Los más leídos en las Bibliotecas de la Comunidad de Madrid

Ken Follet, Carlos Ruiz Zafón y Pérez Reverte son los autores que encabezan las listas de los libros más prestados durante 2008 en la Red de Bibliotecas Públicas de la Comunidad de Madrid, según datos de la Red de Bibliotecas.

En este orden de preferencias, los lectores de la Comunidad han situado a Ken Follet en el primer puesto de los libros más prestados con Un mundo sin fin, la segunda parte de libro que le convirtió en uno de los autores de best sellers más reconocidos mundialmente: Los pilares de la Tierra. En este caso, Un mundo sin fin ha recibido durante 2008, 1.160 peticiones. Carlos Ruiz Zafón, por su parte, ocupa el segundo lugar con El juego del ángel, con 630 peticiones. Al igual que el año anterior, Arturo Pérez Reverte se sitúa entre los primeros puestos, en esta ocasión con su última novela Un día de cólera, en torno a los acontecimientos del Dos de Mayo madrileño.

En general, los que fueron los autores más demandados durante 2007 continúan en los primeros puestos este año. Otro ejemplo es el caso de Idelfonso Falcones, que en 2008 ocupa el sexto puesto con su obra La catedral del mar, y ya en 2007 fue el segundo libro más prestado. También forman parte de estas listas otros éxitos editoriales de este año, como es el caso de la escritora francesa Muriel Barbery con La elegancia del erizo; y El niño con el pijama de rayas, de John Boyne.

También se han incorporado a esta lista de 2008 autores como Almudena Grandes, con El corazón helado; Eduardo Mendoza, con su última obra, El asombroso viaje de Pomponio Flato; Javier Marías, con los tres volúmenes de Tu rostro mañana; y la obra de Ignacio Martínez de Pisón, Dientes de leche.

En literatura infantil, al igual que en el año anterior, el fenómeno editorial de Harry Potter sigue atrayendo la atención de los más jóvenes, situándose de nuevo en los dos primeros lugares de la lista. Las aventuras de Kika Superbruja también continúan destacando como lectura preferida por los usuarios infantiles que acuden a las bibliotecas, con cinco títulos sobre este personaje en la lista de los más demandados. Otro de los éxitos de venta y demanda entre los más pequeños son las obras del sabueso ratón detective Gerónimo Stilton.

Por otra parte, Laura Gallego, al igual que lo hizo el año pasado con una de sus novelas pertenecientes a la trilogía de Memorias de Idhún, se sitúa en 2008 como una de las autoras que sigue estando entre las preferencias del público juvenil.

EFE, 29 de diciembre de 2008

¡Se van a enterar en Moscú!

En los años de los que algunos no quieren acordarse había un periodista que se sentaba ante la máquina de escribir, en la Redacción de El Español o del Arriba, y exclamaba:

-¡Se van a enterar en Moscú!

La costumbre sigue hasta nuestros días. Pero como Moscú ahora puede esperar el grito del periodista contemporáneo va contra La Moncloa, contra Génova o contra sus sucedáneos. Cuando no aconseja a los presidentes o a los ministros cómo debe llevar a cabo los planes económicos o agrícolas, amenaza con el infierno a los que no son de su agrado, y festonean sus columnas o comentarios de denuestos y bromillas que si se dijeran ante su propio espejo resultarían equivalentes a ataques personales, es decir, contra la libertad de expresión.

Cada periodista tiene su metralleta y la dirige contra la trinchera enemiga, para que se entere. Y lo hace juntando las cejas, explicando cuánto le duele el corazón de España, es decir, su corazón. El comentarista no se equivoca, su diana da siempre en su sitio.

Ese hábito del que fue un adelantado aquel periodista del franquismo contamina aún el articulismo nacional, que bebe de lo que pasa tanto como bebe de lo que los medios dicen que pasa. Si no existieran los periódicos de hoy, u otros medios, qué harían los comentaristas de mañana, que esperan en sus casas el cadáver de la información, sobre la que cosen sus argumentos. Y si la realidad cambia, o es otra, allá que se las apañe la realidad. Él ya hizo sus deducciones, son las que valen.

Un articulista de los de ahora, que también es como un articulista de los que dicen «¡Se van a enterar…!», confundió una vez en una tertulia a un político con un empresario de su mismo nombre, y arremetió contra aquél hasta que uno de los dos deshizo el entuerto. Pero fue para bochorno del argumento, porque el periodista siguió impávido reiterando sus denuestos como si la rectificación fuera menos válida que su errata.

Otro comentarista, enfrentado ante la tragedia de que el AVE había perdido la E de España, arremetió contra el Gobierno actual; no varió un ápice su cabreo cuando se supo, y se sabía, que esa E cayó por una decisión de los que antes administraron este país y no por los que ahora lo gobiernan en contra, parece, de la esencia nacional.

Es una cuestión de humor, es decir, de mal humor. Las cejas de este país cogieron carrerilla hace años, y la solemnidad habitó entre nosotros y se hizo sitio en ese espacio de los periódicos donde la gente tiene la tentación de imitar a aquel periodista colérico. No siempre fue así, ni todos son así, claro que no, ni en todas partes es así. Javier Marías ha tenido ahora la feliz ocurrencia de editar, en su sello de Redonda, un libro que es una espléndida isla en la que pueden solazarse los lectores que buscan respiro.

