Las represalias menores

Al lado de las amenazas que pesan sobre Roberto Saviano, de las que padeció en su día Salman Rushdie o de las que se ciernen y se han cernido sobre tantos otros escritores, podría parecer una frivolidad recordar las represalias menores, por así decir cotidianas, de que somos objeto quienes damos a la imprenta libros y artículos. Algunas, sin embargo, no son del todo desdeñables, y pueden dificultar la trayectoria de cualquiera, o incluso impedir que alguien siga publicando, lo cual no es ya tan poca cosa. Para esto último casi basta con que a un autor se le ponga la etiqueta de «conflictivo»: esa fama, verdadera o falsa, se extenderá en seguida y los editores se lo pensarán dos veces antes de contratarle una obra. Aún sucede más con los traductores -la parte más débil de todo el negocio- que, por ejemplo, insistan en que se cumpla la ley y exijan los porcentajes que según ella les corresponden. Siempre habrá otro traductor más sumiso dispuesto a hacer la tarea en las más humillantes condiciones. Que como traductor sea pésimo es algo en verdad secundario para demasiadas editoriales.

Hace veintiún años, recuerdo, la directora de un suplemento literario me llamó para «ficharme». Le agradecí educadamente su interés y su amabilidad, pero le dije que no me gustaba cómo estaba el periódico en el que el suplemento iba inserto. Allí mismo, al teléfono, montó en cólera y me gritó: «¡Veo que estás lleno de prejuicios! ¡Me arrepiento! ¡No debería haberte hecho esta propuesta!» Una cosa desmedida. Me limité a contestarle que, si acaso, estaría lleno de juicios, porque el periódico en cuestión lo veía a diario. Desde entonces ese suplemento ha alternado pseudónimas campañas con falacias variadas sobre mí con deliberados silenciamientos de cuanto publico (con la excepción de mis novelas, sobre las que no les queda, supongo, más remedio que informar para no quedar muy mal con sus lectores). Al cabo de tanto tiempo, así seguimos y mi negativa no se ha perdonado.

Asimismo, me he convertido en un autor vetado en el suplemento dominical en el que colaboré semanalmente durante ocho años. Si me fui de él fue porque me censuraron un artículo sobre la religión y la iglesia, y los detalles del caso pueden leerse en mi recopilación Harán de mí un criminal (Alfaguara, 2003). El asunto me pareció tan escandaloso, en 2002 y en un país en el que -no se olvide- la censura es ilegal, que no me abstuve de contarlo a la prensa, y estoy convencido de que es eso lo que no se me ha perdonado. A lo largo de los seis años siguientes, ese dominical no ha dicho una sola palabra de nada relacionado conmigo: ya he podido sacar una larguísima novela en tres volúmenes o ganar algunos premios extranjeros, que para él yo no existo. No son las únicas publicaciones que me combaten o silencian sistemáticamente, y el encono de todas alcanza hasta a la modestísima editorial que patrocino y dirijo, Reino de Redonda, que, si bien saca sólo dos o tres títulos al año, para ellas no ha sacado ninguno a lo largo de sus ocho años de existencia.

En cuanto a las rectificaciones o supresiones «exigidas», recuerdo algunas que resultarían cómicas si no fuera por lo que delatan. En una ocasión, invitado por una famosa revista de moda francesa a hablar sobre su mundillo, me permití recomendar a los modistos -perdón, diseñadores- que no salieran a saludar al final de sus desfiles, ya que la mayoría tiene pinta de mamarracho, y puse ejemplos reconocibles. La revista me urgió a suprimir ese párrafo: «Si esos diseñadores se molestan (y se molestarían mucho), nos quitarán su publicidad durante meses, si es que no para siempre», me dijeron. En otra oportunidad, en otro sitio, me rogaron que no criticara, como había hecho, a la agencia de viajes de unos grandes almacenes, pues dichos almacenes tenían por costumbre retirar asimismo su publicidad, durante seis meses, ante cualquier reproche impreso a sus servicios. También hubo una vez en que me permití decir, en un artículo, que determinado banquero gastaba patillas de bandolero o de mayordomo. La directora de la publicación me llamó alarmada para pedirme que suprimiera la frase: el banco que por entonces dirigía el mayordomo o bandolero -acabó imputado por estafa, por cierto- era uno de los principales accionistas de la revista. Lo curioso es que poco antes había escrito otra pieza metiéndome abiertamente con el banco en cuestión, del que se había sabido que financiaba compras de armamento al semidictador Hugo Chávez o algo por el estilo, y esa pieza salió sin problemas. Parece que lo que menos se tolera son los ataques a la vanidad personal, ya se trate de modistos o de banqueros.

Escribir o negarse a escribir es, pues, peligroso, también en lo cotidiano. Uno nunca sabe cuándo mete la pata hasta el fondo ni cuándo va a ganarse enemistades imperecederas.

JAVIER MARÍAS

Qué leer, enero de 2009