LA ZONA FANTASMA. 25 de marzo de 2012. Quizá no tan pasada de moda

Sí, he insistido ya tanto que hasta acaba de «sobrevenirme» un libro de casi doscientas páginas, Lección pasada de moda, con mis artículos relativos a cuestiones de lengua. El título peca de pesimista, a juzgar por las vehemencias que ha suscitado el magnífico informe de Ignacio Bosque «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer», que suscribieron mis colegas de la RAE en el pleno del 1 de marzo y que yo habría también suscrito de haber asistido a él. Unos días después, el incansable Winston Manrique me llamó de este diario para preguntarme por qué creía que estos asuntos levantaban tantas pasiones, y le respondí lo mejor que supe. Intentaré ampliar y precisar aquí un poco mis improvisadas palabras de entonces.

La lengua es lo único que poseemos todos, incluso en las peo­res circunstancias. La tienen por igual los pobres y los ricos, los sabios y los ignorantes, los sanos y los enfermos, los de izquierdas y los de derechas. Cada uno de una manera distinta, claro está, y con un grado de dominio diferente. Pero todos hablamos, y ade­más hablamos sin parar, y aun escribimos sin parar de nuevo, pues no otra cosa hace­mos con los SMS y en las redes sociales. A quien nada le queda, le quedan la lengua y el habla, que le sirven para mendigar o para maldecir, para lamentarse y, sobre todo, para contar sus males a quien quiera escu­chárselos. Contar es el mayor alivio, aunque raramente solucione nada. Pero no es poco poder desahogarse, en medio de las calami­dades. Utilizamos la lengua para mostrar nuestro afecto y para insultar, para defendernos y atacar, para persuadir y disuadir, aconsejar, inducir, ad­vertir, convencer, argumentar, quejarnos, amenazar, rebelarnos y protestar, para amar y odiar. Para expresarnos y comunicarnos con los demás, también para explicarnos lo que nos pasa. Y, siendo la lengua común, y perteneciendo a todos y a nadie, no hay dos hablas idénticas. La manera de hablar de cada persona es tan úni­ca como nuestras huellas dactilares. Quien más quien menos tie­ne preferencia por ciertas construcciones y vocablos, o bien les profesa aversión y los evita. Tenemos tics, o afición a determina­das locuciones y términos, algunos son inconscientes y «hereda­dos», otros elegidos y deliberados. Incluso podemos cambiar de registro según con quién estemos hablando: un adolescente no se dirige de la misma forma a sus compañeros que a sus padres o abuelos, por poner un solo ejemplo. Es lo que se ha llamado «tra­ducción intralingüistica», es decir, a veces nos traducimos a nosotros mismos (nuestra manera habitual de expresarnos) dentro de la misma lengua (para que nuestro interlocutor nos entienda me­jor o no desconfíe o no nos rechace). La lengua la sentimos como algo tan personal y propio -en verdad tan íntimo, aunque la compartamos con todos- que vemos como una injerencia intolerable, una intromisión y una agresión, cualquier tentativa de dirigirla, manipularla, uniformarla o «guiarla», no digamos de imponernos fórmulas artificiales «desde arriba». Son atentados a nuestra liber­tad: no se olvide, hablar -con prudencia- es lo único que les ha quedado a los pueblos sometidos a dictaduras y tiranías. Hablar como a cada cual le parezca es irrenunciable.

La Academia no impone nada. No está en su mano, como tam­poco multar ni enviar a nadie a la cárcel por hablar como un perro (las prisiones estarían abarrotadas de políticos y tertulianos). Su­giere, orienta, aconseja, despeja dudas, dice qué juzga correcto o incorrecto desde un punto de vista gramatical u ortográfico o léxi­co. Alguna gente la escucha y la mayoría no le hace ni caso. Todo el mundo seguirá siempre diciendo lo que le venga en gana, sin consecuencias. Y si algo en principio incorrecto cuaja y prospera a lo largo de suficientes años, la RAE se plegará a la tácita decisión del conjunto y lo aceptará como correcto. Su misión principal es registrar, tomar nota, ponderar los cambios espontáneos y masivos, y a la larga adoptar­los. Lo que la RAE no hace, a diferencia de otros colectivos e instituciones, es forzar, manipular, dictar leyes, incurrir en el dirigis­mo. Todo forzamiento y dirigismo son perci­bidos por los hablantes como intrusiones inadmisibles. Hoy hay quienes «exigen» que el Diccionario suprima acepciones que no les gustan, desde «jesuítico» hasta «judiada». La RAE no puede hacer eso, porque se limita a recoger lo que los castellanohablantes han dicho y escrito a lo largo de los siglos, y no está facultada para cen­surar. Tras la eliminación de esos vocablos podría venir la de todos los tacos o palabras «malsonantes», como sucedía en tiempos de Franco, si a los puritanos les diera por «exigir» eso.

No me resisto a acabar con algo que ya recordé hace mucho: hay quienes se niegan a decir «el hombre» y optan por «género humano» o «ser humano». Son muy libres. Pero: a) ¿Por qué aceptan el adjetivo «humano», que se deriva del sustantivo «hombre»? Es tan contradictorio como rechazar «león» y aprobar «leonino». b) ¿Por qué no entienden que nuestra especie es lla­mada «el hombre» como otras son llamadas «la jirafa», «la cebra» o «la foca», sin que cada vez que nos referimos a ellas hayamos de aclarar que también incluimos a los «jirafos», «cebros» y «fo­cos»? c) Ya que a menudo se invocan remotas etimologías para «condenar» un vocablo por «sexista», ¿por qué no se tiene en cuenta que «hombre» proviene indirectamente de «humus», en latín «tierra», lo más neutro que imaginarse cabe, y que los roma­nos empleaban sobre todo «vir» («varón») para el individuo mas­culino de la especie?

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 25 de marzo de 2012