Esa isla se llama Revolución en el jardín, una colección de textos periodísticos del mexicano Jorge de Ibargüengoitia, acaso el columnista más célebre pero más desconocido de la prensa en español. Tuvo la mala idea de morirse en 1983, en medio de la desgana que a este país (España) le entró con respecto a la literatura iberoamericana, de modo que sus novelas y sus textos se fueron con él y se perdieron casi al tiempo que se estrellaba el avión en el que iba a Colombia a un congreso de escritores; con él iban otros escritores (Ángel Rama, Manuel Scorza, Marta Traba…) que también fallecieron en aquella tragedia.

A lo largo de los años, este Ibargüengoitia que hizo teatro (y no lo siguió haciendo porque su nombre era más grande que los afiches…) escribió unas columnas extraordinarias sobre todo en Excelsior de México; volver a ellas, oportunidad que ahora abre en España esta edición de Redonda, preparada por Juan Villoro, un destacado sucesor suyo, abre el apetito para celebrar la existencia de uno de los más brillantes contadores de historias (periodísticas y no) que haya existido entre nosotros en este último medio siglo.

¿Qué tiene Ibargüengoitia? Aparte de un nombre tan difícil de recordar como de reproducir sin mirar la cubierta del libro, Jorge tiene humor, sencillez, rapidez, información, ingenuidad, cultura, mala leche, ausencia de mala leche, rigor, duda, ingenio. De todos esos valores, que si se ponen en la coctelera adecuada dan un periodista o un columnista genial, o incluso un hombre de teatro, e incluso un político, el que más destaca es la sencillez. En esta antología del autor de Relámpagos de agosto hay dos pequeñas obras maestras que sirven para que los maestros actuales del periodismo les digan a sus discípulos cómo tienen que huir de las cejas altas. Uno es la crónica que escribió cuando murió su madre y otro es el relato que hizo cuando volvió de Cuba a México en 1964, cuando no se decía aún que a la adoración a la Revolución cubana había que ponerle límites.

Esos textos equivalen a un libro de estilo, y tendrían que formar parte de la antología mental del columnista (y del periodista) contemporáneo, español y de cualquier sitio. Pueden leer el resto del libro (y de Ibargüengoitia), es obligatorio (y lo ha dicho aquí ya varias veces Enric González), pero sin esos dos textos quedaría cojo cualquier reportaje sobre lo mejor que uno haya leído nunca. Díganlo, que se enteren en Moscú.

JUAN CRUZ

El País, 29 de diciembre de 2008

LA ZONA FANTASMA. 28 de diciembre de 2008. Lo que no vengo a decir

Yo no sé durante cuánto más tiempo tendrá sentido que escribamos artículos los que los hacemos, pero me temo que es un género al que le queda poca vida. Tal vez desaparezca sólo a la vez que los periódicos, al menos los de papel impreso, pero también es posible que le llegue antes su hora, dado el número creciente de lectores que no sabe entenderlos o -lo que es aún más deprimente- no está dispuesto a entenderlos, no le da la gana de hacerlo. Entre los que no saben se cuentan cada vez más jóvenes, como ponen de manifiesto los informes PISA y demás encuestas sobre la enseñanza, según las cuales va siempre en aumento la proporción de estudiantes incapaces de comprender un texto breve, no digamos de resumirlo. Y es de suponer que, cuando dejen atrás sus estudios y ni siquiera tengan que ejercitarse ni examinarse, los comprendan aún menos, por lo que la población adulta futura será analfabeta en la práctica: sabrá leer palabras sueltas, pero no las entenderá combinadas, y sobre todo no entenderá los conceptos, los razonamientos ni las argumentaciones, ni podrá detectar una contradicción ni una incongruencia. Habrá excepciones, claro está, y serán ellas las que manejen el cotarro, porque en contra de lo que muchos jóvenes y pedagogos creen -que no sirve de nada aprender lo que no va a utilizarse profesionalmente-, quienes tengan una cabeza estructurada seguirán siendo los sobresalientes del mundo. El que sepa latín -«una pérdida de tiempo»- y matemáticas -algo «casi innecesario», con las máquinas calculadoras- sacará una ventaja insalvable a sus especializados contemporáneos.

Pero ya ahora abundan quienes no se sabe por qué leen artículos, cuando lo que buscan y hacen es convertirlos en lemas o proclamas o slogans. Los que escribimos estas piezas intentamos, en términos generales, contar, decir y explicar, razonar, argumentar, criticar, exponer una cuestión y matizarla, analizar, llamar la atención sobre aspectos de la realidad que nos parecen inadvertidos, examinar pros y contras de algún asunto, y desde luego influir, persuadir, convencer y crear dudas. Ustedes leen nuestras columnas en pocos minutos y a menudo distraídamente, y así debe ser: lo que se opina en un diario también tiene mucho de pasatiempo para el lector. Pero eso no quita para que los articulistas nos esmeremos en lo que decimos y dejamos de decir, dediquemos varias horas a componerlas y algunos hagamos un borrador o dos antes de la versión definitiva. No siempre, pero con frecuencia, uno procura afinar y no expresar las opiniones de manera gruesa ni demasiado tajante; pensamos -mal o bien- sobre las cosas, no soltamos lo primero que se nos ocurre, damos vueltas a nuestras convicciones y a veces descubrimos que hay cuestiones sobre las que es difícil tener una opinión, porque son complejas o desconcertantes: nos limitamos a exponer nuestra perplejidad y nos abstenemos, por tanto, de emitir una conclusión a la que no hemos llegado. Incluso a veces hacemos virguerías para matizar una postura o para que no se entienda algo distinto de lo que uno ha querido decir.

