LA ZONA FANTASMA. 26 de febrero de 2012. Bailando encima de las mesas

Foto. Luis Sevillano

Algo muy raro pasa en España. Como siempre, por lo de­más. El Tribunal Supremo, compuesto esta vez por los señores Giménez, Varela, Monterde, Martínez Arrieta, Colmenero, Berdugo y Marchena -nombres que con­viene no olvidar, por si nos vemos algún día ante ellos-, ha conde­nado por unanimidad al juez Garzón, acusado de prevaricación por los imputados de la trama Gürtel. Y no sólo lo ha condenado con severidad -once años de inhabilitación suponen el fin de su carrera-, sino que en su sentencia le ha echado un rapapolvo humillante y descomunal. Ambas cosas contrastan con el silencio y la pasividad aplicados a otros casos semejantes, es decir, casos de escuchas de las conversaciones entre reos y abogados sin que aquéllos estuvieran imputados por terrorismo, como estipula la ley que deben estarlo para que dichas escuchas no sean ilegales. Entre ellos, el de Marta del Castillo, en que se espió para intentar averiguar el paradero de su cadáver, y el del abogado Vioque, en que se grabó a su letrada para prevenir el posible asesinato del fiscal antidroga a manos de un sicario.

Los magistrados del Supremo, la porta­voz del CGPJ y gran parte de la prensa (la de derecha o extrema derecha, matiz cada vez más inapreciable en nuestro país) se han apresurado a negar toda intención política en el proceso y en el fallo, y de hecho los han presentado como un triunfo de las li­bertades en el marco de un dictamen im­parcial y en todo atenido a derecho. Evidentemente, uno no puede juzgar intenciones -que están en el ánimo de cada cual- ni menos aún entrar en tecnicismos, al ser profano en leyes. Pero algo muy raro pasa, si se piensa que Gar­zón está sometido a otros dos procesos, casi simultáneamente, uno de ellos por haberse declarado competente para investigar crímenes del franquismo, los que según él no habrían prescrito al ser crímenes contra la humanidad. Uno diría, en todo caso, que la condena de un relevante juez no puede ser motivo de ale­gría, haya sido o no justa la sentencia, sino de deploración. No lo ha visto así alguien con responsabilidad como Esperanza Agui­rre -aunque lunático, ya lo he dicho aquí-, quien corrió a decla­rar: «Yo creo que es un día muy alegre para la democracia. Los fines no pueden justificar los medios». Y qué decir de esa prensa de derecha o de extrema derecha: se notaba que sus columnistas y editorialistas habían escrito sus piezas bailando encima de sus mesas, y uno de ellos, con chulería, recurría a los sobados sími­les futbolísticos y se ufanaba de la goleada: «siete a cero», decía, en referencia a la unanimidad de los jueces. De los tertulianos televisivos ni hablemos, sólo les faltaba soplar matasuegras.

Es normal que la izquierda oficial apoye a Garzón: no en balde hizo detener a Pinochet (muchos siempre se lo agradeceremos) y ha atendido el deseo de saber de víctimas del franquismo. Ahora bien, ¿por qué lo detesta la derecha ahora? ¿Por qué baila sobre las mesas al verlo inhabilitado? No siempre fue así. El panegírico más demente que yo haya leído de este juez lo firmó, no hace diez años, Juan Manuel de Prada, conspicuo columnista de Abc y del Grupo Vocento, a menudo inspirado por la Conferencia Episcopal. En un artículo de ese diario del 6-7-02, llamaba a Garzón» el gran héroe de nuestro tiempo», y explicaba: «Escribo mientras mi hija recién nacida patalea en la cuna…; a los veinte años oirá hablar de Gar­zón con esa veneración que se reserva a los personajes que rectifi­can el curso lánguido de la Historia» . Arremetía contra sus «detrac­tores, que son legión» y sus «insidias tan casposillas». En cuanto al motivo de su condena actual, que sus correligionarios celebran y justifican, se despachaba así: «¿Qué importa, frente a tanta gran­deza, que sus métodos no sean del todo ortodoxos ni ajustados a los tiquismiquis de los leguleyos?» Si fuera coherente, hoy debería tildar de tales a los siete magistrados cuyos nombres no convie­ne olvidar. Prada, que a 11-2-12, e igualmen­te en Abc, ve a Garzón «movido por la ambi­ción» y «sometido al peaje del progresismo», terminaba así aquel texto de 2002: «Al acabar de escribir, le muestro a mi hija un retrato de Garzón, para que empiece a distinguir las facciones de un hombre único, que pertene­ce a la raza de los héroes …» Es sólo un ejemplo. Si me quedó memoria de este ditirambo concreto, fue justamente porque me pre­ocupó un poco aquella niñita en su cuna. «Aunque bueno», pensé, «podría ser peor, si a su padre le diera por ponerle delante, qué sé yo, un retrato de Escrivá de Balaguer». No era este columnista ul­tracatólico el único que adoraba a Garzón. Entonces éste perse­guía a ETA, al narcotráfico, a la corrupción y al GAL. Lo mismo que ahora, en los tres primeros casos. ¿Qué no perseguía, que hoy sí? Los crímenes del franquismo y la red Gürtel, corruptora de nume­rosos políticos del PP. Ha bastado que investigue esa trama para que «los tiquismiquis de los leguleyos», según expresión de Prada, hayan pasado a ser sacrosantos. Para los siete del Supremo, para Esperanza Aguirre y buena parte de su partido, para los periodistas que han bailado mientras redactaban sus columnas y editoriales. Una de las cosas raras que pasan es que, si bien no todo el PP es de extrema derecha ni franquista, casi todos los individuos franquis­tas y de extrema derecha están en el PP o votan por él. Por el parti­do -no sé si se acuerdan- que nos gobierna y nos va a gobernar largo tiempo, y con mayoría absoluta además.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 26 de febrero de 2012