LA ZONA FANTASMA. 22 de noviembre de 2015. ‘En favor del pasado’

He comentado otras veces cómo no es infrecuente, desde hace años, encontrar en traducciones españolas del inglés nombres propios que pasan invariados a nuestra lengua. Si se mantienen, tal cual, “Noah”, “Sodom”, “Calvin”, “Aesop”, “Cicero” o “Nero”, no es ya que los traductores ignoren que la versión española tradicional y consagrada de estas figuras y lugar sea “Noé”, “Sodoma”, “Calvino”, “Esopo”, “Cicerón” y “Nerón”, sino que tampoco tienen idea de quiénes fueron estos individuos ni de qué ocurrió en la antigua ciudad siempre asociada a Gomorra (la cual, probablemente, creen que es una organización mafiosa napolitana actual). Aún más frívolamente: hace poco, durante una sesión de firmas en Alemania, al decirme una joven su nombre, Romy, y preguntarle yo si “como Romy Schneider”, se quedó estupefacta: “Qué raro”, exclamó, “aquí ya nadie sabe quién es”. Romy Schneider murió en 1982, cierto, pero fue una de las más famosas actrices europeas (por sus películas de Sissi y por otras muchas de su excelente madurez), sobre todo en el ámbito germánico. Que ya nadie sepa quién fue da que pensar.

Me temo que estas leves anécdotas revelan algo muy grave y que obedece a un propósito: la abolición del pasado, por decirlo con brevedad y exageración. Da la impresión de que éste –su pervivencia– moleste a los contemporáneos como nunca había sucedido antes. En las artes, por ejemplo, el pasado parece ser un engorro y un fastidio, porque a menudo subraya la inanidad, la simpleza, incluso la falta de originalidad de mucho de lo que se hace hoy, sea en literatura, cine, pintura, arquitectura o música. Numerosos creadores actuales quisieran ver desaparecer a Proust y a Shakespeare, a Flaubert y a Eliot, a John Ford y a Hitchcock, porque la lectura o la visión de sus obras no hace sino disminuir las de ellos, que no suelen soportar la comparación. No me cabe duda de que esa es una de las razones por las que, cada vez que se adapta a los clásicos, se los adultera y “moderniza” con absoluta desfachatez, y se traslada su acción a nuestro presente o –ya un lugar común– a tiempos vagamente nazis. Lo que en el fondo se intenta es hacerlos peores de lo que son, trivializarlos y abaratarlos, “acercarlos” a nuestras pobres capacidades, asimilarlos a nuestra –comparativamente– mediocre producción dominante.

Pero la cosa va más lejos. El pasado, incluso el reciente, se trata con una mezcla de desdén, hostilidad y utilitarismo ocasional, hasta por parte de quienes tienen por tarea ocuparse de él. Hoy hay demasiados “historiadores” indignos del nombre, que no dudan en tergiversar los hechos para adecuarlos a su conveniencia o a la de los políticos que les pagan: hemos visto casos conspicuos aquí y ahora, en la confección de una “historia catalana”, por ejemplo, según la cual ese pueblo estuvo siempre sojuzgado y no dio un solo franquista, cuando buena parte de su burguesía abrazó la dictadura y prosperó bajo su manto durante decenios. Y hace ya tiempo que la Historia, la Literatura, ahora la Filosofía, se van considerando prescindibles en la educación de los jóvenes, y su enseñanza se adelgaza o se borra. Parece que el objetivo sea que las nuevas generaciones sólo tengan información (más que conocimientos) sobre su presente y su mundo; que desconozcan lo que ha llevado a cabo, pensado y escrito la humanidad con anterioridad, lo que ha descubierto e inventado. “Conocer todo eso es inútil”, se afirma; “no ayuda a encontrar trabajo, no sirve para ganarse la vida ni aporta nada práctico a la sociedad. Lo pasado es inerte, una rémora, un lastre. Acabemos pues con ello y dejemos de perder el tiempo”.

¿De veras se cree así? No sé, para mí el pasado siempre ha sido tranquilizador. Entre otras cosas, porque ya es pasado y no nos puede causar zozobra, o sólo al modo de las ficciones; porque, pese a las dificultades y catástrofes, no nos ha impedido llegar hasta aquí, lo cual nos ayuda a pensar que de todo se sale y que casi todo se supera, antes o después. Con incontables bajas y estropicios, desde luego, pero también con supervivientes que permiten la continuidad. En aquello a lo que dedico mis horas, saber que antes de mí estuvo una pléyade de autores mejores, que perfeccionaron las lenguas, que se afanaron por contar lo mismo que se ha contado siempre, pero de maneras innovadoras y adecuadas a sus respectivas épocas, me sirve para tener un asidero y cierta justificación, para ver cierto sentido a lo que hago; para pensar, vana y optimistamente, que alguien puede entender mejor el funcionamiento del mundo y la condición humana, complejos y contradictorios, como los he entendido yo en Cervantes y Montaigne, en Conrad y Rilke, en Darwin y Freud, en Nietzsche y en Runciman y en Tácito y Tucídides y Platón. Imaginar que mis educadores me hubieran privado de ello, que me hubieran transmitido la idea de que “eso no importa ni nos va a valer de nada en nuestras vidas”, me crea una sensación de desamparo y angustia y radical empobrecimiento, de falta de suelo bajo mis pies, que a nadie le desearía. Y aún menos a los niños y jóvenes, cuyos pasos son siempre frágiles y titubeantes. Y sin embargo es a eso, a ese brutal desamparo, a lo que los están condenando los crueles zopencos que hoy diseñan y dictan nuestra educación.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 22 de noviembre de 2015