LA ZONA FANTASMA. 29 de abril de 2012. Lo que ya no se tendría que decir

Hay piezas que, la verdad, uno creía que ya no tendría que escribir jamás, por superfluas, y sentarse ante la máquina para soltar obviedades y lugares comunes produce una mezcla de aburrimiento y depresión. ¿Todavía hay que defender esto?, se pregunta con desaliento. ¿Cómo es posible? ¿Qué está pasando para que convenga romper una lanza a favor de los homosexuales, a estas alturas y en países no talibánicos (a los que lo son ya se sabe que les parece condenable todo, el juego, las estatuas, el cine, la música e In­ternet, que las mujeres conduzcan y trabajen y estudien y vayan al médico y enseñen media mejilla y existan en general)? La aceptación de los homosexuales ha sido una de las conquistas que se han producido en España con mayor naturalidad, tras décadas, no se olvide (todas las del franquismo, como mínimo), en las que estuvieron perseguidos, vivieron en las catacumbas y muchos de ellos sufrieron palizas y cárcel, sólo por su condición. Es llamativo el ensañamiento que han padecido a lo largo de si­glos, aquí y en otros lugares, cuando nunca han constituido una minoría violenta ni amenazadora, antes al contrario, ha solido ser pacífica y respetuosa. (Hablo como co­lectivo, claro está: en todos los ámbitos hay individuos agresivos y malintencionados.)

Bien es verdad que esa aceptación ha te­nido lugar mediante el pago de algunos pea­jes por parte de los homosexuales, peajes que bastantes de ellos encuentran humillan­tes (probablemente con razón), pero que en todo caso denotan habilidad. Los gays españoles se supieron hacer «simpáticos» y resultaron «graciosos» para la gran mayoría de la sociedad. No pocos se sometieron a un cierto estereotipo: individuos festivos y desenfa­dados, a menudo ingeniosos y exagerados, con una malicia y un descaro refrescantes que no llegaban a ofender a nadie. Tanto los programas como las series de televisión se llenaron de personajes así, hasta el punto de hacerse cargante la reiteración y de acercarse demasiado al tópico y a la caricatura. Pero esa dimensión «familiar» del gay, ese despojamiento de los aspectos siniestros o monstruo­sos con que tradicionalmente se lo quiso presentar, ayudó no poco -guste o no, y comprendo que no- a su «normalización». Para los que vivimos algo de franquismo, es sorprendente -y motivo de op­timismo- la tranquilidad con que el grueso de la población se ha tomado el matrimonio homosexual. Al cabo de unos años, a casi nadie le extraña que dos varones o dos mujeres se casen, ni que tengan hijos, ni que gocen de los mismos derechos que cualquier pareja heterosexual. En este sentido destaca como brutal anoma­lía que el PP, actualmente en el Gobierno, aún mantenga un recur­so contra dicho matrimonio ante el Tribunal Constitucional. La postura de la jerarquía católica al respecto no es siquiera digna de mención, pues ella entera es una anomalía brutal desde hace tiem­po, con el obispo Reig Pla como más reciente cabecita de hidra en su gruta de Alcalá. Que un prelado se permita decir que los homo­sexuales «van a clubs de hombres» (no sé dónde quiere que vayan, si les apetece ligar) y que por eso, «os aseguro, se encuentran en el infierno», suena más chocarrero que «homofóbico». Claro que cuando un obispo menciona el infierno nunca puede inferirse -como ha hecho con fórceps en Abc el beato Prada, arrastrado sier­vo de la Conferencia Episcopal- que emplee el término «en sentido figurado, como destrucción en vida», ni coloquial.

Pero hay cosas más serias: en Chile acaba de ser asesinado por neonazis un joven homosexual; en Rusia se aprueban leyes contra ellos, y se equipara la homosexualidad con la pedofilia (la Iglesia Católica conoce bien la diferencia, con tantos de sus miembros devotos de lo segundo en todo el mundo); en Grecia un partido de extrema derecha, Aurora Dorada, propugna sin tapujos la persecu­ción de los gays, como el Jobbik húngaro Y tantos otros de la misma tendencia en Europa. En los Estados Unidos las bases del Tea Party, y los intolerantes evangélicos, los detestan a muerte. Nada se puede dar por definitiva­mente ganado, y hay que volver a insistir.

