LA ZONA FANTASMA. 19 de febrero de 2012. Escuela de inmisericordes

Allá por el pasado septiembre, cuando todavía eran ocho o nueve los candidatos que competían por la nomina­ción republicana para las próximas elecciones a Presi­dente de los Estados Unidos, hubo en la prensa resúme­nes de sus respectivas posturas, que, a decir verdad, diferían poco o tan sólo en matices. Según el corresponsal Antonio Caño, para esos hombres y mujeres la solución a los problemas nacionales pasaba en todo caso por «menos regulación, menos control, más libertad a las empresas y menos impuestos o ninguno en absolu­to… Se presentaron propuestas como la de retirar a los policías de los aeropuertos y dejar la seguridad en manos de las compa­ñías aéreas, o la de negarle al Estado toda autoridad en materia educativa y entregársela plenamente a las familias». Al parecer, la mayor ovación que se oyó en el debate que tuvo lugar enton­ces fue cuando alguien recordó que Texas había ejecutado hasta aquella fecha a 234 presos, un récord nacional. El Gobernador de ese Estado desde hace diez años (ahora ya retirado de la carrera, no sé si por suerte o desgracia), defendió con orgullo esa marca y apostilló, como si hiciera falta: «Eso no me quita el sueño». Por supuesto, todos los aspirantes echaron pestes de la tímida reforma sanitaria de Obama -que intenta que no se mueran sin más quienes enfermen y no dispongan de medios para costearse la carísima atención médica privada- y juraron eliminarla en su hipotético primer día en la Casa Blanca.

Otra cosa en la que también coincidie­ron -y esto es lo más llamativo- fue en rechazar la teoría de la evolución de Darwin porque, «a su entender, el hombre fue creado por Dios». Si digo que es lo más llamativo no es -o no solamente- por su primitivo e irracional repudio a la ciencia, sino porque, mientras negaban la selección natural de las especies, con sus propuestas intentaban impulsarla y desarrollarla, reim­plantarla entre los humanos y dejarle el camino expedito, sin fre­nos ni trabas. Si el papel del Estado y de los Gobiernos queda redu­cido al mínimo, como ellos pretenden; si las empresas deben campar por sus fueros sin control ni normas, y la educación de los niños depender tan sólo de los medios económicos y las peculiares creencias de cada familia; si la doctrina es que cada cual se las arre­gle por sí solo y el que sufra pobreza, o mala salud, o ancianidad desvalida, o impedimento físico o psíquico, o simplemente mala suerte, que allá se las componga o perezca, no me digan que esto no es una entronización de la ley del más fuerte, también llamada ley de la selva, a fin de que sobrevivan sólo los agraciados por la fortuna o por la naturaleza, los que nacen ricos y sanos, y -claro está- los depredadores más fieros. Una de las cosas que nos distinguen de los animales -a los hombres» creados por Dios», según estos individuos-, es nuestra disposición a renunciar voluntaria­mente a parte de nuestro poder y de nuestra fuerza, a dotarnos de leyes que no condenen a la desaparición «natural» a los débiles y desfavorecidos, así como nuestra capacidad para sentir cualquiera de las palabras modernas -«empatía», «solidaridad»- que han ve­nido a sustituir a otras más tradicionales, como «caridad» o «pie­dad» o «misericordia». Pero, según buena parte de la actual dere­cha mundial, esos conceptos están de sobra, de tal manera que los que más dicen detestar a Darwin resultan ser, en realidad, los más fervientes partidarios de lo que él se limitó a describir y exponer.

Y esa no es la única contradicción o hipocresía flagrantes. Esa derecha que aboga por el «Sálvese quien pueda, y el que no púdra­se»; que se opone a la intervención del Estado para ayudar a la gente en apuros; que detesta la sanidad pública y la educación universales; que considera meros parásitos a quienes no se pueden valer por sí mismos o ya han nacido casi abocados a la margina­ción y la indigencia; que culpa a quienes enferman o se ven arruinados por el motivo que sea; esa derecha, digo, se reclama «cristiana» invariablemente. Y, o yo he olvidado mi catecismo, o el cristianismo predica con énfasis lo que sus supuestos representantes hoy repudian: la compasión, la piedad, la caridad y la misericordia.

Esperanza Aguirre, confesa admirado­ra del Tea Party que inspira y domina a los beatos candidatos republicanos, ha im­puesto recortes del salario a los funciona­rios madrileños que no puedan acudir al trabajo por enferme­dad. Se trata de luchar contra el «absentismo», según ella, pero lo cierto es que un médico, un celador o un enfermero de hospi­tal público perderán el 40% de su sueldo a partir del cuarto día de baja; otros funcionarios, adscritos a otras consejerías de la Co­munidad de Madrid, tardarán más tiempo en perder y perderán algo menos. Pero a quien enferme de veras y durante largo tiem­po se le añadirá el castigo de ver muy mermados sus ingresos, precisamente cuando es probable que deba afrontar muchos más gastos. Sé de una maestra que lleva muriéndose varios me­ses, que no va a mejorar ni a volver al trabajo. Se está muriendo, ¿comprenden?, sólo le queda irse despidiendo y esperar a que suceda. Pero mientras agoniza y espera se ve condenada a ser mucho más pobre y a angustiarse más por la situación en que dejará a sus hijos. Si eso no es lo contrario de la piedad y la misericordia -si eso no es crueldad y ensañamiento con los desampa­rados y los desventurados y débiles-, que venga el Cristo al que adoran y que sea él quien lo vea.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 19 de febrero de 2012