LA ZONA FANTASMA. 22 de febrero de 2008. Visitar la prehistoria

Donde todo ha sucedido. Al salir del cine

Gene Tierney en El fantasma y la señora Muir

Cenaba hace unas semanas con el director de cine Agustín Díaz Yanes y con Arturo Pérez-Reverte, y el primero nos contó que, en unos cursos que da anualmente a estudiantes de guión, se encuentra con que muchos desconocen por completo la historia del arte al que van a dedicarse, o que cada vez creen, en la práctica, que esa historia ha empezado más tarde. No es ya que no hayan visto ni oído hablar de Ciudadano Kane, La diligencia, La regla del juego o Extraños en un tren, de los años treinta y cuarenta. Es que tan sólo les suenan vagamente El padrino o Grupo salvaje, de los setenta, y las ultimísimas hornadas prescinden ya de Pulp Fiction, de los noventa, por mencionar un título que no es comparable con los citados, pero con el que las promociones inmediatamente anteriores poco menos que pensaban que se inauguraba la historia cinematográfica.

No me cabe duda de que esto se debe, en parte, a que cualquier película con más de un decenio hay que hacer un acto de voluntad para verla. Se pueden comprar en DVD –o “descargar”, en muchos casos–, pero eso supone dinero, cierto esfuerzo y estar informado de su existencia. Hasta hace no demasiado tiempo, las televisiones no tenían inconveniente en programar cintas antiguas, incluso en blanco y negro, a horas más o menos decentes. Varias generaciones nos nutrimos de ellas y completamos nuestra cultura con esas visiones “pasivas” o “azarosas”. Añadía Díaz Yanes que cuando les ponía a sus estudiantes algunas películas para ellos antediluvianas, se quedaban asombrados y entusiasmados, y descubrían que muchas de las cosas actuales que creían nuevas u originales tenían en realidad más edad que sus abuelos. Pérez-Reverte y yo, por nuestra parte, comentamos lo llamativo de que, siendo escritores y no cineastas (pero nuestra devoción por el cine es conocida), bastantes lectores nos pidan que dediquemos alguna columna a recomendar películas antiguas, y, dentro de éstas, las que no sean demasiado célebres y a nuestro parecer valgan la pena, o aquellas por las que sintamos debilidad, aunque no sean obras maestras. Quizá otro día me anime a ello, si les parece (y si no, no me animo). Vaya por delante mi ya muy confesada pasión por una modesta, El fantasma y la señora Muir, de Mankiewicz, cuyo centenario se celebra ahora, y que está disponible en DVD.

Lo cierto es que esta orfandad de los más jóvenes se da hoy en casi todo: ven y leen lo reciente, lo estrictamente contemporáneo a ellos, y suelen saber de historia la que coincide con sus breves vidas, luego en España empiezan a ignorar hasta el franquismo. Al mismo tiempo, cada vez hay más que desean escribir o hacer cine, y nadie les ha enseñado que cualquier artista, para su formación, puede prescindir de lo último, pero no justamente de lo que lo ha precedido, porque si lo desconoce está condenado a repetirlo sin saber que lo repite, y a convertirse por tanto en un mero epígono. Numerosos cineastas y narradores actuales, normalmente los que se creen más innovadores y modernos y se permiten tachar de anticuado cuanto es un poco más viejo que ellos, hacen películas y escriben novelas rancias, repetitivas, trilladas. Con una mezcla de ingenuidad y soberbia, han decidido que no tienen que aprender lecciones de nadie y que la literatura y el cine van a nacer o a renacer con ellos. No se molestan en ver qué se ha hecho antes, porque piensan que lo que se les ocurra ha de ser por fuerza “nuevo”, tanto como lo son sus vidas. Sin embargo, lo mismo que quien se enamora por vez primera está obligado a repetir en sí mismo los sentimientos que gran parte de la humanidad ha albergado desde el principio de los tiempos, lo natural es que a un escritor o a un cineasta jóvenes se les ocurran historias y estilos ya inventados y desarrollados con maestría. Si en música apareció el dodecafonismo no fue porque la de Schubert y Beethoven, Wagner y Richard Strauss no fuera maravillosa, sino justamente porque había llegado a serlo en demasía. Cada ser humano está abocado a recorrer, en su efímero lapso de tiempo, todas las fases que recorrieron sus antepasados a lo largo de los siglos, tanto vitales como artísticas. Quien pretenda cultivar un arte debe aligerar el paso y empaparse cuanto pueda de lo que lo ha precedido, para no resultar anacrónico sin enterarse. Hoy, extrañamente, se dan escritores que presumen de no haber leído, y cineastas que proclaman con desafío haber visto sólo las últimas series televisivas “de culto”. Entre los primeros los hay convencidos de ser el colmo de lo novedoso, cuando se limitan a reiterar fórmulas arcaicas, de los años setenta como tarde (años, además, particularmente estériles y tediosos, y lo dice quien debutó en ellos), que los críticos, igual de ignorantes –o desmemoriados–, les aplauden sin reservas. Todos ellos, en fin, están condenados a descubrir mediterráneos y a provocar el bostezo de sus mayores, a menudo más modernos, sólo sea por haber visitado la prehistoria en su día.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 22 de febrero de 2009