A título particular, me cuesta especial­mente entender tanta admonición y animadversión. Tengo y he tenido siempre amigos gays, y no es ya que sus preferencias sexuales me trajeran sin cuidado, es que no eran de mi incumbencia. Algunas de las personas más inteligentes, cultas y civilizadas que he cono­cido son homosexuales, y nada caricaturescos. Pero no sólo: tam­bién algunas de las más buenas y nobles. Pienso, por ejemplo, en un gran amigo mío inglés, de quien una vez escribí que, si algún día se enfadaba conmigo y me retiraba la amistad, no tendría más re­medio que pensar que el fallo había sido mío, tan leal, justo y sin tacha ha demostrado ser a lo largo de tres decenios. Más de ese tiem­po llevan juntos él y su pareja, y cuando pasan breves temporadas en Madrid, su presencia es motivo de alegría y estímulo para todos mis conocidos. Los dos son católicos practicantes, además (es algo que personalmente me cuesta comprender, pero tampoco eso es asunto mío), y lo son en un país en el que los de esa religión son minoría  y por tanto se toman más en serio su fe que tantísimos españoles rutinarios en la suya, cuando no meramente folklóricos (ya saben, procesiones de Cristos Reventones con peineta y mantilla y poco más). Llama la atención que un obispo sea tan chocarrero con su nada metafórico infierno y quede tan por debajo de sus desterra­dos o ahuyentados fieles: en inteligencia, en seriedad, en cono­cimiento y en bondad. Incluso en religiosidad, que ya es decir.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 29 de abril de 2012

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Revolución en el jardín

Revolución en el jardín

Los eclipsados (y eclipsadas) del ‘boom’ salen a la luz

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En las mesas de las librerías se agolpan, poco a poco, títulos de autores que recién han sido descubiertos más allá de sus fronteras. Revolución en el jardín (Reino de Redonda, 2008) es una recopilación de los mejores textos del escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928 – Madrid, 1983), elaborada con meticulosidad por el autor y ensayista Juan Villoro. La cuidadosa edición del título reúne algunas de las mejores perlas de uno de los escritores que asumió, en cierta medida, una suerte de enfant terrible de las letras mexicanas, siempre dispuesto a desmontar sus tótems más sagrados. El título del libro, Revolución en el jardín, corresponde a un viaje que el escritor hizo a La Habana en 1964. Ibargüengoitia hace un retrato despiadado, lleno de humor y sarcasmo, sobre el régimen de Fidel Castro en una época en la que el líder cubano era un referente para los intelectuales de izquierda de América Latina. Una de sus novelas, Los relámpagos de agosto (Joaquín Mortiz, 2007), causó un terremoto entre las élites literarias cuando fue publicada por primera vez en 1965. La trama pisaba más de un callo del establishment mexicano: se trataba de unas memorias falsas de un general de la Revolución Mexicana caído en desgracia. El libro, difundido en pleno priismo (1929-2000), contrastaba con la novela de la revolución publicada hasta entonces. En lugar de ensalzar al caudillo, hacía un retrato irónico y mordaz de los grandes mitos mexicanos.

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VERÓNICA CALDERÓN

El País, 25 de abril de 2012

En Sant Jordi

JAVIER MARÍAS PROMOCIONA SU ÚLTIMA NOVELA EL DÍA DE SANT JORDI

El escritor Javier Marías ha promocionado hoy en Barcelona su última novela Los enamoramientos, con motivo de la festividad de Sant Jordi, día del libro y de la rosa en Cataluña.

Efe, 23 de abril de 2012

El País

LA ZONA FANTASMA. 22 de abril de 2012. ¿Quién demonios sacará un euro?

Como me considero muy normal o muy común –quizá sin razón-, tiendo a pensar que lo que me ocurre a mí le pasa a mucha otra gente, y que las reacciones antes las cosas son las de la mayoría. En 2011 y lo que va de 2012 la crisis económica me ha afectado como a todo el mundo, pero no en exceso, por pura casualidad. Cuantos escribimos o nos dedicamos a actividades «artísticas» -por llamarlas de alguna forma- vivimos sujetos a enormes variaciones en lo que respec­ta a nuestros ingresos. Durante los dos años, por ejemplo -hay quien tarda más y quien menos-, que nos lleva escribir una no­vela, apenas ganamos dinero. Sabemos que eso nos llegará tan sólo cuando el libro esté terminado y lo alquilemos a una edito­rial, la cual nos dará un anticipo sobre las ventas previstas, esto es, por lo general sobre el 10% de su precio, que es el porcentaje que suele corresponder a los autores. Si el volumen le cuesta al lector 20 euros, nosotros nos quedamos con 2, y los otros 18 se reparten entre el editor, el distribuidor y el librero. Así que para ganar una suma apreciable hacen falta una de dos: o que se nos pague un elevado anti­cipo porque se prevén grandes ventas para nuestra novela (anticipo que no habremos de devolver en ningún caso), o que a ésta le sonría la suerte y los compradores sean en efecto muchos. El cálculo es sencillo: para embolsarnos 100.000 euros habrán de venderse 50.000 ejemplares de dicha novela nuestra, lo cual es muy difícil que suceda, se lo aseguro. Con que un título venda 15.000 ó 20.000 ejemplares ni siquiera cuentan la mayor parte de los autores, ni por supuesto de los editores. Así que un novelista, si es muy afortunado, puede ingresar 100.000 euros brutos en un periodo de tres años, los dos que le ocupan la concepción y la escritura de su obra y el  tercero en que la lanza al mercado, lugar totalmente azaroso e imprevisible. La nueva no­vela del autor más célebre puede pinchar. Por el motivo que sea, al público no le agrada o no le interesa y no le da la gana de com­prarla, como también puede pasar con un CD o una película, la historia está llena de inesperados éxitos e inesperados fracasos.

