LA ZONA FANTASMA. 5 de abril de 2009. Los que llevamos la nave

Para cuando se publique esta página, espero estar de regreso sano y salvo. Cuando la escribo, falta poco para que me embarque en un avión rumbo a Santiago de Chile, lugar que se me aparece ahora como el fin del mundo y en el que –lo siento– no sé qué se me ha perdido, por mucho que sí lo sepa y pueda reconstruir con precisión las circunstancias que el pasado agosto me llevaron a aceptar este disparate al que me enfrento. Ya sé que hay millones de personas para las que algo así no tiene nada de particular, y que efectúan desplazamientos aún más largos continuamente. A ellas me aferro: me acuerdo de los tenistas y de los cantantes de ópera, que van de aquí para allá casi todas las semanas de su vida. De los políticos, que cada dos por tres se trasladan al quinto pino para verse con sus homólogos o asistir a la toma de posesión de un Presidente remoto. De muchos colegas míos, que van cada año encantados a las Ferias del Libro de Buenos Aires, Cartagena de Indias o Guadalajara de México. De las masas de turistas que se mueven por el mundo como ardillas voladoras o como superratones, y que en Navidad marchan a Bali, a Cancún en cualquier puente y en Semana Santa al Cañón del Colorado. “La gente vuela sin parar y hace largos trayectos”, pienso. “A la mayoría no le ocurre nada, y se monta en las infernales máquinas como en un taxi”.

Bueno, esa es la apariencia. A poco que uno indague, descubre que también hay millares de individuos que, como yo, lo pasan fatal cada vez que se encierran en un avión, más aún si es para cruzar el océano, y que se pasan las interminables horas pensando: “¿Qué diablos hago en mitad del Atlántico? Porque es ahí donde estoy, no me engañan”. Durante los últimos años, además, he logrado evitar esta clase de viajes con variados pretextos: que si estaba escribiendo una novela muy larga y no podía desconcentrarme durante un par de semanas; que si no estaba dispuesto a visitar los Estados Unidos mientras Bush Jr los gobernara; que si encontrarme en un festival literario con más de cien escritores me parecía un preanuncio del infierno. Entre unas tonterías y otras, hará unos diez años que no atravieso ese océano, de lo cual me arrepiento ahora un poco, pues, al haberme desacostumbrado, la cosa me parece no una montaña, sino los Andes, que por cierto habré de sobrevolar de Santiago a Buenos Aires, quién me manda.

Sin embargo he padecido épocas peores, en las cuales me comportaba como un niño –para mis adentros, descuiden, nunca he protagonizado una escena de pánico, ni me he bajado de un aparato a punto de despegar, como mi amigo Antonio Gasset hace mil años, al que admiro por ello–. Para empezar, intentaba hacerme a la idea de que estaba en un autobús o en un ascensor, para lo que era fundamental no mirar nunca por la ventanilla, ni de reojo. Compraba el periódico-sábana más grande que hallara en el quiosco para llevarlo desplegado durante todo el vuelo, fingiendo leerlo, y que sus páginas me taparan hasta el último resquicio de vacío. Desarrollé manías que me suena haber contado alguna vez en otro sitio: me parecía un mal augurio que algún pasajero estuviera de pie en el pasillo mucho rato, charlando con sus amistades, y si ese pasajero era japonés el augurio se me convertía en pésimo, no por racismo, sino porque los japoneses dan la impresión de no ser muy conscientes de los peligros a que se exponen… o que causan (no en balde inventaron los kamikazes). Como en esos estrechos tubos no hay madera, llevaba cerillas de ese material para tocarlas, hasta que algunos lectores y amigos benévolos me regalaron unas piececitas de diferentes maderas que pudiera manosear a gusto. Esta última costumbre –la verdad– no la he abandonado, así que alterno unas que llevan en francés sus respectivos nombres, y al iniciarse cada despegue pienso como un idiota: “A ver cómo te portas, acajou, o santal, o padouk, o bois de rose”, según cuál me acompañe (una para la ida y otra para la vuelta, por lo menos). Sí, lo confieso: les hablo en silencio a los trocitos de maderas nobles, como un anormal y encima cursi, por lo del francés sobre todo. Ni que decir tiene que me pasaba los vuelos con la agotadora sensación de ser yo quien conducía el aparato y de que de mi tensión, esfuerzo y alerta dependía que llegáramos a buen puerto. Me contaban que los pilotos suelen ir tan tranquilos la mayor parte del tiempo, y oscilaba entre no creérmelo y pensar: “Ya pueden; se desentienden de todo porque soy yo quien lleva la nave, a cuestas prácticamente”.

He hablado en pasado como si estuviera ya libre de incurrir en estas supersticiones ridículas. Ahora que se me avecinan doce horas en el aire no estoy muy seguro de si no tendré que recuperar el presente de indicativo. Si me atrevo a contarlas aquí es porque tampoco ustedes me engañan: sé que una gran parte, cuando vuela, va pensando parecidas sandeces y que es gracias a nosotros como el avión se sostiene y no se cae. Normalmente. (Y toco madera.)

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 5 de abril de 2009

Entrevista con Javier Marías: «Me da miedo cómo avanza en Italia el odio racial»

Foto. Fernando Massobrio

Foto. Fernando Massobrio

Fuma. Javier Marías fuma. En estos días de poco humo en los cuales nadie invita al vicio y, menos aún, diciendo: «¿Quieres un pitillo»?, con cadencia españolísima, Marías rompe el esquema.