El pasado nunca muere: Las falsas memorias de Javier Marías

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He aquí un nuevo libro de Javier Marías que en puridad no lo es: Aquella mitad de mi tiempo es una antología que reúne los artículos del novelista de carácter más personal, “los autobiográficos y los evocativos”, en palabras de Inés Blanca, compiladora del volumen. En su gran mayoría, estos textos ya han sido recogidos en las distintas recopilaciones de la obra periodística y ensayística de Marías, y resultarán por consiguiente familiares para los conocedores de su obra. Hay que señalar, sin embargo, que agrupados en este nuevo libro, siguiendo la ordenación cronológica establecida por la editora, estos artículos ya conocidos acaban conformando un todo unitario novedoso y original: un auténtico libro de recuerdos de Javier Marías, o lo más parecido –como adelanta en el prólogo al libro su hermano Miguel– a unas memorias, aunque sean accidentales, fruto de una intervención exterior y así sólo parcialmente deseadas, aunque a la postre consentidas, por el autor. Pues lo cierto es, a juzgar por su nota previa, que el propio Marías parece acomodarse sin demasiadas dificultades a “este libro improvisado” (p. 17), suerte de autobiografía reticente y parcial que habla, sobre todo, “de los tiempos y de las personas que he conocido” (p. 18), y –no podía ser de otra manera tratándose de Javier Marías– del tiempo y su inevitable transcurrir, una de las mayores preocupaciones literarias y vitales del novelista.

Agrupados en ocho secciones, los más de ochenta textos aquí reunidos, publicados originalmente entre 1987 y 2008 (aunque en su mayoría datan de los últimos diez o doce años) pasan revista, entre otros asuntos, a la infancia del autor; a sus padres y la represión de que fueron objeto durante el franquismo; a su juventud e inicios literarios; a las personas que ha tratado y le han marcado de un modo especial, con un homenaje particularmente sentido a sus “mayores”, las generaciones de la República; a su visión del mundo y de la sociedad en que le ha tocado vivir; y a la leyenda del Reino de Redonda y su nobleza literaria. En estas páginas de tono marcadamente elegíaco se suceden así personas y lugares que contaron en la vida del autor y ya no son, así como se relatan algunas experiencias decisivas en la materialización del destino de escritor de Javier Marías, trazando un retrato personal muy vivo del autor y de sus ideas y preocupaciones, aunque no quepa esperar grandes revelaciones. En efecto, la mayoría de los hechos o anécdotas aquí referidos por Marías serán ya conocidos de sus lectores habituales.

Y es que los textos provienen fundamentalmente de la columna semanal que, en sucesivos medios de prensa y bajo diversos títulos, Marías lleva escribiendo desde hace cerca de quince años. A ellos se añaden algunos artículos sueltos de otra procedencia, un par de prólogos, alguna conferencia o charla, y otros textos de naturaleza diversa. Entre estos últimos conviene destacar uno inédito en castellano, la fascinante entrevista de 2007 publicada por The Paris Review en su célebre serie “El Arte de la Ficción”, con la que Marías se une a escritores de la talla de Faulkner, T S Eliot o Nabokov, y un par de rarezas, publicadas en revistas de difusión confidencial y por ende difíciles de encontrar, dos “falsos” diarios, “Moleskine” (de septiembre-octubre de 2001), y “Diario de Zúrich” (1997-1998), falsos en la medida en que fueron escritos por encargo, y reflejan por tanto de forma sesgada o lateral la vida cotidiana del autor.

Marías es un columnista de prosa brillante y amena, sensible y evocador, y a menudo provocativo en el mejor sentido de la palabra. Sus artículos semanales resultan ingeniosos, inventivos y sorprendentes, nunca vulgares y adocenados: no en balde probablemente sea Marías hoy el mejor columnista de la prensa española. La calidad e interés de esta colección de artículos quedan, de entrada, fuera de duda. Además, la eficaz estructuración del conjunto por la compiladora permite que textos concebidos como obras aisladas se lean ahora como parte de un todo continuado y armonioso, sin apenas reiteraciones. De este nuevo todo surge un emocionante y revelador autorretrato del autor como hombre pudoroso y reservado, que no distante ni altivo como se suele decir; un tono amable y ligeramente melancólico domina la narración. Para quienes estén acostumbrados a los diversos modos del articulista, hay que insistir en que aquí no asoma el Marías polémico o más bronco, debelador de las necedades y comportamientos incívicos que nos asedian a diario, y sí por fortuna el más sentimental y afectuoso, y también el más divertido.

Estos textos son nostálgicos en el mejor sentido de la palabra, el más vital: con el paso del tiempo, todo acaba por tornarse pérdida, reconoce Marías, pero no hay que sumirse en la tristeza al mirar atrás porque, en feliz expresión de William Faulkner, “el pasado nunca muere, ni siquiera es pasado”. Para Marías, el pasado es algo que permanece en nosotros, que no hay que intentar superar ni desde luego temer, aunque tampoco conferirle “una categoría superior a la del presente” (p. 91). La memoria, con lo que tiene de olvido, consiste pues en saber vivir con lo pasado para mantenerlo vivo en uno; en el caso del autor hoy, con “la mitad del tiempo” o más ya a sus espaldas del que probablemente le corresponda vivir. Marías es pudoroso aunque intenso en sus reminiscencias, y acaso por ello más emocionante; sus vivencias personales, despojadas de cualquier atisbo de trivialidad, son en buena medida universales y el lector no puede evitar identificarse con ellas, hacerlas suyas.