Pues bien, el año pasado tuve la suerte de sacar una novela y de que se vendiera bastante. De ahí que la crisis, como dije al principio, por pura casualidad, no me haya afectado en exceso. Como no soy persona de grandes gastos (ni siquiera tengo coche, ni me gusta viajar lejos, pues detesto coger aviones), no suelo frenarme en adquirir aquello a lo que soy más aficionado y que además es necesario para mi trabajo, a saber: libros, DVDs y CDs de música. Cuando se trata de esos artículos, no reparo mucho en la cantidad ni en el precio. Hace unos días, sin embargo, me sentí remiso a llevarme de una tienda los cinco DVDs recientes que me interesaban, y al final salí de ella con sólo dos de esos cinco. Me pregunté a qué se había debido la renuncia, y compro­bé que no había sido por prudencia ni por la voluntad de ahorro que ya asalta a todo consumidor de vez en cuando (también a mí ante ciertos dispendios, lo confieso), dada la psicosis de pobreza real o inminente que nos han creado a diario en los últimos años. No, descubrí que había sido una especie de pudor o de mala con­ciencia lo que me había impelido a devolver tres DVDs a sus es­tantes antes de pasar por caja. «¿Cómo voy a comprarme cinco», algo así debí de pensar, «cuando tanta gente no se puede com­prar cosas más básicas?» Y a continuación me vino la idea: «Si yo me retraigo por este motivo, habrá otros muchos que se estarán retrayendo exactamente por lo mismo».

¿A qué está jugando este Gobierno, no sólo con sus depresi­vas medidas de merma, sino con su pesimismo calibrado? Si nadie sale ni compra, serán cada vez más los comercios que se verán obligados a cerrar y a despedir a su personal, que incrementará las cifras del paro y los parados no consumirán nada. Entre quienes no estarán en condiciones de comprar, quienes se refrenarán por pru­dencia y temor al futuro, y quienes -como yo el otro día- sientan pudor o vergüenza por gastar cuando tantos otros no pueden, ¿quién diablos va a mantener la rueda en marcha? El Gobierno no se da cuenta -o sí, pero se me escapa el propósito- de que sus machacones mensajes de austeridad indis­criminada, sin ninguna esperanza ni estí­mulo, van calando en todas las capas de la sociedad, incluso en las que aún no sufren la crisis directamente. La situación es mala sin duda, pero a ve­ces da la impresión de que Rajoy y los suyos exageran su dificultad y los aciagos pronósticos para acentuar su mérito si logran sacarnos de aquélla; o bien que se cubren las espaldas ante el desastre hacia el que nos encaminan: «¿Lo ven? La cosa estaba tan negra que no ha habido manera». Y sin embargo uno intuye -por profano que sea en economía- que sí debe de haber manera y que acaso se ha optado por la peor. Se atreve a intuirlo aún más cuando ve que el Premio Nobel Paul Krugman lleva años advir­tiendo de la vía errada que ha elegido la derecha europea. Ni en la teoría ni en la historia, dice, se ha salido nunca de una depre­sión con mera restricción del gasto, falta de crecimiento y de es­tímulo y catastrofismo insistente. No me cabe duda, desde luego, de que lo último no ayuda. ¿Cómo es posible que un Gobierno nuevo haya cercenado cualquier ilusión de raíz? Con el pesimis­mo a ultranza se logra que nos encojamos todos, hasta los que aún no nos hemos visto afectados en exceso. Si quienes todavía tenemos dinero en el bolsillo nos damos media vuelta y nos va­mos de las tiendas y de los restaurantes sin sacar un solo euro, ¿quién demonios lo sacará, santo cielo?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 22 de abril de 2012

Javier Marías en Sant Jordi

El día 23 de abril de 2012, Javier Marías estará en Barcelona:

De 12.00 horas a 13.00 horas firmará en la caseta de Casa del Libro
(Rambla de Cataluña, 37)

De 13.00 horas a 14.00 horas en la de La Central
(Rambla de Cataluña/Mallorca)

De 17.00 horas a 18.00 horas en la de El Corte Inglés
(Plaza de Cataluña, 14)

De 18.00 horas a 19.00 horas en la de Laie
(Paseo de Gracia/Caspe)

De 19.00 horas a 20.00 horas en la de Abacus
(Plaza de Cataluña, 17)

La jubilación de los Rico…

Foto. Quim Llenas

Usted se ha convertido en personaje literario. Tal vez habría que hacer un libro sobre Francisco Rico como personaje de la narrativa española.