Cada vez hay, sin embargo, un mayor número de lectores de artículos que cogen la pieza y no leen lo que ésta dice, sino que van a la búsqueda de lo que, según ellos, viene a decir. No les interesa nada lo que hay en el texto, sino el lema o slogan que deciden «extractar» de él, y que seguramente no está en él. En el fondo éste les parece «paja», y hacen caso omiso de las salvedades, las matizaciones, las argumentaciones y los razonamientos, para resumir: «Ya, lo que viene a decir este tío es que no hay que tener ordenador ni usar e-mail«. O: «… que no se deben abrir las fosas de la Guerra Civil». O: «… que las amas de casa son unas petardas». O: «… que la famosa cúpula de Barceló es una estafa y un despilfarro». O: «… que hay que ponerle la placa en el Congreso a la Sor Maravillas esa que no la conocía ni Dios». Es decir, por mucho que uno trate de no simplificar un asunto, a menudo se encuentra con que no pocos lectores se lo simplifican a uno, lo quiera o no. A veces es desesperante, se lo aseguro, por muy curtido que uno esté y aunque sepa que son gajes del oficio. Una de las principales causas de que suceda esto es la cerrilidad política: hay lectores que, si uno se aparta un ápice de lo que ellos quieren leer, lo toman ya como un agravio y lo meten a uno en el saco de «los enemigos». Otros le reprochan que no haya señalado algo que justamente ha señalado, lo cual siempre me deja estupefacto. Hay quienes se fijan en una sola frase que no les gusta y omiten la existencia de todas las demás, y quienes buscan como locos alguna hoja por la que coger el rábano. Y demasiados no están dispuestos ni siquiera a atender y enterarse, a sentir curiosidad por la visión de «este tío o esta tía», y, por así decir, leen sólo lo que deciden leer, esté ello escrito o no. Cada vez más gente desea únicamente reafirmarse en lo que ya piensa, o indignarse si no lo encuentra, y al pie de la letra además. Gente que se adentra en una pieza más o menos compleja para sacar de ella una conclusión simplona o falsa. ¿Qué futuro, pues, le aguarda a este modesto género? Yo me imagino que este mismo artículo de hoy será resumido por unos cuantos así: «Marías se queja de que no lo entienden». O aún peor: «Marías desprecia a sus lectores y los llama simples». En fin, pues qué se le va a hacer.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 28 de diciembre de 2008

LA ZONA FANTASMA. 21 de diciembre de 2008. Críos nuestros

Cuando escribo esto, aún falta una semana para que el Real Madrid juegue contra el Barcelona. Hace unos años gané una porra en un diario barcelonés, aunque no me dieron nada por ello: fui el único que acertó que el Madrid perdería 0-3 ante su eterno rival, en Chamartín. No sé si este año se me solicitará otro pronóstico para el Camp Nou, pero, si así fuera, me temo que tendría que vaticinar un 5-0 a favor del Barça. Cuando ustedes lean esto el resultado ya será viejo, y nada desearía tanto como haberme equivocado. Pero mi equipo está tan desastroso, y el contrario juega tan bien últimamente, que casi ningún merengue puede escapar ahora mismo al pesimismo más absoluto. Si el Numancia y el Málaga (dos recién ascendidos) nos han metido tres goles cada uno, y el Real Unión (un Segunda B) seis en dos partidos de Copa, en realidad creo que me quedo corto con ese 5-0 por parte de Messi, Eto’o, Xavi y compañía.

Algo muy grave pasa en el Madrid, y va más allá de las actuales circunstancias. El equipo ha ganado las últimas dos Ligas, lo cual debería tener a la afición contenta y confiada, e incluso en la idea de que se ha iniciado un ciclo bueno que podría traer más títulos. Nada de esto sucede, sin embargo, y no creo que haya en la historia muchos precedentes de equipos triunfantes deprimidos y atemorizados. A los viejos madridistas nunca nos ha bastado con ganar sin más, menos aún de manera injusta o inmerecida. Chamartín es un estadio en el que se silba a los jugadores propios con el resultado a favor, si lo hacen mal, y en el que se aplaude a los rivales cuando han demostrado ser mejores (hace poco a Del Piero, antes a Ronaldinho o al Ajax al completo, hay muchos casos). Es también un lugar en el que se tiene poca paciencia con los futbolistas verdaderamente «nuestros», es decir, de la cantera, y buena prueba de ello son los mil años que le ha costado a Guti, el de mayor calidad de la plantilla, ser aceptado y considerado imprescindible. Pero a la vez es un sitio en el que se necesitan esos jugadores «nuestros». El Madrid ha combinado siempre grandes astros extranjeros con excelentes productos de la casa, y cuando éstos han sido la base del equipo ha habido un suplemento de incondicionalidad por parte de los aficionados, a los que no se engaña fácilmente: un club no es admirable porque disponga de dinero para comprar a las estrellas foráneas de turno; lo es también porque tiene ojo, porque sabe ver las posibilidades de niños y adolescentes y los cuida, los prepara y los lanza. Ahora se rememora a la Quinta del Buitre, al cumplirse veinticinco años de su aparición. Durante el tiempo en que el esqueleto del Madrid fueron Chendo, Sanchis, Martín Vázquez, Míchel y Butragueño, los madridistas los adoraron y los apoyaron más que nunca. No sólo porque fueran magníficos futbolistas y renovaran y alegraran el panorama, sino porque eran «nuestros críos» y deseábamos que triunfaran personalmente, además de para el equipo. Eso en cuanto a los adultos. Los niños se reconocían en ellos y veían posible emularlos.