Aunque supongo habrá quien sostenga que Aquella mitad de mi tiempo es un libro menor en la bibliografía del novelista al tratarse de una recopilación, y por mano ajena, de material periodístico ya disponible en volumen, no me cabe duda, muy al contrario, de que el carácter unitario y autobiográfico del volumen le confieren un vivísimo interés, y de que constituye un muy valioso añadido a la obra de Javier Marías.

ANTONIO J. IRIARTE

Cuadernos Hispanoamericanos, n. 704, febrero de 2009

LA ZONA FANTASMA. 15 de febrero de 2009. El sublime exagerador

Si ustedes son lectores habrán experimentado la sensación alguna vez: hay un libro que nos gusta tanto, y en cuyo mundo nos sentimos tan cómodos, que no deseamos que se nos termine bajo ningún concepto, y durante la lectura de sus penúltimas páginas nos vamos parando para saborearlas mejor y aplazar el desolador momento en que ya no habrá más. El 16 de febrero de 1989, mañana hará veinte años, me sucedió eso exactamente. Fui a cenar con Juan Benet, Blanca Andreu y Vicente Molina Foix, y les hablé de la novela que estaba a punto de concluir, la versión francesa de Maestros antiguos, de Thomas Bernhard (la traducción española no había aparecido aún). Al volver a casa ya tarde, leí unas páginas más, y, cuando me quedaban sólo veinte, decidí dejármelas para el día siguiente, con vistas a que hubiera una jornada más de anticipación y placer. Pero esa prolongación se me aguó: el viernes 17, al mirar este diario por la mañana, me encontré con la noticia de que Bernhard había muerto, y el final de su novela lo leí con más pesar que contento. De hecho había muerto el día 12. Ignoro o no recuerdo por qué tardó tanto en saberse en España, país en el que por entonces ya era muy conocido.

En el más remoto origen, había sido un empeño personal mío que lo fuera. Doce años antes, Alfaguara, de cuyo consejo asesor formé parte entre 1975 y 1978 o algo así, publicó Trastorno, el debut de Bernhard en España. Yo había leído esa novela en francés y la recomendé con entusiasmo. Pero un lector de alemán, a quien se le pidió un informe, la puso verde, tachándola de decadente, pesimista, nihilista, reaccionaria, derrotista, aristocratizante y qué sé yo qué más. Imploré una segunda opinión de otro lector de alemán (yo no lo era), y por suerte la obra fue a parar a manos de Miguel Sáenz, quien no sólo coincidió con mi apreciación, sino que además se convirtió en el traductor habitual de Bernhard y más tarde en su biógrafo. Yo, sin embargo, seguí leyendo al autor austriaco siempre en francés. Me había acostumbrado y además sus libros se traducían antes a esta lengua, y me faltaba la paciencia para esperar. La primera crítica de Trastorno la escribió Félix de Azúa. La segunda, en este periódico, yo mismo, haciendo así cuanto estuvo en mi mano por que se leyera a Bernhard aquí.

Y se lo leyó, ya lo creo que se lo leyó. De hecho no fueron pocos los novelistas nacionales que se vieron contagiados por lo que llegó a llamarse «el virus Bernhard» y que lo imitaron descaradamente (a mí me afectó en alguna página suelta, controladamente y con plena conciencia, o eso quiero creer). Pero, desde mi punto de vista, en general se lo leyó bastante mal, con una gravedad y una literalidad no muy distintas de las de aquel lector de alemán que no estaba dispuesto a que se lo tradujera. Causó especial impacto su autobiografía en cinco breves volúmenes, en la que relataba miserias que convertían en privilegiados a los niños de Dickens y arremetía ferozmente contra su país y sus compatriotas, la Iglesia Católica connivente con el nazismo, el Festival de Música de Salzburgo y esta entera ciudad, contra Viena y la campiña austriaca, como por otra parte hizo en muchas de sus novelas. Su género fue en gran medida la diatriba, y los austriacos lo detestaron por ello. Se sabe que los más exaltados se acercaban a su casa a tirar piedras contra sus ventanas y ver si le echaban una ojeada al «monstruo». Luego siguieron al pie de la letra lo que dijo Lady Macbeth de Malcolm -«Era bueno, ahora que ha muerto»- y hoy es una gloria nacional. Pero para mí Bernhard fue sobre todo un sublime humorista, que llevó a lo más alto el arte de la exageración. Sus diatribas eran sin duda sinceras y profundas, pero también de una irresistible y deliberada comicidad. En contra de lo que les pasó a muchos, jamás me deprimí leyéndolo, sino que soltaba carcajadas cada dos por tres. Al cabo de los años, no se me borra aquel pasaje de varias páginas en el que, para denigrar a su país, asegura que la revista Neue Zürcher no se encuentra en toda la inculta Austria, mientras que puede adquirirse «fácilmente en el quiosco de cualquier pueblo español». O aquel otro en el que explica el motivo por el que se les dan premios a los escritores, y concluye que lo que se pretende siempre con ello es «cagar sobre la cabeza» del galardonado. «Siempre acaba alguien cagando sobre tu cabeza», insiste una y otra vez.