Sí, he aparecido con mi nombre fingido o real en muchas novelas, unas más afortunadas que otras.

¿Qué le parece el Paco Rico de Javier Marías?

Me hace aparecer en varias novelas desde Negra espalda del tiempo. Es unánime la opinión de que son los mejores pasajes de sus novelas y que los demás son un coñazo. Procura tomarme el pelo lo que puede con una consideración amistosa. Cuando ingresó en la Academia, fui yo el encargado del discurso de contestación . Los dos textos han sido editados y creo que han quedado muy bien.

JOSEP MASSOT

La Vanguardia, 15 de abril de 2012

LA ZONA FANTASMA. 15 de abril de 2012. Cuando una ciudad se pierde

No es presunción, pero me consta que algunas per­sonas han visitado la ciudad de Soria en los últimos años por las numerosas veces en que la he mencio­nado con afecto y elogio. A esas personas les debo una explicación, si se han pasado por allí recientemente,  y una advertencia a quienes aún tengan pensado acercarse por cau­sa de mis recomendaciones. Tanto apego sentía yo por Soria -lugar de muchos veraneos de infancia- que hace doce años, y tras más de veinte de no pisarla, alquilé el que había sido el piso del gran amigo de mi familia Don Heliodoro Carpintero, quien además, en parte, me enseñó a leer y escribir. Durante este periodo he pasado temporadas en primavera, verano, otoño y en el crudo invierno, y en esa casa, con vistas al precioso parque conocido como la Dehesa, he escrito parcialmente mis últimas cuatro novelas. Ha sido un refugio en todos los sentidos del término… hasta que se ha convertido en lo contrario -un asedio- y me he visto obligado a abando­nar la ciudad y ese piso. El último lustro en Soria ha sido insoportable, y casualmente ha coincidido con el reinado, como alcal­de, de Carlos Martínez Mínguez, del PSOE -se lo pudo ver a menudo hace unos meses como escudero de Carme Chacón-.

La ciudad ha celebrado siempre unas fiestas largas, de una semana, los sanjuanes, consistentes sobre todo en la murga non-stop (día y noche) que las llamadas «peñas» endilgan a los habitantes con unas monótonas charangas. Bien, uno evitaba aparecer por allí en las fechas correspondientes. Pero en estos últimos cinco años parece que los sanjuanes duren las cuatro estaciones. El pasado otoño la cosa fue notable. Vinieron las fiestas de San Saturio (patrón local), que solían ocupar dos o tres días y ahora se alar­gan casi siete, y se erigió una carpa estridente en la Plaza Mayor, tan alta como el Ayuntamiento; luego, el puente del Pilar se fes­tejó otra semana, con la ciudad invadida por un «mercado me­dieval» (ya saben, venta de chucherías y de alimentos incontrolados, de salubridad dudosa). El 22 de octubre, que ya no era nada, fue un buen ejemplo de lo que sucede: a lo largo de once horas -once-, grupos de «dulzaineros» o «gaiteros» atronaron el lugar sin descanso, mientras parte de la ciudadanía dispu­taba algo semejante a una carrera sin pies ni cabeza y otra parte saltaba sobre colchonetas en una plaza muy céntrica, todo ello acompañado de música y «ánimos» estruendosos por altavoces. Era como si la ciudad hubiera enloquecido. Lo malo es que esa es la tónica general. Teatros de autómatas tocando salsa ocho horas diarias en verano; desde febrero, ensayos de tambores y trompetas para la Semana Santa (qué diablos tendrán que en­sayar, si es lo mismo desde hace siglos); bares y terrazas proliferantes, sin control alguno, con la música a tope y sin respetar los horarios (si el dueño del que padece uno cerca es además un malasangre, imagínense la tortura); mastuerzos a grito pelado de madrugada, sin que la policía municipal nunca se inmute; conciertos y actuaciones cada dos por tres en pleno centro, bafles hasta las tantas; botellones en el delicado parque, que que­da arrasado; un «trenecito» turístico que recorre la ciudad metiendo más ruido que otra cosa; un sistema de recogida de hojas a mil decibelios… El Ayuntamiento, en vista de que los ociosos juegan sin cesar a la tanguilla en la Dehesa, sustituyó el suelo de tierra o grava por uno de asfalto, gracias a lo cual el estrépito es continuo: clink, clank, clonk, vuelve loco al más cuerdo. Por no hablar de las procesiones, de las que pocas poblaciones se li­bran en este Estado nacional-católico en el que seguimos viviendo. (Añadan a unas caseras infragaldosianas, esto a título particular mío.)