En el fútbol actual se olvida demasiado a menudo el elemento de sentimentalidad que es consustancial a este deporte. Si quien es del Madrid, del Barça, del Atleti o del Bilbao no deja de serlo nunca, es en gran medida porque lleva la vida entera sintiendo que quienes saltan al campo son no «los nuestros», pero sí «nuestros», por nacimiento, formación o adopción. Y no se adopta a cualquiera venido de fuera, no es tan sencillo. En tiempos recientes nunca se sintió como «nuestros» a Figo ni a Ronaldo ni a Robinho ni casi a Beckham, ni desde luego a Mijatovic (que no se entiende a santo de qué ha adquirido tanto poder en el actual esquema del club, y encima para mal ejercerlo). Algo más a Laudrup, a Zidane y antes a Valdano, a los que, por así decir, se reconoció en seguida como propios. Depende de muchos factores, de la manera de ser, del estilo futbolístico, hasta de caer en gracia. Pero todos estaban arropados por muchachos aún jóvenes que en verdad eran de casa: Raúl, Guti y Casillas, últimamente. Los tres siguen en activo, pero los dos primeros ya divisan su retirada. Y mientras el Barça mantiene ese hilo vital de la continuidad e incorpora a canteranos todas las temporadas, el Madrid ha dejado marchar desde a Urzaiz y Eto’o hace años hasta a Mata, Negredo, Granero, Parejo y De la Red ahora (recomprado este último a golpe de talonario), que destacan en sus respectivos Valencia, Almería, Getafe y Queen’s Park Rangers, un Segunda División inglés en el que se foguea absurdamente el favorito de Di Stéfano -que no suele regalar elogios-, en vez de estar aquí en danza. En contra de la leyenda, los madridistas no nos conformamos con los extranjeros (menos aún si son tan horribles como Diarra o Drenthe): junto a Di Stéfano y Puskas tuvimos a Marquitos, Santisteban, Zárraga y Gento; y antes de Stielike, Breitner y Netzer tuvimos a Pirri, Serena, Grosso y el incomparable Velázquez. La mezcla ha sido esencial, como lo ha sido para cualquier club de verdadera altura. No creo que aquí nos sirviera el modelo Chelsea, Inter o Arsenal, en los que apenas hay jugadores locales. El Madrid ha sido otra cosa, y siempre hemos tenido sobre la hierba «críos nuestros». Si Mijatovic o Schuster no lo entienden, más vale que se vayan (postdata: el segundo ya se ha ido). Y si es el Presidente Calderón el obtuso, que abandone, con mayor motivo. Y ya que Del Bosque está ocupado, ojalá vuelva Valdano.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 21 de diciembre de 2008

100 escritores del siglo XX. Ámbito hispánico

JAVIER MARÍAS


[…]

La voz narrativa de la mayoría de sus mejores narradores no transige con la estupidez y es endiabladamente incisiva tanto en la apreciación de sujetos como en la complejidad de los problemas que medita.

[…]

Lo que de veras ha hecho de Javier Marías un escritor atípico, raro en la literatura española (como raro en ella es Álvaro Pombo), y es la fabricación de un estilo capaz de promediar la meditación reflexiva y la secuencia narrativa, apto para la reflexión casi neuróticamente obsesiva y al mismo tiempo dotado del suficiente empuje narrativo para no inmovilizar la página o sacarla fuera del río novelesco.

[…]

Y nada menos que los principios de sus relatos están entre los grandes momentos del escritor: no sólo por las escenas iniciales, como en el caso tanto de Corazón tan blanco (1992) como en el de Mañana en la batalla piensa en mí (1994), sino incluso por las mismas frases que abren un curso novelesco que piensa por su cuenta y ensimismado. «Nunca he querido saber pero he sabido» era el antológico inicio de Corazón tan blanco mientras que «No debería uno contar nunca nada» lo es de su obra maestra, la extensa novela en tres partes Tu rostro mañana (2002-2007). Ambas tienen que ver con saber y con el precio de saber, con la intriga moral que se urde con lo que sabemos o sospechamos saber o creemos intuir con seguridad pero no con solvencia suficiente y sin embargo opera en nuestro ánimo como si supiésemos bien sin saber realmente bien (¿realmente?) […] Las secuelas de saber y descubrir son el auténtico argumento central de sus novelas, como si escribiese la biografía del saber mismo, y ese impulso ha sido mayor y definitivo en Tu rostro mañana.

[…]

La matriz vital y biográfica que puebla sus novelas de esos intereses reflexivos se explaya con amplitud y a menudo con insolencia en numerosos textos ensayísticos o de articulista desde hace muchos años, y no son textos irrelevantes: han construido un mapa moral e intelectual exigente y animado por una vocación desengañadora o veraz que acerca su articulismo a su mundo novelesco, aunque ambos lleguen al lector en estilos tan distintos.