Veinte años sin que Bernhard dé nada nuevo a las prensas. No creo que ahora se lo lea ya mucho, como ocurrirá con Sebald dentro de unos pocos años más. Morirse lo pone a uno de moda, pero es una moda pasajera y de la que el escritor no disfruta. Guardé sin leer su última novela, Extinción, para que me quedara algo «nuevo» de Bernhard en el futuro y en época de vacas flacas. Iré a la estantería por ella. El futuro ya ha llegado, y las vacas flacas también.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 15 de febrero de 2009

PATENTE DE CORSO. Películas de guerra

Recuerdos de Lolita Franco y Julián Marías en la exposición «La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República»

Ficha académica de Julián Marías

Ficha académica de Julián Marías

Lolita Franco en 1935

Lolita Franco en 1935

Apuntes de Lolita Franco

Apuntes de Lolita Franco

Lolita Franco, Julián Marías y Carlos Alonso del Real

Lolita Franco, Julián Marías y Carlos Alonso del Real

Juventud en el mundo antiguo. Tres diarios sobre el crucero

Juventud en el mundo antiguo. Tres diarios sobre el crucero

Foto del crucero universitario por el Mediterráneo. Julián Marías abajo a la derecha

Foto del crucero universitario por el Mediterráneo. Julián Marías abajo a la derecha

Las cartas de Julián Marías a sus padres desde el crucero se publican por primera vez

Las cartas de Julián Marías a sus padres desde el crucero se publican por primera vez

Documentos del catálogo de la exposición que se puede ver, hasta el 15 de febrero, en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.

Memoria integradora

LA ZONA FANTASMA. 8 de febrero de 2009. La idiotez de no saber por qué

Hace ya mucho que, cuando visito un museo, mi paso se acelera al llegar a las salas de lo que se suele llamar «arte contemporáneo», es decir, a grandes rasgos, el producido entre 1965 y la actualidad. Rara es la obra de este ya largo periodo que me invita a detenerme ante ella más de un minuto, incluidas las que me agradan, que algunas hay. Pero la mayoría me parecen lisas como el futuro y casi ninguna rugosa como el pasado. Me aburro mirándolas, porque apenas hay nada que desentrañar. A lo sumo son «bonitas», pero de la misma o parecida manera en que resulta bonito un mueble al que se echa un complacido vistazo y nada más. Si aún visito esas salas, es sobre todo por un autoimpuesto sentido del deber y por un afán de respeto hacia quienes han colgado allí esos cuadros o artefactos. «Algo habrán visto los responsables, para otorgarles tan distinguido lugar», pienso, «y que yo difícilmente lo vea no significa que ese algo no esté. Me voy a esforzar». Miro y me suelo quedar como estaba. Debo añadir que eso no me causa complejo ni preocupación. Al contrario, salgo con la conciencia doblemente tranquila: he hecho el intento y, si no he logrado interesarme, considero que no es culpa mía sino de la obra en cuestión. He visto suficiente arte a lo largo de mi vida como para crearme ahora inseguridades.

Por supuesto, no me molesta en modo alguno la exhibición de «arte contemporáneo» en dichas salas. Allá los dueños de cada museo, y nadie me obliga a entrar en ellos. Sí me molestan, en cambio, y mucho, las supuestas obras artísticas que se me fuerza a contemplar: las que instalan las autoridades en las calles y las que pintan los grafiteros en un muro, una fachada, un vagón de metro o donde quiera que se les ocurra. Hoy existe una infinita comprensión hacia estos «artistas espontáneos», cuando no se los alienta directamente desde la prensa y las instituciones, que temen no parecer lo bastante «democráticas». Yo no lo entiendo, ya que los grafiteros no sólo están imponiendo su imaginería particular a los demás, en un espacio común del que no se puede escapar, sino que también están tachando la limpieza o desnudez de un edificio, su mera neutralidad. ¿Se imaginan que entraran en sus casas y les pintaran las paredes para «dar rienda suelta a su creatividad», y ustedes tuvieran que ver sus chorradas a diario o borrarlas repetidamente? La situación no es muy distinta en la ciudad, ya que éstas son extensiones de nuestros hogares, sitios por los que nos movemos, sólo que, al ser de todos, ni nosotros ni nadie podemos decidir cómo decorarlos. Las autoridades sí deciden, y a menudo me pregunto con qué potestad.

Hay tres o cuatro artistas actuales que siempre «necesitan» las ciudades y a los que, incomprensiblemente, los ayuntamientos del mundo dan sus permisos y beneplácitos. Uno es ese individuo, creo que búlgaro, que lleva un montón de años envolviendo edificios emblemáticos con lonas, nunca he sabido con qué objetivo ni le he visto el interés. Otro es un americano que reúne a masas de personas en una plaza o explanada, las convence de desnudarse todas a la vez y les hace unas espantosas fotografías, tampoco se sabe con qué fin ni interés, más allá de los del voyeur. El tercero es un escultor colombiano que de vez en cuando invade las ciudades con sus figuras monótonamente gordas y artísticamente planas. El cuarto es un suizo que ideó lo que se conoce como Cow Parade: sus horrendas vacas de fibra de vidrio he tenido la mala suerte de topármelas en el pasado en Edimburgo, Berlín y Dublín, y ahora, con descomunal retraso, las han puesto en Madrid: ciento cinco vacas sin ningún atractivo, decoradas por artistas locales y a cual más chafarrinosa. Bueno, ya digo que maldita la gracia que me hace encontrarme con las lonas imbéciles, las masas empelotadas, las esculturas paquidérmicas o las vacas pintarrajeadas. Personalmente no creo que nada de eso sea buen arte, pero admito que otros lo crean y me aguanto mientras duran el «experimento» o la «exposición».