Por si no bastara todo esto, acaba de comenzar una disparatada y descomunal obra justo al lado del parque (que sin duda se verá muy dañado), para construir un superfluo aparcamiento subterráneo. Existe ya uno a unos centenares de metros, que está siempre medio vacío. La obra del nuevo e inútil (útil sólo para destruir) se prevé que dure dos años, así que échele tres, por lo menos, de zanjas, vallas, perfo­radoras, tuneladoras, lodo, polvo y árboles muertos. Como para pasear por allí, sin duda. Los sorianos son muy dueños de tener la ciudad que quieran, faltaría más, y a buen seguro están contentos con su alcalde, pues lo reeligieron hace menos de un año. Ahora bien, si antes Soria era un lugar singular, decoroso y digno y con enorme encanto, ahora –cómo decirlo- con su «valencianización» permanente, se ha convertido en un sitio vulgar, como cualquier otro. De la de Machado y Bécquer no queda nada, y maldito lo que estos dos poetas les importan a las actuales autoridades. La transformación es sintomática de lo que es hoy España: si una localidad pequeña, castellana, aus­tera, tranquila y fría se ha convertido en un espacio ruidoso, impersonal y festero (no sé de dónde sale el dinero para tantos «entretenimientos» municipales), da escalofrío imaginar lo que serán otras de mejor clima y costeras. Dejo allí buenos amigos (Ángel, Sol y Alejandra; Enrique y Mercedes; Fortunato y Lourdes y Álvaro; César, y Jesús y Ana; Emilio Ruiz, que murió justo cuando me despedía). Seguiré animando de lejos al equipo de fútbol, el Numancia; los buenos recuerdos de hoy y de antaño prevalecerán sobre los malos recientes, seguro. Pero, así como los sorianos son libres de cargarse su ciudad (desde mi punto de vista), yo lo soy de largarme, aunque con mucha pena. Un adiós significativo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 15 de abril de 2012

LA ZONA FANTASMA. 8 de abril de 2012. Lo que le falta al genio

Quiere la leyenda futbolística, con extraño acuerdo universal, que sean cuatro los Genios Supremos, hasta la fecha: Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona. Ha habido tentativas de añadir algún nombre más, como Ronaldo o Zidane en años recientes, pero por uno u otro motivo no han cuajado: bien han tenido un declive prolongado, bien han deslumbrado sin la suficiente continuidad, y así se han quedado un escalón por debajo, junto con otros jugadores extraordina­rios como Puskas, Gento, Van Basten, Suárez, Garrincha, Bec­kenbauer, Romário, Charlton, Best, Laudrup, Butragueño, Raúl, Kubala, Xavi, Baresi, Gullit, Bettega y tantos más. Para ser admi­tido en la exclusivísima lista de los Genios Supremos hacen fal­ta muchas cosas: dominio sobrenatural del balón; concepción telescópica y aérea del juego (como si el futbolista, además de sobre la hierba, estuviera suspendido en el aire, a gran altura, y tuviera una visión global del campo, «la visión de Dios»); una carrera larga y sin altibajos notables; una capacidad para ha­cer campeones a sus equipos aunque sus compañeros sean sin más competentes (fue el caso del Nápoles de Maradona y del Santos de Pelé, y aun del Barça de Cruyff); la facultad de lograr goles milagrosos y de gran belleza, de los que dejan a los espectadores estupefactos y preguntándose cómo han sido posibles pese a la dificultad que entrañaban o a la inocuidad inicial de la jugada. ¿Algo más? Sí, quizá algo más.

