presentara uno o más dilemas éticos (se me ocurre aquel del amante frustrado, al que se le muere la amante frustrada y semidesnuda entre los brazos, y que duda sobre si llamar o no a un médico o contactar, quién sabe, al marido de la occisa en un hotel de Londres), o el amigo al que su mejor amigo le pide que –por piedad y en vista de una enfermedad infamante y deformante- lo mande a acuchillar.

Aunque Javier Marías no sea de esos escritores que, casi en exactamente sus propias palabras, no escriba con mapa sino con brújula, que cambie de rumbo más de una vez en cada libro, que se perturba con sus propios laberintos, que busca y rebusca el norte, que no sabe de antemano la historia de sus historias, que no se sorprende a sí mismo a cada vuelta de tuerca y ajuste de tornillo. Aunque diga, dientes para fuera, que se pone inseguro cada vez que se sienta frente al papel y que conserva altas dosis de titubeo a sus sesenta y pico de años y cuarenta de haber publicado por primera vez. Aunque sus a menudo interminables y perpetuas oraciones se parezcan a las de su mentor, Juan Benet.

Igual Javier Marías seguiría siendo el paciente y escrupuloso joyero [nota para el editor: acá la palabra más justa es “artífice”] que cuenta historias deslumbrantes en capas, relatos circulares que parecen no conducir a ningún destino cierto, que concibe y aboceta el idioma con el paso de cada página, con la edificación a fuego lento de cada texto. Igual, de todos modos, seguiría latente el Marías de “El error, el esfuerzo, el escrúpulo, la negra espalda del tiempo”. El Marías de “La hora de la noche en que todo guarda silencio de mutuo acuerdo”. El Marías a un tiempo cosmopolita y castizo.

DIEGO PÉREZ ORDÓÑEZ

El Comercio (Ecuador), 3 de junio de 2012

LA ZONA FANTASMA. 3 de junio de 2012. Así que cada viernes peor

El Partido Popular no aprende de sus errores del pasado, o, lo que aún tiene peor remedio, está incapacitado para aprender porque a su frente hay siempre personas con pocos escrúpulos e inteligencia mediocre. En 2004, esas personas creyeron que habían perdido las elecciones por culpa de los atentados del 11-M. Se negaron a aceptar que no había sido por los atentados mismos, sino por las flagrantes menti­ras del Gobierno de Aznar respecto a ellos, con los Ministros Acebes y Palacio como principales voceros en el interior y en el exterior, respectivamente. Tantas fueron su terquedad y su idiotez (pues esa terquedad era contraproducente, y más se volvía en su contra cuanto más la sostenían) que inventaron la llamada teoría de la conspiración, junto con no pocos periodis­tas lunáticos y mendaces, según la cual aquellos atentados los habría organizado una siniestra red compuesta por etarras, al­gún islamista suelto, policías españoles, franceses y marroquíes, fiscales y jueces, con Rubalcaba como taimado Fu-Manchú o Doctor No que dirige y maneja los hilos del mundo, dotado de una visión de fu­turo tan extraordinaria y alambicada que merecería ser considerado un genio so­brenatural y un portentoso adivino.

Como la inteligencia de los dirigentes del PP da para poco (también la de los del PSOE, con alguna excepción, dicho sea de paso), nunca repararon en que, aparte de la reacción indignada ante sus falacias so­bre el 11-M, la gente estaba escarmentada y harta de la forma en que había gobernado Aznar durante su segunda legislatura, cuando contó con mayoría absoluta: a golpe de decreto-ley y de imposiciones, de no escuchar ni consultar a nadie, de despreciar a los demás partidos y por tanto a los ciudadanos que los habían votado (sumados, eran más de los que habían optado por el PP), de hacer oídos sordos al 90% de la población que se oponía a la Guerra de Irak, con las terribles y pre­visibles consecuencias que ésta iba a tener y de hecho tuvo y aún tiene… Ahora, con una mayoría absoluta aún más holgada, el PP y su Gobierno vuelven a juzgar que eso les da carta blanca, cuando la carta blanca no existe ni puede existir en democracia. Rajoy, con inusitada chulería, ha anunciado repetidas veces que «cada vier­nes, reformas; y el que viene, también: sin descanso». Luego, en el colmo de la inconsecuencia, ha reconocido -por una parte- que su Gobierno está tomando decisiones que él dijo que no tomaría en la campaña para las elecciones, y ha afirmado -por otra- que se siente legitimado para tomar esas decisiones por el aval que los votantes le dieron en las urnas el pasado 20-N. O, en otras palabras: «Incumplo todas mis promesas porque la gente me otorgó su confianza en la creencia de que las cumpliría y para que las cumpliera». No cabe mayor mentecatez, mayor absurdo. La realidad es la con­traria: Rajoy, al faltar sistemáticamente a su palabra en el plazo de pocos meses, ya ha deslegitimado las elecciones del 20- N, y su par­tido ha tenido ocasión de olérselo tras perder en favor de otras formaciones la Junta de Andalucía, que daba por conquistada antes de las autonómicas que allí se celebraron. A estas alturas es evi­dente que Rubalcaba acertaba en el debate televisado que mantu­vo con Rajoy en vísperas de las generales: «Usted tiene una agenda oculta, díganos cuál es», le insistía, y Rajoy negaba. Claro que la tenía, se está viendo viernes tras viernes, y también el que viene.

Pero no es sólo eso. Los Gobiernos, por absolutísima que sea la mayoría que posean, nunca son el Estado, sino quienes lo tie­nen en préstamo (no en propiedad) y lo representan durante un periodo. Y hay elementos del Estado que no pueden cambiarse legítimamente, aunque quizá sí legalmente. Tal vez un Gobierno estaría facultado para vender al extranjero el Museo del Prado, pero sería inaceptable que lo hiciera. Del mismo o parecido modo, no puede privatizar ni desmante­lar lo que el conjunto de la ciudadanía considera irrenunciable: la sanidad, la educación y el transporte públicos, por ejemplo. Cada individuo cede parte de su soberanía y de su dinero en beneficio del todo, a condición de que ese todo, el Esta­do (más allá de cualquier Gobierno transitorio), me proteja y reconozca mis dere­chos. Si un Gobierno determinado me los recorta y me desprotege y me priva, y adelgaza, debilita o vacía de contenido el Estado, está actuando al margen de éste y rompiendo el contrato o pacto social que nos une y vincula a todos. «No hay otra posibi­lidad», se defienden Rajoy y los suyos, y con ese cómodo argu­mento -no es ni argumento- fomentan el despido y envían al paro a más personas, dejan a los llamados «dependientes» sin ayuda, encarecen, deterioran y limitan la educación, imponen el copago farmacéutico y sanitario, torpedean el consumo y conde­nan al cierre a numerosos comercios, y así hacen saltar por los aires aquello por lo que todos estamos dispuestos a ceder parte de nuestra soberanía y de nuestro dinero, en pro del conjunto. Sí hay otra posibilidad, Rajoy elige siempre dónde recorta y dónde no, ya lo creo. Hay cosas que el individuo por sí solo no puede procurarse, pero sí el individuo formando parte del Estado. Si un Gobierno toma medidas, viernes tras viernes, que atentan contra la idea de Estado tal como la hemos aceptado o sobreentendido; si aplica una política de «sálvese sólo quien pueda, y  el que no, que hubiera ganado más dinero antes», entonces está quebran­do el pacto esencial y se deslegitima a sí mismo, por muchos vo­tos engañados que cosechara, en unas elecciones tuertas.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de junio de 2012