No es el caso de parte de mis conciudadanos, que el primer fin de semana que tuvieron a las vacas bobas diseminadas por Madrid, robaron una (tras desatornillarla), se montaron sobre varias y dañaron a propósito la mayoría. Y me temo que no fue porque no les gustaran, como a mí, sino porque están acostumbrados a que cualquier objeto que esté en la calle se pueda robar o destrozar impunemente. Son los mismos sujetos, no se olvide, que se abalanzaron con tijeras a cortar trozos de alfombras durante la boda de los Príncipes de Asturias, y que se llevaron a sus casas hasta el último adorno de aquella ocasión. Son los que dejan arrasadas la Puerta del Sol y la Plaza Mayor tras cualquier celebración, que roban o destruyen papeleras no se sabe por qué, que mean y vomitan en los portales cercanos a las zonas de copas o de botellón. Estoy convencido de que si a cualquiera de esos individuos se le preguntara, fuera de la situación, por qué había hecho esto o lo otro, respondería «No lo sé» o, en el mejor de los casos, «Por diversión». Y de que a la siguiente pregunta -«¿Por qué eso es divertido?»- contestaría igualmente «No lo sé». Hacer cosas sin saber por qué es una de las mayores pruebas de idiotez, y la plaga va más allá de Madrid. Nuestras autoridades llevan decenios permitiendo -más bien fomentando- una ciudadanía dominada por esa idiotez. Claro que es probable que a la pregunta «¿Por qué nos colocan ustedes las lonas, las muchedumbres en bolas, los obesos y las vacas feas?», también ellas supieran sólo responder: «No lo sé».

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 8 de febrero de 2009

La señora

Aquella mitad de mi tiempo

Contar desde su presente, sin más artificios que la propia realidad, es la tarea que se ha propuesto en los últimos años el escritor Javier Marías (Madrid, 1951). Vemos cómo en su más reciente saga novelesca: Tu rostro mañana: fiebre y lanza (2002); Tu rostro mañana: baile y sueño (2004) y Tu rostro mañana: veneno y sombra y adiós (2007), el autor desarrolla largamente episodios autobiográficos, tomando de la realidad al filósofo español Julián Marías (su padre), llamado Juan Deza en las tramas, y a su amigo Sir Peter Russell, que aparece como Sir Peter Wheeler. Eso sin contar que en sus anteriores obras también tomó directamente de la realidad personajes que hizo novelescos, y por ello, de ficción, incluyéndose a sí mismo como parte esencial de las historias. No obstante, a pesar de ser Javier Marías el novelista español más importante y reconocido de la actualidad, se ha destacado también como articulista de renombrados medios impresos, dentro y fuera de España, y ello le ha ganado un lugar de preeminencia en el mundo hispano, que muy pocos escritores a su edad pueden ostentar.

En lo particular disfruto más con los artículos que con las novelas de Marías, no porque tenga alguna aprensión con su narrativa (en absoluto, es de altísima calidad), sino porque soy amante de los textos breves y, en consecuencia, me cuesta bastante abordar una novela de muy largo aliento. No sé, tal vez me canse de tener a un mismo autor entre mis manos durante muchos días, o no tenga cabeza para seguir un hilo narrativo excesivamente largo y complejo. Lo cierto, es que todas sus compilaciones de artículos y de ensayos, que ya son varias y excelentes, las he leído con avidez, tomándome la tarea de comprar directamente a España (por internet) los libros que no consigo en las librerías de Venezuela.

Me llegó hace poco su más reciente título: Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, 2008), en edición de lujo, e ilustrada. Se trata de una selección de sus mejores textos autobiográficos y evocativos, hecha por Inés Blanca. Resalta en este libro el énfasis puesto por la editora en aquellas piezas en donde se nos muestra a Javier Marías en su aspectos humano y familiar, resultando de todo este proceso de selección (a decir de Miguel Marías, hermano del autor y prologuista de este tomo), «lo más cercano a unas memorias suyas -directas, involuntarias y fragmentarias, aunque consentidas-«, que vamos a poder leer.

El libro está compuesto de más de ochenta textos (artículos, ensayos, discursos y tributos), más un falso diario y una larga entrevista que le hiciera Sarah Fay para el The Paris Review. Algunos de los textos fueron tomados de anteriores y conocidas compilaciones: Vida del fantasma (1995); Mano de sombra (1997); Pasiones pasadas (1999); Seré amado cuando falte (1999); Salvajes y sentimentales (2000); El oficio de oír llover (2005); A veces un caballero (2001); Donde todo ha sucedido (2005), y Demasiada nieve alrededor (2007).