Por la trayectoria que lleva hasta ahora, parece ya indudable que Messi es el quinto Genio Supremo de la historia del futbol. Los madridistas llevamos unos cuantos años observándolo con atención y padeciéndolo y temiéndolo con motivo, sin posible exageración. Es un futbolista capaz de cumplir todas las amena­zas, de esos que provocan pavor nada más coger el balón, aunque lo hagan a gran distancia de la portería contraria. Uno cree que podrá sortear a siete adversarios y marcar, salir a trompico­nes de cualquier barullo con la pelota limpia en los pies, filtrar un pase mortal a un compañero, dejar atrás por velocidad a cualquier defensa, hacer gol de falta, de vaselina, de potente disparo desde fuera del área y hasta de cabeza a veces, pese a su corta estatura, y también sin ángulo y de tacón, al primer toque o tras conducir el balón por todo el campo, cosido al pie. Es asombroso que la mayoría de los rechaces le vayan a él, y al respecto se ha dicho que posee una extraña intuición para «adivinar» hacia dónde va a salir despejada o rebotada una pelota, lo cual ya es mucho adivinar, dada la velocidad con que se desplaza una bola y su natural imprevisibilidad. Tiene la virtud de paralizar a los rivales; no se entiende bien que pueda correr tantas veces en paralelo a la línea de meta, desde la posición de extremo y al borde del área, hasta quedar centrado y encontrar un hueco para chu­tar sin que nadie logre interrumpir ese prolongado avance. Seguramente sea habilidad suya, o se deba a la imposibilidad de quitarle el cuero si no es en falta, pero la impresión que se saca es de que los defensores dudan, no se atreven, se lo quedan miran­do boquiabiertos y aterrorizados y se rinden ante lo inevitable: la única manera de dejar de temer una desgracia es que la desgra­cia se produzca, y cuanto antes mejor. En el fondo es más llevadero lamentarse por lo ocurrido que sentir pánico a lo que va a ocurrir.

A mí no me cabría duda de que Messi es no sólo el quinto Genio Supremo, sino de que probablemente sea el mejor de los cinco, con la salvedad de que a él lo vemos varias veces a la se­mana y a Pelé no lo vimos apenas en Europa y a Di Stéfano sólo de tarde en tarde y cuando éramos niños, por lo que las comparaciones son difíciles. Si he empleado el condicional es no obs­tante por otras dos razones; aún no sabemos si su carrera será lo bastante larga y sin altibajos, dada su ju­ventud. La segunda es más indefinible y sutil. En las artes más manuales o más ma­temáticas se han dado numerosos casos de superdotados (pintores, escultores, músi­cos) que sin embargo eran un tanto simples como individuos. Ha sucedido también con poetas -a menudo- y hasta con algún novelista sobresaliente: cuando hablan, o se explican, o escriben artículos, resultan decepcionantes, su inteligencia no parece corresponderse con su talento o don. Uno está seguro de que esa sensación, en cambio, no se habría pro­ducido con los más grandes, con Dante, Cervantes, Shakespeare, Proust o Eliot. Ya sé que un futbolista no es un artista. Ni siquiera tiene por qué hablar. Pero, llegados al nivel de genialidad, para que la figura sea completa y suprema hace falta que se perciba en ella una mínima complejidad, una inteligencia no estrictamente futbolística, o al menos una personalidad levemente enigmática, como la de Zidane. No sé Pelé, pero Di Stéfano y Cruyff dejaban traslucir esa complejidad. Maradona no, pero parecía atormen­tado, y por tanto encerraba algo de misterio y desprendía huma­nidad. Es lo que le falta a Messi, en el que no hay rastro de drama y sí algo robótico, tanto en las maravillas que realiza en el campo como en su personalidad. Le sobra planicie, le faltan pliegues y rugosidad. No cabe sino rendirle pleitesía sobre el césped, pero un Genio Supremo nunca lo será enteramente si además no pro­voca lo que los ingleses llaman “awe”, una mezcla de admiración y espanto, asombro y reverencia y fascinación. Messi inspira las cuatro primeras cosas, pero, ay, la quinta no.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 8 de abril de 2012

America Award 2010: Javier Marías

Javier Marías ganó el premio America Award 2010, que concede la prestigiosa revista norteamericana Green Integer, por su contribución a la literatura universal.

Entre los autores galardonados en anteriores convocatorias están: Harold Pinter, José Donoso, Rafael Alberti, Eudora Welty, Peter Handke, Adonis, José Saramago, Julien Gracq y John Ashbery.

Los enamoramientos de Marías y Libertad de Franzen, premios Qué Leer

Los enamoramientos de Javier Marías y Libertad de Jonathan Franzen, galardonados con el 14º Premio Qué Leer de los lectores

Los enamoramientos (Alfaguara) es una novela en la que Javier Marías vuelve a demostrar su maestría en el arte de parar el tiempo, de rebobinar y de hacernos ver la realidad de una muerte fortuita desde ángulos sorprendentes y llevarnos a través de la reflexión erudita, no exenta de humor, hasta el fondo de nuestras propias contradicciones. El autor, al serle comunicado el premio, ha querido mandar este mensaje a los lectores:

“Al terminar de escribir mi novela Los enamoramientos tuve tantas dudas respecto a su interés que estuve a punto de no publicarla, o al menos consideré seriamente esa posibilidad. Que, al cabo de casi un año de su aparición, los lectores de la revista Qué Leer hayan tenido la amabilidad  de distinguirla me llena de contento y de satisfacción, y les agradezco muchísimo su decisión. Tal vez gracias a ellos aprenda a desconfiar un poco menos de lo que escribo, lo cual ya sería una gran bendición. Gracias de verdad”.