[…]

JORDI GRACIA

Domingo Ródenas (coordinador), 100 escritores del siglo XX. Ámbito hispánico, Ariel, 2008

LA ZONA FANTASMA. 14 de diciembre de 2008. Una región ocultamente furibunda

Antes de nada, debo dar las más sorprendidas gracias a cuantos lectores de esta página han tenido la amabilidad, por vía directa o indirecta -a través de la sagaz procuradora cuyo nombre mencioné hace tres semanas, y a la que no sé si hice una faena con ello-, de ofrecerme sus máquinas de escribir o indicarme cómo podría hacerme con una del modelo que he empleado durante años y que ha dejado de fabricarse. No puedo aceptar los generosos ofrecimientos de los primeros, pues nunca estaría dispuesto a privar a nadie de algo de su propiedad, y en cuanto a las oportunidades que aparecen en Internet y sobre las que se me ha informado, se trata de Olympias de segunda mano, de cuyo funcionamiento no me puedo fiar enteramente, o bien habría que hacerlas venir desde Hong-Kong o Chile, y esto me parecería una extravagancia exagerada. Así que he optado por lo más sensato: comprar otro modelo, de otra marca, con el que aún no estoy escribiendo este artículo porque de momento hay una tecla que no me obedece y de la que dependen los márgenes y el interlineado. Ya veremos si logro doblegarla (a la tecla fundamental y rebelde), pero en todo caso un millón de gracias.

Eso sí, no me pregunten con qué diablos estoy escribiendo. Lo que sí puedo confesarles es que la semana pasada, al estar fuera de Madrid y en un sitio en el que era imposible comprar máquina alguna, no me quedó otro remedio que tomar prestado un ordenador de la casa en la que me alojaba y teclear con él, tanto el artículo de rigor como algunas líneas de una posible novela nueva (que si es no será larga, descuiden). El ordenador ha vuelto a no gustarme, lo siento; pero ya que lo tenía en mis manos durante unos días, aproveché para navegar un poco por Internet, por primera vez en mi vida o casi. Así, logré visitar por fin, al cabo de unos diez años desde su creación, la web que lleva mi nombre y que montó por propia iniciativa una lectora de Gijón, Montse Vega, a la que, visto lo visto, debo mucho más de lo que jamás podré devolverle. También me quedé admirado de que en la Red existan datos sobre todo lo habido y por haber, aunque demasiados no sean de fiar o estén equivocados. Es decir, aquello parece una enciclopedia de vastedad incomparable, pero de calidad muy dudosa y variable. Comprendo ahora de dónde salen muchas «documentaciones» de periodistas y -lo que es más grave- novelistas, y por qué tantos de éstos se atreven hoy a hacer novelas históricas sin saber nada sobre el periodo elegido antes de empezar a redactarlas.

Pero de todo esto estarán la mayoría de ustedes al cabo de la calle, y disculpen que les diga nada sobre mediterráneos que habrán descubierto hace siglos. Lo que más me ha desagradado, sin embargo, son los llamados blogs y foros, por algunos de los cuales me he dado un paseo. No entiendo que tantos escritores tengan un blog propio y le dediquen, por fuerza, numerosas horas de su tiempo, porque me parece equivalente a esto: uno va a un bar, se sienta a una mesa y habla de lo que sea, y a continuación está expuesto a que cualquiera coja una silla y le suelte a su vez su rollo o -con demasiada frecuencia- sus imprecaciones. O bien a esto otro: uno inicia una conversación telefónica particular, y cualquier individuo puede colarse en ella y opinar lo que le plazca o ponerle verde a uno. No sé, para mí sería una pesadilla tener que escuchar pacientemente a personas que no he elegido, y con las que en algunos casos no quisiera ni cruzar media palabra. ¿Cuál es la gracia de estas tertulias escritas? ¿Ver que uno provoca reacciones? ¿Tener la comprobación inmediata de que lo que expone no cae en el vacío? ¿Llevar una vida «interactiva» (y perdonen el adjetivo)? Debe de haber mucha gente solitaria, o que aguanta la soledad -ese gran bien- pésimamente. Pero lo que más me ha desagradado es el frecuente tono insultante de los comentarios y el veneno que a menudo destilan. Amparados en el anonimato cobarde de los llamados nicks, no hay asunto que no les merezca a unos cuantos blogueros toda suerte de improperios. No veo que se discuta ni argumente apenas, sino que más bien se lanzan denuestos y groserías como en las tabernas más zafias. Hay en este mundo, o eso parece, una desproporcionada cantidad de odiadores, o llámenlos negativistas, resentidos, amargados, venados. No tantos en los blogs o foros en inglés. En esa lengua la gente es más propensa a emitir sus opiniones, a discutir civilizadamente, a pedir una información o aportar otra interesante y útil. En los españoles, en cambio, veo una sobreabundancia de rabiosos y cabreados, de individuos a los que todo parece una mierda, o que dedican horas y horas a estudiar la obra de un autor, por ejemplo, con el solo ánimo de ponerla a caldo, en vez de abstenerse -como quizá sería lo lógico- de seguirla leyendo. También se lleva uno sorpresas en este mundo, y ve intervenir, con su nombre, a personas de las que se distanció hace años, sólo para comprobar que la edad no las ha hecho más sabias ni gratas sino todo lo contrario, que el gusto por despotricar sin razones les ha ido en aumento y que ni siquiera han variado sus obsesiones durante tan larga ausencia. No sé, pero asomarse a esa inmensa taberna que son los blogs y foros de Internet, en España, le hace tener a uno la sensación de vivir en una región ocultamente furibunda, en la que más vale no entrar, si es posible.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 14 de diciembre de 2008