Diría que nunca había estado Javier Marías tan expuesto, tan al desnudo ante sus lectores, como en esta nueva obra. Asombra, eso sí, la osadía de los textos incluidos, su profundo desenfado, esa manera tan directa de exponer el novelista sus puntos de vista, en temas autobiográficos y familiares, sin perder en ningún momento la elegancia que lo caracteriza. Si bien en muchas otras obras leíamos la exquisita prosa de Marías en alusión a temas políticos y de la cotidianidad, y admirábamos su talento y su fino humor, en esta oportunidad cuando nos cuenta de su infancia, de sus hermanos, de su madre fallecida (cuando el autor estaba apenas en su veintena), de su padre recientemente muerto, de sus ciudades, de sus calles más frecuentadas, de la juventud, de sus amores, de sus reticencias al matrimonio, de sus costumbres literarias, de sus autores favoritos, y de sus más entrañables amigos, no podemos menos que admirar su sensibilidad humana, su formación en valores; la solidaridad que lo ha llevado a extremo de no importarle el dinero que gasta, si con un presente (por lo general un libro suyo o de otro) le alegra la existencia a un buen amigo.

El hombre frío y calculador que resulta de las respuestas a la entrevista dada, es sólo una máscara, una impostura, una pose de «niño malcriado» que desea ocultar (y no puede) un espíritu generoso y un corazón dolido, que palpita con nostalgia por los amigos idos, por los muertos de su vida, por los difuntos que a sus 57 años plagan su historia y su presente. En fin, en estas páginas queda al descubierto el escritor maduro que sigue trabajando en su prolija y reconocida obra; pero, sobre todo, el ser humano a quien no le cuesta asimilar que la vida pasa, y con ella se van muchas cosas, incluso nuestra propia existencia.

RICARDO GIL OTAIZA

El Universal (Venezuela), 5 de febrero de 2009

Ibargüengoitia. Desde México con humor

Jorge Ibargüengoitia ha sido uno de los escritores mexicanos con mayor personalidad de la segunda mitad del siglo XX, pero es injustamente desconocido en nuestro país. La recopilación de algunas de sus crónicas periodísticas en Revolución en el jardín (Reino de Redonda) nos acerca al talento de su mirada socarrona e inconformista.

El escritor mexicano antes de su mortal accidente

El escritor mexicano antes de su mortal accidente

Reino de Redonda debe de ser la única editorial sin ánimo de lucro que se mueve en los circuitos de librerías. Y eso es gracias a que su fundador y director es un rey, Xavier I, conocido en España como Javier Marías, que aceptó continuar la tradición real de Redonda, una ínsula remota en medio del mar con un territorio infinito que se extiende hasta donde alcanzan los confines de la imaginación literaria. Marías afirmó desde el primer momento que «las bromas hay que llevarlas hasta el final» y, consciente de que el humor es una cosa muy seria, ha dotado a su reinado de una cuidada editorial donde ha ido desgranando títulos de una excepcional calidad con traducciones impecables. Por eso hay que congratularse de que un escritor tan desconocido aquí como Jorge Ibargüengoitia (en la última década únicamente Seix Barral publicó en 2005 su agridulce novela Estas ruinas que ves) se una a un listado de autores donde figuran Joseph Conrad, Isak Dinesen y una larga lista de dignísimos embajadores literarios.

Periodismo con tequila

La selección de artículos de Ibargüengoitia que reúne Revolución en el jardín ha sido realizada por el escritor mexicano Juan Villoro, que hace además un prólogo donde rinde homenaje a un autor que, quizá por utilizar la ironía y el sarcasmo como herramientas literarias, goza de menor consideración que otros de menor talento: «Los sellos de su estilo: rapidez en el trazo de personajes y en el cambio de las escenas, ojos de piloto de guerra para captar detalles delatores, un sentido de la ironía capaz de traducir tragedias en peripecias de la comedia humana. Su personal concepción del periodismo hizo de él un renovador a contrapelo, o casi secreto».

Uno de los artículos, Revolución en el jardín, da título a este volumen. Leída ahora puede no parecer una crónica tan cáustica, pero en 1964, cuando Cuba y su revolución gozaban de un prestigio sin fisuras entre la intelectualidad internacional, resultaba un ejercicio de provocación que podía ganarle a un escritor muchos detractores. Aunque tratándose de Ibargüengoitia, probablemente tampoco pretendiera escandalizar a nadie sino limitarse a exponer lo que veía con mirada aguda y libre de la contaminación ideológica en boga en aquella época. En vez de sesudas reflexiones sobre la revolución y el pulso del marxismo frente al capitalismo, él hace algo tan subversivo como limitarse a contar lo que ve en La Habana, una ciudad donde lo que más llama la atención no es el fulgor revolucionario sino su rotunda pobreza: «los comercios estaban tan vacíos que costaba trabajo distinguir entre los abarrotes (colmados), las cervecerías y los cafés. Se dio el caso de que yo entrara en un lugar y pidiera un ron con agua, antes de darme cuenta que estaba en una panadería».