Libertad (Salamandra/Columna) ha sido comparada con grandes novelas río de la historia de la literatura universal como las de Tolstói, en tanto que gran fresco social y moral. A través de la cotidianidad de los personajes, en este caso los Estados Unidos de los últimos veinticinco años, radiografía con acidez e inteligencia el estado físico y emocional de nuestro tambaleante Occidente. Jonathan Franzen también ha querido expresar su agradecimiento a este premio:

“Me siento honrado y encantado de aceptar el Premio Qué Leer de los lectores. Gran parte del mérito hay que atribuirlo a mi nuevo editor, Salamandra, y al maravilloso trabajo de traducción de Isabel Ferrer Marrades”.

Este año no habrá una entrega pública del premio en forma de fiesta el 22 de abril, como venía siendo tradicional. Será un paréntesis y la revista Qué Leer ya hace planes para 2013 y cuenta con todos para la siguiente convocatoria de los premios, nuevamente con su tradicional cita socioliteraria la víspera de Sant Jordi del próximo año.

Qué Leer, abril de 2012

Los enamoramientos, de Javier Marías, y Libertad, de Jonathan Franzen, han sido galardonados con el XIV Premio Qué Leer, que otorgan los lectores de esta revista literaria.

Los enamoramientos (Alfaguara) es una novela en la que Javier Marías explora el lado oscuro de ese estado que denominamos enamoramiento, al tiempo que también reflexiona sobre la impunidad, algo que le preocupa especialmente en una sociedad en la que casi nada escandaliza ni sorprende.

Según un comunicado de Qué Leer, el autor ha dicho desde Madrid: «Al terminar Los enamoramientos tuve tantas dudas respecto a su interés que estuve a punto de no publicarla, o al menos consideré seriamente esa posibilidad».

Y añade: «que al cabo de casi un año de su aparición, los lectores de la revista Qué Leer hayan tenido la amabilidad de distinguirla me llena de contento y de satisfacción, y les agradezco muchísimo su decisión. Tal vez gracias a ellos aprenda a desconfiar un poco menos de lo que escribo, lo cual ya sería una gran bendición».

La otra novela premiada por la revista, Libertad (Salamandra/Columna) ha sido comparada con grandes novelas río de la historia de la literatura universal como las de Tolstói, en tanto que gran fresco social y moral.

A través de la cotidianeidad de los personajes, en su caso los Estados Unidos de los últimos 25 años, Franzen radiografía con acidez e inteligencia el estado físico y emocional de nuestro tambaleante Occidente.

Desde Nueva York, informa la publicación, Franzen también ha asegurado sentirse «honrado y encantado» y ha descargado «gran parte del mérito» en su nuevo editor español, Salamandra, y en «el maravilloso trabajo de traducción de Isabel Ferrer Marrades».

Por primera vez, la revista no hará este año una entrega pública del premio en forma de fiesta la víspera del Día del Libro, el 23 de abril, como venía siendo tradicional.

«Será un paréntesis y la revista Qué Leer ya hace planes para 2013 y cuenta con todos para la siguiente convocatoria de los premios, nuevamente con su tradicional cita socioliteraria», anuncia.