SILLÓN DE OREJAS. Ibargüengoitia

Es una verdadera pena que a la vuelta de unos días los ejemplares invendidos de la enorme producción editorial del último trimestre del primer año de la Gran Crisis emprendan el camino de vuelta a los almacenes de las distribuidoras. Otro asunto más que dará que pensar al próximo presidente (a estas alturas de los pactos una presidenta parece definitivamente descartada) de la Federación de Gremios de Editores de España. En cierto modo es como si Santa Claus (antes Papá Noel), abrumado por el peso de la saca de los regalos-refugio, arrojara chimenea abajo y mezclándolos con hollín (esto parece una escena victoriana) los libros que no le dio tiempo a colocar alrededor del abeto navideño adquirido a los depredadores de bosques. Y digo que es una pena porque siguen llegando a las librerías novedades muy recomendables, como Revolución en el jardín (Reino de Redonda), que recoge una selección de las divertidas, luminosas crónicas que Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928-Mejorada del Campo, 1983) escribió durante los años sesenta y setenta para el diario Excélsior y, posteriormente, para el mensual Vuelta. Los entusiastas del escritor mexicano (entre los que me cuento), que falleció en el mismo espantoso accidente de aviación en el que murieron otras 180 personas (entre ellas Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Scorza) cerca de Madrid, descubrirán una faceta aquí inédita del autor de thrillers tan excéntricos e impactantes como Dos crímenes o Las muertas. Un autor insuficientemente conocido entre nosotros y que, como afirma Juan Villoro en el prólogo, «careció de respaldo crítico o académico en un país convencido de que el humor es poco profundo y, en consecuencia, no define prestigios», lo que no deja de ser un juicio perfectamente trasladable a esta unamuniana Piel de Toro en la que, al parecer, no existe más literatura de calidad que la compuesta sub specie aeternitatis. Y a estas alturas del siglo XXI ya deberíamos tener claro que la farsa y la ironía -dos «modos» en los que Ibargüengoitia era un auténtico maestro- son asuntos perfectamente serios. Y del día a día.

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

El País, Babelia, 13 de diciembre de 2008

El Larra de México

Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) se convirtió durante un decenio ─1968-1976─ en el mejor articulista de México, digamos el Larra de México. Murió durante un desastre aéreo de Barajas. México cuenta con grandes clásicos como Alfonso Reyes y Octavio Paz, sin olvidar a Rulfo, Yáñez, Torres Bodet o Fuentes. Revolución en el jardín recoge una selección de artículos y crónicas de viaje del autor mexicano, formado como dramaturgo junto a Rodolfo Usigli, el autor de la novela Ensayo de un crimen, una de las grandes películas de Buñuel en México. A primera vista Ibargüengoitia puede parecer un costumbrista de la capital azteca. Pero poco a poco, nos desconcierta y produce una rara perplejidad. Su ojo para pintar la vida cotidiana de México emana un humor feroz. “Somos una raza de corteses”, quizá un lacanismo divertido. Como si aquí dijésemos, somos una raza de francos, por nuestra grosera sinceridad cafre. Su estilo es una mezcla de lógica a lo Groucho Marx y humos digno de Quevedo, uno de sus hallazgos: el rascacielos enano.

Viaja a Cuba para recoger un premio y su crónica destaca por su visión alejada de todo servilismo castrista. Todo está racionado, excepto las imágenes de santos. Su crítica de El último tango es implacable. Su visión de España es como visitar Marte. La página sobre un hotel de lujo en Madrid, y sus sofisticadas duchas, provocan una genuina hilaridad. “No me bañé aquel día”. Casi vemos a un Jerry Lewis de México. La lógica del absurdo reina en su modo de ver el mundo. Un jardinero fulmina una buganvilla. Una lectura reconfortante.

CÉSAR PÉREZ GRACIA

Heraldo, 4 de diciembre de 2008

LA ZONA FANTASMA. 7 de diciembre de 2008. Caminatas gratas y un mal asunto

Antes de empezar a dar aquí la lata todos los domingos -dentro de poco se cumplirán seis años-, me pasé otros ocho haciéndolo en otro sitio, y allí tenía como vecino de página a Arturo Pérez-Reverte. Como aún recuerda alguna gente, solíamos gastarnos bromas de una columna a otra, y lo curioso es que entonces no nos conocíamos apenas; en persona, quiero decir. De hecho fue a raíz de aquellas joviales escaramuzas periodísticas como comenzamos a tratarnos y a forjar lo que algunos amigos suyos y míos consideran una extraña amistad, al no ver muchas afinidades entre nuestras respectivas literaturas y admiraciones. Sea como sea, de aquel largo periodo nos ha quedado, supongo, cierta costumbre de gastarnos nuevas bromas, pese a que ahora sus lectores no vean las mías ni los míos las de él, a menos que unos y otros compren los domingos los dos distintos suplementos en que colaboramos. Lo cierto es que el Capitán Alatriste ya me ha metido en un par de líos o tres, porque de cada caminata que damos juntos saca un artículo, en el que, claro está, cuenta las cosas a su manera. Hace ya algún tiempo relató una conversación que mantuvimos un anochecer primaveral en el que nos dio -qué quieren- por fijarnos en los atuendos y andares de las mujeres con las que nos cruzábamos, las cuales no salieron en general bien paradas a nuestro humilde y arbitrario criterio, que nadie tenía por qué tomarse en serio ni pensar que valía más que el de cualquier otro viandante. Pero fueron muchas las mujeres que absurdamente se dieron por aludidas y nos afearon nuestra charla y nuestra actitud, y hasta hubo una iniciativa internética de recogida de firmas para que nos empapelaran por un «delito de opinión», si mal no recuerdo. En todo caso el Duque de Corso, con su columna imprudente, me hizo quedar fatal y recibir unos cuantos palos que no me había buscado. Y ya me busco yo bastantes por mi cuenta.