En bastantes de sus crónicas, el humor es fruto del más severo escepticismo y está impregnado de ese fondo de pesadumbre de los grandes cómicos, que en verdad no son otra cosa que unos grandes trágicos disfrazados. En su despedida de la isla, un alto funcionario le informa de que se ha puesto el nombre de Emiliano Zapata a una importante avenida y solicita su ayuda para que los mexicanos regalen un busto a Cuba:

«Le dije que me parecía factible. En México hay tantos bustos de Emiliano Zapata que nadie sabe ni dónde ponerlos. Me pareció muy fácil arreglar que mandaran uno a Cuba.
Quedamos en que yo iba a encargarme del asunto. Él cerró su portafolio, se puso la gorra y al estrecharme la mano para despedirse, me dijo:
-Prométame que no se olvidará del busto de Zapata.
-Se lo prometo -le dije.
Y en efecto. No se me ha olvidado. No he hecho nada para que manden un busto de Zapata a Cuba. Pero no se me ha olvidado.»

Autocrítico implacable

La ironía de Ibargüengoitia siempre empieza por él mismo: vemos sus problemas domésticos con una señora de hacer tareas que coloniza su cocina con su tragona parentela, o su ridícula facha paseando en un asfixiante mes de agosto en Nueva York con un grueso abrigo azul marino que le ha prestado un amigo en previsión de que se quedase allí hasta el invierno. Y si hay un país con el que es especialmente taladrante, naturalmente es con el suyo propio: en una divertidísima crónica titulada El lenguaje de las piedras hace un recorrido por algunos de los monumentos más estrafalarios de su país entre reflexiones como ésta: «El hecho de que una de las principales industrias de un país en donde nadie quiere ser héroe, consista en hacer monumentos a los héroes, requiere un estudio más profundo, que no he tenido tiempo de llevar a cabo». Y, a continuación, pone unos cuantos ejemplos de esculturas a cuál más extravagante. Aunque, para ejercicio de ácido humor crítico con su propia sociedad, su Nueva guía de México, donde se hace eco de una supuesta guía escrita por un alemán que explica que «las aduanas mexicanas son instituciones muy liberales. Si es usted una celebridad, es decir cantante, futbolista o actriz populachera, puede pasar por la aduana un cadáver sin que nadie le ponga un pero, cuando mucho tendrá que dar un autógrafo. Si no lo es, más le vale poner los billetes por delante». Y agrega: «El dicho ‘con dinero baila el perro’, que ha sido atribuido a Descartes, es un invento mexicano. Creo que esta es una de las observaciones más profundas y afortunadas sobre un aspecto de nuestro carácter que hasta ahora había pasado inadvertido». La alargada y oblicua mirada de Ibargüengoitia llega también hasta nuestro país, aunque en ese caso es más benévola.

Imposible pormenorizar los múltiples chispazos de ingenio y lucidez de este escritor que hizo de la crónica periodística un artículo de lujo literario. Él se veía así a sí mismo: «Los artículos que escribí son los únicos que puedo escribir; si son ingeniosos es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario y si son humorísticos es porque así veo las cosas. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio es un cándido y quien creyó que todo fue en broma es un imbécil». El terrible accidente aéreo de un Boeing de la compañía Avianca procedente de París, en Mejorada del Campo en 1983, nos privó para siempre de él, pero el rescate de sus crónicas nos devuelve la ironía de este mexicano tremendo.

ANTONIO G. ITURBE

Qué leer, febrero de 2009

Una de las pinturas de Joy Laville

Una de las pinturas de Joy Laville

LA MIRADA DE JOY LAVILLE

Ibargüengoitia compartió los últimos veinte años de su vida con la pintora londinense afincada en México Joy Lavílle. En algunas de sus crónicas habla de su relación y del respeto que sentía hacia los misterios de la obra pictórica. Ya octogenaria. la pintora vive en Jiutepec (en el estado le Morelos) y, veinticinco años después de la muerte de su marido, sigue recordando con melancolía su sentido del humor. Hace unos meses, el periodista Salvador García, de La Jornada le Morelos, la visitó en su casa: «No era sarcástico, pero si algo no le gustó, lo dijo, ya que era crítico y su crítica le permitía jugar con el absurdo. Él era muy directo, por eso tenía reputación de tener mal humor, pero esto es una mentira, él era muy alegre». La pintora explica que «cocinaba muy bien. Tenía fama por su paella. Hacía paella para mucha gente; los domingos siempre teníamos invitados, que eran siempre los mismos amigos. También era buen bebedor. Pero en los últimos años, cuando estuvimos en París bebió muy poco. Siempre tomábamos un tequila. Yo todavía lo tomo. La cosa es que el último año, a veces se me olvida tomar. Dicen que la gente bebe para olvidar, pero a mí se me olvida tomar».