Efe, 30 de marzo de 2012

LA ZONA FANTASMA. 1 de abril de 2012. Cosas que nos sobresaltarán

Esta semana me visitó un curioso periodista alemán, To­bias Wenzel, que quería dos cosas de mí: una entrevista radiofónica sobre mi última novela y que participara en un proyecto en el que diferentes escritores se fotogra­fiarían en un cementerio de su elección y harían comentarios al respecto. A lo segundo le dije que no. Aparte de odiar que me retraten (me aburro), y someterme sólo a las sesiones «obli­gatorias», le expliqué que, tras haber escrito esa novela en la que están muy presentes los muertos, andaba un poco saturado para añadir nada más, y encima en un paisaje de tumbas … A su primera petición no puse inconveniente, claro, pero me llamó la atención la cantidad de preguntas que me hizo acerca de un pasaje episódico del libro, aquel en el que un personaje, una viuda cuyo marido ha sido muerto en la calle de forma violenta e inesperada, le cuenta a la narradora cómo a partir de esa des­gracia ya es incapaz de oír las numerosas sirenas estrepitosas de nuestras ciudades -ambulancias, coches de policía o de bom­beros, altos cargos que juzgan que todo el mundo debe apartarse a su paso- como las oía antes y las oímos todos: con indiferen­cia y fastidio, aguardando a que se alejen y nos dejen de atormentar, sin ya preguntar­nos casi nunca qué ha podido suceder, tan frecuentes se han hecho, posiblemente tan innecesarias en ocasiones (es sabido que los conductores a veces hacen sonar las sirenas para su comodidad, no porque haya verdadera urgencia). Ahora -viene a decir la viuda-, cuando sé que mi marido fue recogido por una de esas ambulancias y que en su trayecto hacia el hospital se debatía entre la vida y la muerte, vuelvo a estirar el cuello cada vez que oigo una sirena o incluso me asomo so­bresaltada al balcón, y me pregunto a qué persona o personas concretas se intenta acaso salvar, y si se salvarán.

El periodista me preguntó, entre otras cuestiones relativas a ese pasaje (también me pidió que lo leyera en voz alta para su ra­dio), si a mí me ocurría lo mismo que a mi personaje, tras haberlo escrito. Le dije que no, puesto que a mí no me había sucedido lo que a la viuda en la ficción. Insistió, sin embargo, y me contó que al novelista colombiano Héctor Abad Faciolince, con quien había conversado, al cabo de los años seguía sobresaltándolo el ruido de una moto acercándose, pues su padre (Abad lo ha relatado en un famoso libro) había sido asesinado en Medellín por dos sicarios que, como no era infrecuente durante algunos años allí, lo habían tiroteado desde uno de esos vehículos. No me pareció extraño, no me lo parecería que ese sobresalto acompañara a Abad el resto de su vida. También me acordé de que Arturo Pérez-Reverte me ha dicho alguna vez que los horrores que vio en las guerras de la anti­gua Yugoslavia -que no suele querer detallar, y le comprendo- son responsables de que cada vez que en una calle de Madrid, lejos ya de aquello en el tiempo y en el espacio, oye a dos personas hablar en serbio o croata, incluso en cualquier lengua eslava, los sentidos se le pongan alerta con una mezcla de instintivo rechazo, preven­ción, e injustificable furor, durante segundos. Tampoco me pare­cería extraño que eso le siguiera pasando hasta el fin de sus días.

Así que, ante la persistencia de Wenzel, recordé algo por fortu­na no violento, a diferencia de las experiencias de mis dos colegas. Yo no vivía en Madrid cuando mi madre enfermó de gravedad, y además mi padre no quiso hacernos partícipes de esa gravedad, a mis hermanos y a mí, hasta muy tarde. Tan tarde que yo llegué a la ciudad («Ven ya», me dijo él por teléfono un día, de pronto) tan sólo unas horas antes de que ella muriera. Era diciembre de 1977. Caída la tarde del 23, mi tío Ricardo, médico, hermano suyo, nos quitó toda esperanza y nos dio una receta para que fuéramos a comprar un medicamento que la ayudara, o la aliviara de cualquier posible dolor, no re­cuerdo qué era. Las farmacias ya habían ce­rrado, así que había que buscar una de guar­dia. Cogí la receta, bajé a la calle, vi que la más cercana abierta estaba a cierta distancia y entonces eché a correr (era joven) como no creo haber corrido nunca ni antes ni des­pués, con el pensamiento fijo de que cada minuto que tardara en comprar la medicina y regresar sería un minuto de mayor padeci­miento para mi madre. Siempre corrí rápido, pero deseé poder volar, y la distancia se me hizo interminable, tanto al ir como al volver. Ella murió a la madrugada siguiente, creo o espero que sin apenas sufrir, y tras haberse podido despedir de todos, uno a uno.

Han transcurrido nada menos que treinta y cuatro años, le dije a Wenzel, y sin embargo, todavía hoy, cada vez que veo a un joven correr por la calle como alma que lleva el diablo, no puedo evitar acordarme de mí aquella noche. Deseo pensar que el jo­ven en cuestión tan sólo lleva prisa porque llega tarde a una cita, o al trabajo; o que simplemente intenta pillar un autobús o un tren a punto de arrancar; o incluso que huye de una carga de la policía como los de mi generación huíamos de los «grises» a ve­ces, y también entonces corríamos como posesos. Lo cierto es que, como el personaje de mi novela que al oír una sirena ya se sobresalta siempre, y piensa qué le estará pasando a alguien concreto y le desea la salvación, cada vez que yo veo correr a una joven o a un joven, confío en que no vayan en busca de una far­macia, para paliarle a nadie una agonía ni un dolor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de abril de 2012