Ahora me la ha vuelto a jugar. Como ha contado en su pieza “Los fascistas llevan corbata”, volvíamos un jueves de la Academia, a cuyas sesiones me he empezado a asomar, y por ese motivo llevábamos ambos corbata, prenda a la que ni él ni yo tenemos la menor afición. Íbamos, en efecto, cargados con bolsas llenas de sobres y libros que la gente envía a la sede de la Academia y que acabábamos de recoger. Yo iba hacia mi casa y él hacia su coche, estacionado en la zona. De pronto nos topamos con una manifestación de inmigrantes, a la altura de la calle Carretas. Imposible saber qué reclamaban, no les suelen faltar motivos de queja. Aprovechamos un claro para atravesarla, con toda tranquilidad, y cuando ya habíamos pasado, oímos una voz que gritaba: «¡PP, fascistas, cabrones!» Lo último que se me ocurrió fue darme por aludido, pero Don Arturo (como lo he de llamar en las sesiones académicas, gratificantemente formales), quizá porque va por la vida ojo avizor, mientras que yo voy en las nubes y sin ver nunca a nadie, se volvió al instante y exclamó, refiriéndose a un individuo de aspecto aindiado: «¡Diantre, a fe mía parbleu y voto a bríos!» Siempre ha sido un afrancesado. «¡Nos lo ha dicho a nosotros!» Yo le contesté, medio en la inopia: «¿Tú crees? No creo. Como no sea por las corbatas …» Él se quedó taladrando con la mirada al insultador, que no nos hizo ni puto caso, lo cual me reafirmó en mi opinión de que su grito no nos iba dirigido. Pero Don Arturo o la Fuerza del Sino insistió: «Sí, sí, iba por nosotros, hay que se foutre, mon vieux«. Yo comenté que en los primeros meses de la Guerra Civil, en Madrid, a mi abuelo Marías, republicano convencido pero señor muy pulcro con su cuidada barba blanca y su corbata siempre puesta, algunos milicianos se atrevían a reprocharle el uso de esta prenda, y que él, ni corto ni achantado, les echaba buenos rapapolvos a aquellos aguerridos, por su simpleza y su osadía. Eso fue todo. Pero si se molestan en buscar el artículo de mi colega, verán cuán dado es a los lances de espada, en la vida real como en la imaginativa.

Si el Capitán tuvo razón, sin embargo, sería la segunda vez que me llaman fascista en poco tiempo, lo cual da que pensar. A lo largo de mis casi catorce años de columnista fijo, y de mis treinta de articulista ocasional, a menudo se me ha tildado de «rojo asqueroso» y de peores cosas, en la misma gama. «Facha recalcitrante», como se me ha largado recientemente en una carta biliosa y anónima, en la que se me deseaba que me pudriera «en un pozo de mierda» cuando llegue mi hora, nadie me lo había llamado jamás. ¿El motivo? Un artículo de hace poco en el que, mostrando mi respeto por quienes desean desenterrar a sus muertos de la Guerra Civil y darles mejor sepultura, no me abstenía de señalar que había un elemento de puerilidad y superstición en ello, al menos para quienes no somos religiosos ni creemos que las personas perduren en sus reliquias y huesos. No sé. Durante muchos años, en nuestro país, los únicos que han mandado cartas cobardes y anónimas (a mí, por lo menos), y han insultado a lo bestia, y han practicado la demagogia hasta decir basta, han sido individuos de extrema derecha y algún enfermo de nacionalismo. Mal asunto que ahora empiece a hacerlo también descerebrada gente de izquierda, y que los destinatarios de sus injurias seamos los mismos que recibimos las de sus supuestos y descerebrados contrarios; o que un inmigrante vuelva a asociar unas corbatas con el fascismo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 7 de diciembre de 2008

Harris cogió su fusil

Las batallas, a menudo, no son para los combatientes sino una sucesión confusa de sonidos, humo, cornetas de órdenes, estrépito de cascos y gritos, explosiones y caballos corriendo desbocados: los ojos aterrados, los belfos llenos de espuma. ¿Realmente puedo decir con esto que he vivido la batalla de Waterloo?, se preguntaba el joven Fabrizzio, el protagonista de La Cartuja de Parma, tras narrar su impresión de la batalla. El fusilero Harris expresa en su relato la misma certeza. En medio de una refriega, cegado por el humo de las descargas de fusil, ensordecido, dice que al soldado raso sólo se le puede pedir que cuente las cosas que le ocurren a él, lo que pasa en su posición, y los muertos que yacen a su lado. De ahí que los relatos bélicos narrados en primera persona gocen, como en este caso, de una frescura, originalidad y viveza únicas.

Zapatero de profesión, Benjamin Randell Harris se enroló en 1806 en el 95º Regimiento de Fusileros, con el que recorrió gran parte de la Península Ibérica durante la Guerra de la Independencia, luchando contra las tropas de Napoleón. Sus memorias, por tanto, tienen no sólo el interés testimonial de las experiencias de un soldado en campaña, sino un valor histórico añadido a la hora de conocer el funcionamiento del ejército de la época, importante por lo excepcional, ya que los testimonios son escasos debido, entre otras cosas, al alto índice de analfabetismo. De hecho, el fusilero Harris, también iletrado, tuvo que dictar sus Recuerdos a Henry Curling, escritor y capitán de Infantería retirado, quien se encargó de transcribirlos, y editarlos, en 1848.