LA ZONA FANTASMA. 1 de febrero de 2009. Guerra y crimen

No soy ningún cristiano que crea que se debe poner la otra mejilla, ni pacifista a ultranza que considere que nunca se ha de responder con violencia. Si a uno lo atacan, me parece natural que se defienda. Si lo agravian o insultan, no juzgo mal devolver lo recibido, o por lo menos tomar medidas y prevenirse para la próxima. Si alguien nos detesta hasta el punto de querer borrarnos del mapa, encuentro lógico oponerse a todo trance y, si no hay más remedio, intentar borrar del mapa al otro, al que desea aniquilarnos. Ahora bien, lo que distingue a una persona civilizada de una mala bestia, un venado, un matón o un chulo, es pensar en las consecuencias de su reacción, por justificada que ésta sea. También lo es tener en cuenta la capacidad de quien nos aborrece: alguien puede ansiar perjudicarnos gravemente, pero no siempre ese alguien está en condiciones de conseguirlo. Si yo llevo pistola y un individuo me abofetea, lo que en modo alguno puedo hacer es pegarle un tiro en respuesta a su agresión. Si no estoy dispuesto a enzarzarme en un cuerpo a cuerpo, entonces sí debo aguantarme con mi bofetada y rehuir esa acercanza, porque lo que tendría prohibido sería hacer uso del arma que llevo en el bolsillo. Si un muchacho de catorce años -o dos, o tres- me tiran piedras, sigo sin poder sacar mi pistola, ni tan siquiera una navaja.

Todos montamos en cólera alguna vez, nos exasperamos, nos sentimos provocados, burlados, agredidos o estafados. Hay personas que, si un empleado de cualquier empresa o servicio se les insolenta o disputa con ellas de mala manera, no vacilan en elevar una queja furibunda a los superiores de ese empleado, con su nombre y apellido, sin pararse a pensar que con su protesta iracunda pueden propiciar el inmediato despido de quien fue insolente o inepto, y que acaso eso sea demasiado castigo, que alguien pierda su empleo por una mera impertinencia o negligencia ocasionales (tal vez quien nos ofendió tenía un mal día). Los escritores, y cuantos damos a conocer nuestro trabajo, somos a menudo objeto de pullas y fustazos. En principio nos toca aguantarlos, porque nadie nos ha obligado a exponernos públicamente (podríamos haber guardado en un cajón nuestras obras), y todo el mundo tiene derecho a opinar lo que le plazca. Cuando se trata de ataques personales, reiterados o incluso obsesivos, es lícito responder a ellos según de quiénes provengan: bien está si es alguien que dispone de una columna en un diario, como es mi caso, o de un programa de televisión o de radio, desde los cuales podrá devolvérseme mi latigazo; si quien habla mal de mí no está en igualdad de condiciones conmigo, más me vale callarme.

¿Y en las guerras, qué pasa en las guerras? En mi última novela hice decir a un personaje inglés, al hablar de la Segunda Guerra Mundial, algo así como lo siguiente (lo siento, pero no voy ahora a ponerme a buscar una página entre setecientas): «En una guerra de supervivencia uno hace todo lo necesario, lo cual acaba por incluir también lo innecesario. El problema es que mientras se dirime el conflicto, uno cree que todo es necesario. Luego, cuando ha terminado, y si uno ha salido vencedor, es casi imposible no pensar que también se habría ganado sin que yo hubiera hecho esto o lo otro. Pensamos que podríamos habernos ahorrado alguna crueldad o vileza, y algunas víctimas, y que aun así el resultado habría sido el mismo. Hay gente a la que luego eso le pesa durante la vida entera». Creo que, en efecto, hay guerras en medio de cuyas indecisión y fragor es muy difícil medir y saber eso, qué es necesario y qué no lo es tanto. Hay otras, sin embargo, en las que la cuestión es meridiana, y en ellas resulta imperdonable hacer, a sabiendas, mucho más de lo necesario: provocar escarmientos en la población civil, para diezmarla y aterrorizarla; matar a niños que no podrían empuñar un arma aunque quisieran, y si la tuvieran; bombardear hospitales en los que se atiende a heridos, que ya están fuera de combate; o escuelas en las que se refugian mujeres con sus hijos, aún inocuos e inermes. Todo lo que se sabe que es gratuito y superfluo, excesivo y desproporcionado, abusivo y no vital para el desenlace de la contienda, es un crimen. El resto es otra cosa: es guerra, y así son éstas desde que existe el mundo.

Israel ha incurrido en todos esos crímenes en su respuesta a los cohetes lanzados sobre su territorio por Hamás desde Gaza. Una vez más ha hecho pagar, desoyendo el viejo mandato, a justos por pecadores, y además con plena conciencia, crueldad, exhaustividad y encarnizamiento. Ha sacado la pistola ante una bofetada y ha hecho uso de ella. Hoy por hoy, es un Estado incivilizado, un venado, una mala bestia, un matón y un chulo. Las consecuencias injustas de su reacción le han traído sin cuidado. Hace años, con motivo de la publicación de una de mis novelas en hebreo, vino un periodista a entrevistarme. Recuerdo que me preguntó: «Si se le concediera un día el Premio Jerusalén, ¿lo aceptaría? ¿Vendría a nuestro país a recogerlo?» Le contesté que sí, en el improbable caso, que no veía por qué no. Hoy mi respuesta habría sido otra: «No», le habría dicho. «Lo mismo que nunca he ido a Cuba, o que no iría a Irán, ni a Arabia Saudí, ni a Venezuela, o que no habría ido al Chile de Pinochet, tampoco iría a Israel. A un país, para ser civilizado y democrático, no le basta con celebrar elecciones libres. Esa condición se gana o se pierde día a día, en la manera de gobernar, y también en la de conducir una guerra. Israel hoy la ha perdido».

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de febrero de 2009