Difícil presentar a este hombre de 57 años, novelista mimado en España, sin mencionar que es hijo de Julián Marías, el filósofo español que vivió en carne propia las lacras del franquismo más cruel y debió exiliarse en los Estados Unidos. Y allá fue con su familia, se codeó con lo más grande de la literatura mundial y leyó las mejores obras de una biblioteca inconmensurable que su padre administraba. Muchas de ellas las tradujo luego al español.

Marías es columnista de El País, integrante de la Real Academia y rey de Redonda, monarquía heredada en los 90 y que otorga un premio literario. Redonda queda en el Caribe. Es sólo un peñasco frente a Antigua y Barbuda, donde nada existe; es sólo piedra.
No es broma. El reino semificcional existe (la isla está y tuvo su dueño) y Marías es el monarca del peñasco deshabitado, donde cada miembro de la casa real tiene su función, como el duque de Trémula, que no es otro que Pedro Almodóvar.

-¿Cómo vive este cambio fenomenal que se da en el mundo?
-No me parece que vaya a haber cambios. Soy muy escéptico. No creo en los cambios bruscos.

-¿No cree que estas crisis tan profundas engendran, por ejemplo, nacionalismos, xenofobia?
-No? Hay, es verdad, un resurgimiento de la derecha, y es verdad que el racismo revive, pero no en todos los casos. Por ejemplo, en España, la xenofobia no ha aumentado; ni siquiera luego del atentado de Atocha se vio un resurgimiento de la xenofobia, aunque haya casos aislados. España es un pueblo pesado, raro, pero no es xenófobo. Creo que es tolerante.

-¿En comparación con cuál?
-Con Italia, ahora. Me da mucho miedo ver cómo la derecha está avanzando en ese país y cómo el odio racial se acrecienta. En Italia, hay patrullas urbanas, con lo que eso tiene de peligroso, y en Inglaterra, un país liberal, la derecha y su discurso se afianzan cada día. Y hay países que no son racistas porque no tienen con qué, es decir, no hay un otro diferente.

-¿Y cómo ve ese proceso en países latinoamericanos?
-No conozco mucho la realidad de estos países. No podría decirle mucho. Siempre estuve de paso.

-Bueno, ahora mismo tenemos grandes zonas del país con epidemia de enfermedades que se creían extinguidas.
-En Europa pasa lo mismo. Conozco casos de tuberculosis.

-Lo llevo a otro tema. Usted es miembro de la Real Academia Española. Debe de ser una rara avis en ese ambiente.
-[Se ríe.] Sí, con Arturo Pérez Reverte, que tiene mi misma edad, somos los jóvenes de la Academia. Algunos de los históricos dicen: «Pregúntenles a los jóvenes», y esos somos nosotros. Igual, hacemos un trabajo muy lindo.

-¿Por ejemplo?
-Pues, entre otras cosas, recibimos cientos de cartas de gente que pide que se eliminen ciertas palabras del diccionario y nosotros tenemos que estudiar el caso.

-¿Cuáles palabras?
-Palabras de uso diario que pueden encerrar algo de discriminación, pero que no por eso tienen que desaparecer. «Judiada», por ejemplo, es una palabra que se usa mucho para identificar a alguien que hizo una «putada» y hay quienes piensan que es muy ofensiva. Pero, vamos, hombre, que se usa desde hace tiempo. Podemos aconsejar que no se utilice, pero no que se elimine. Si sacamos algunas palabras, vamos camino a un idioma políticamente correcto.

-¿Y no es lo deseable?
-Pues no: con un idioma políticamente correcto, perdemos la posibilidad de conocer a los otros, de ver de qué viene todo.

-No entiendo.
-Si yo hablo con alguien que cuando debe mencionar a Franco dice «caudillo» me doy cuenta de quién es y tengo la posibilidad de elegir, de decir «con este señor prefiero no dialogar». Por eso digo que si hablamos todos de la misma manera perdemos una herramienta invalorable para conocernos. Porque el lenguaje es una manera de conocerse.

-¿Y cuándo se sacan palabras para siempre?
-Pues, a ver… Hay palabras que se utilizaron en forma escrita por última vez en 1492 y luego nunca más. Bueno, esas palabras dejan de existir, excepto que se vuelvan a utilizar. Y hay palabras muy lindas que cayeron en desuso.

-¿Por ejemplo?
-A ver… La palabra «acercanza», por ejemplo, que tiene que ver con el acercamiento, no se usa desde fines de 1400 y cuando la vimos con Pérez Reverte nos gustó mucho. Tanto que consultamos y nos dijeron que, si se volvía a utilizar, no se la sacaba del diccionario. Entonces, con Arturo dijimos que íbamos a publicar artículos en el que usaríamos la palabra. Y así lo hicimos: él la usó y yo, también. Y sigue viva.

Javier Marías se ríe. Sabe que la anécdota es graciosa; que es una gran travesura; que Arturo, el Pérez Reverte que todos conocemos, es tan travieso como él. Cuenta que la «culpa» de su ingreso en la Academia fue del autor de El Club Dumas y que cuando él se enteró dijo: «Con un Marías, es suficiente», en referencia a su padre, también miembro de la casa. ¿Habrá sido por ese convite por lo que Pérez Reverte es parte del reino de Redonda?

-La trilogía Tu rostro mañana es espectacular.
-Pues… gracias. A mí también me gustó. Yo digo ahora que no voy a escribir más una novela, lo que no es cierto, porque estoy haciendo una, pero me da la sensación de que se escribe sola.

-¿Tiene título?
-No, los títulos los busco después.

ALEJANDRA REY

La Nación, 4 de abril de 2009