El libro de Harris recoge una serie de episodios de sus particulares hazañas bélicas: desde los latigazos con que condenaban los consejos de guerra la insubordinación, a la sala del hospital de campaña donde se amontonaban, sanguinolentas, las piernas recién amputadas, todavía con las botas calzadas, o esa imagen, casi surrealista, del oficial inglés que, acabada la batalla, sorteaba muertos y heridos sobre su caballo, ofreciendo una guinea a quien recuperara la peluca que había perdido en combate. Todo salpicado de nombres familiares: Zamora, Vitoria, Salamanca…

La edición, exquisita, se completa con una introducción y un epílogo de Ian Robertson que permite al lector situar la acción en su contexto histórico.

JESÚS MARCHAMALO

Abc de las artes y las letras, 6 de diciembre de 2008

Recuerdos de aquel fusilero

En el maremagno de novedades literarias de este mes de septiembre me encuentro con una rareza: Recuerdos de este fusilero; ni más ni menos que las memorias bélicas de un soldado británico llamado Benjamín Harris, que participó en nuestra Guerra de la Independencia. El libro lo edita -estupendamente- Reino de Redonda, esa exquisita editorial que dirige el célebre novelista Javier Marías, y, para el lector berciano, su interés aumenta al saber que el tal Harris formaba parte del 95º Regimiento de Fusileros del ejército de Wellington: los famosos Royal Green Jackets (Casacas Verdes) que, a finales de 1808 y comienzos de 1809, protagonizaron, junto a otras tropas británicas mandadas por el teniente general Sir John Moore, aquella célebre y terrible retirada hacia La Coruña que en El Bierzo dejó memoria de cruentos y penosos episodios, sobre todo en Bembibre, Cacabelos y Villafranca.

Pero Harris, que en su regimiento también ejercía de zapatero remendón, no pudo escribir de su puño y letra sus propias memorias, pues era analfabeto; sin embargo, contó con la inestimable ayuda, en calidad de amanuense, de otro militar retirado: Henry Curling, antiguo capitán del 52º Regimiento de Infantería Ligera de Oxfordshire, que además fue un prolífico escritor.

Aunque en el conjunto de estos «recuerdos», todo lo relativo a la retirada del ejército británico no ocupa más que siete de los veintiocho capítulos que conforman el libro, es en ellos, mejor que en ningún otro episodio, donde se advierte la mentalidad del soldado decimonónico: su patriotismo espontáneo y desinteresado, su capacidad de sacrificio y su instinto de supervivencia, así como la resignada aceptación de las atrocidades y penalidades que supone la guerra.

No obstante, debo señalar que el fusilero Harris no embarcó en el puerto de La Coruña ni participó en la Batalla de Cacabelos, donde otro casaca verde, Thomas Plumket, acabó con la vida del general francés Colbert, tras un certero disparo. El batallón de Harris, integrado en la brigada del coronel Crawford, entró en El Bierzo por el Puerto de Foncebadón, y no por El Manzanal, como el grueso de las tropas de Moore; luego, tras pasar por Ponferrada (a la que no menciona en su relato) se dirigió a Puente de Domingo Flórez y Valdeorras, para alcanzar, tras muchas penalidades y medio muerto, el puerto de Vigo. Dentro de tres meses se cumplirán doscientos años de aquello.

FERMÍN LÓPEZ COSTERO

Diario de León, 26 de septiembre de 2008

Recuerdos de este fusilero

Benjamin Harris (1781-1858) formó parte del 95° Regimiento de Fusileros y con él combatió en España integrado en el ejército del duque de Wellington durante la Guerra de la Independencia. Este libro es un conjunto de recuerdos de su vida como fusilero, dictados a un antiguo capitán de infantería que se convirtió en su amanuense (Harris era analfabeto) y editor años después de regresar a la vida civil.

En España no existen documentos de este tipo de ese periodo, lastimosamente, pero la mirada de este hombre sobre la guerra, sin otra intención que la de hilar una serie de anécdotas sobre la vida del soldado en campaña y de los enfrentamientos feroces entre franceses e ingleses, pues los españoles apenas si aparecen de refilón, es una mirada impresionante en lo que tiene de testimonio sobre la dureza y brutalidad a ras de suelo y de grado de una guerra decimonónica. El relato es llano y directo y corresponde a una mente simple y valerosa que acepta la guerra, con sus atroces escenas y penalidades sin cuento, como un hecho inevitable.

El valor de este relato, tan entretenido como dramático, es el de entregar sin tapujos el punto de vista del soldado raso y patriota. Este aspecto del orgullo patriótico es singular como documento y testimonio de la mentalidad de una época. La relación, por ejemplo, de la penosa retirada hacia La Coruña se convierte en un ejercicio de supervivencia hasta el límite de la vida. De hecho, es la moral de la supervivencia la que se impone a todo otro valor en un ejercicio espeluznante y ejemplar de realismo vital, lo que no empaña el compañerismo, el dolor y la compasión, pero siempre subordinados a la supervivencia.

En su conjunto, un cuadro vivo de escenas reales, convertido en historia y experiencia a la vez, ciertamente ejemplar.

JOSÉ MARÍA GUELBENZU

El País, Babelia, 6 de septiembre de 2008

HIMNO DE REDONDA

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Himno Nacional de Redonda, compuesto por Leigh Henry (1949) y cantado por Nicholas Clapton (2001)
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