LA ZONA FANTASMA. 24 de junio de 2018. ‘Los insistentes’

Fue una conversación hace cuarenta años, yo vivía en Barcelona entonces. Mi muy querida amiga de allí Montse Mateu y yo expresábamos nuestra sorpresa de que una mujer que conocíamos, francamente tonta e incapaz (lo mismo podía haberse tratado de un hombre: en estos tiempos susceptibles hay que avisarlo todo), consiguiera no sólo publicar, sino cargos y prebendas con inverosímil facilidad, mientras otras personas de más valía apenas lograban nada. Mi perplejidad era mayor que la de Montse, porque recuerdo su contestación, y además he visto, a lo largo de las décadas, cuánta razón tenía. Esto vino a decir, más o menos: “En realidad no es muy extraño. Yo estoy convencida de que si alguien dedica toda su voluntad, todo su empeño y su esfuerzo a un fin determinado; si pone en ello los cinco sentidos y centra sus energías en un objetivo, acaba casi siempre alcanzándolo, independientemente de su ineptitud, sus limitaciones, su absoluta falta de talento y de perspicacia. No importa cuán obtusa sea esa persona: si posee cierta habilidad social, pero sobre todo una voluntad que jamás se distrae ni desvía, antes o después conseguirá sus propósitos. Todo es cuestión de tesón y de poner el ojo en una meta”.

No me quedé muy conforme, pero sí callado. Andaría por los veinticinco años, y todavía creía en una vaga justicia universal, que situaba a cada uno en el lugar que merecía. Pero, como resulta evidente, registré aquella opinión de Montse, y desde que se la escuché he detestado y temido, a partes iguales, a los insistentes, acaso los individuos más peligrosos de la tierra. Y quien dice los insistentes dice los tercos, los voluntariosos, los empecinados, los que antiguamente se llamaban “inasequibles al desaliento”. Los detesto y me guardo de ellos. Son esa gente que nunca admite un “No” por respuesta. Pretenden que uno vaya a un sitio al que no tiene interés en ir, o que escriba un artículo insulso, o que lea un libro, o que dé una entrevista reiterativa (hablo de las peticiones que suelen llegar a los escritores; según el oficio de cada cual, serán de otra índole). Uno responde civilizadamente que no le es posible, evita decir la pura verdad (“No me apetece o no me compensa”) porque eso se considera una grosería, y aduce excusas aceptables, verdaderas o aproximadas (“Estoy escribiendo una novela, me espera un periodo de viajes y compromisos, estoy de trabajo hasta las cejas” —esta es la fórmula que le oí a mi padre mil veces—, “le ruego que me disculpe”). Pero el insistente no se da por vencido, insiste y persiste. Si no de inmediato, al cabo de unos meses. Jamás se olvida de sus presas, no renuncia a ellas y vuelve a la carga. Y, claro está, consigue a menudo derribar las resistencias. A uno le acaba dando apuro negarse tantas veces, o bien cree ingenuamente que, cediendo, se quitará al pesado de encima. “Me dejará en paz si me avengo a lo que quiere. Cualquier cosa con tal de perderlo de vista”, piensa. Así que acaba aceptando algo que le viene fatal, o que le sienta como un tiro, o que es solamente un engorro, por hartazgo. Conviene señalar rápidamente lo erróneo de esta creencia, porque el insistente nunca se da por satisfecho con lo arrebatado. Todo lo contrario: una vez obtenido un botín, una vez comprobada la eficacia de su táctica, retorna al cabo del tiempo con una nueva solicitud abusiva y con su terquedad a prueba de bombas.

Trasladen estos ejemplos menores a asuntos políticos y por lo tanto más graves y colectivos. ¿Cuántas veces no han sentido el impulso de desistir ante la obstinación de los independentistas catalanes, pongo por caso, que llegan a negar la realidad y a falsearla? ¿Cuántas veces no han pensado, por saturación y agotamiento, “Pues que se vayan y nos dejen en paz”, olvidando que con esa postura abandonaríamos a su negra suerte a más de la mitad de la población catalana, que no quiere verse bajo el yugo y las flechas de Torra, Puigdemont y compañía, los cuales no rendirían cuentas a nadie y harían lo que les viniera en gana? La política está plagada de sujetos así, que no cejan, fuerzan e imponen, y no son pocas las ocasiones históricas en que gentes tan ineptas como aquella mujer de mi conversación con Montse Mateu consiguen hacerse con el poder y regir naciones, a veces durante interminables decenios. Esto no anda muy lejos de la famosa frase de Burke (cito de memoria): “Para que el mal triunfe, solamente se precisa que los hombres buenos no hagan nada”. Es decir, que desistan por extenuación o indiferencia, que admitan su carencia de tozudez para oponerse a la inagotable de los individuos-apisonadora. Y éstos, hoy en día, son millares. Ya han triunfado en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, en Rusia, Polonia, Hungría, Eslovaquia, Eslovenia e Italia, por supuesto en Egipto y las Filipinas. Si no queremos ser arrasados por ellos en todas partes, empiecen a resistirse —a ejercitarse— también en lo personal, en la vida cotidiana. En cuanto alguien les insista en que se presten a algo que no quieren, y a lo que pueden negarse, aléjense de ese alguien y manténganse en sus trece; en su “No”, contra viento y marea.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 24 de junio de 2018

LA ZONA FANTASMA. 17 de junio de 2018. ‘Exasperación inducida’

Cierto que la situación de nuestro país no invita al optimismo ni a la tranquilidad. Tampoco la del mundo, con individuos ególatras como el lunático Trump, el artero Putin y el ya vitalicio Xi como máximos acumuladores de poder. Pero todavía (cuando esto escribo) no hay nada demasiado trágico ni absolutamente irremediable. No existen guerras de entidad, y eso ya es mucho teniendo en cuenta cuál es la empecinada historia de la humanidad. Numerosas familias viven en la pobreza o están a punto de caer en ella, pero tampoco hay una hambruna generalizada (hablo sólo de nuestros países occidentales, claro está). Por suerte, ninguna de las plagas con que la OMS nos alarma cada año se han convertido en tales. En cuanto a España, dentro de la gravedad, a lo largo de casi seis años de procés no se ha producido un solo muerto, y no era difícil que cayera alguno. ETA paró de matar y se ha disuelto, y nunca está de más recordar cuántos asesinatos cometía al mes durante los ochenta y los noventa del pasado siglo.

Y sin embargo, desde hace por lo menos un lustro percibo en la gente un estado de exasperación al que personalmente no veo mucha justificación. Lo percibo a nivel colectivo y a nivel individual. He hablado aquí de esos sujetos que no pasan una; que, si cometen una infracción y alguien se atreve a afeársela, son capaces de agredir a ese alguien o de pegarle un tiro. Hay demasiados sulfurosos que saltan por cualquier cosa, y a la primera. Lo mismo sucede con las masas: en seguida se encolerizan, no vacilan en echarse a la calle para protestar o maldecir, unas veces con razón y otras con exageración. Están de moda —extraña y desagradable moda— la ira, la indignación, el furor. Todo es “intolerable” e “histórico” y “cataclísmico”, cualquier abuso es tildado de “genocidio” (hubo quien así calificó las estúpidas cargas policiales del 1 de octubre en Cataluña), las multitudes deciden qué es punible, y lo que opinen jurados o jueces les trae sin cuidado. El asunto más baladí se convierte en cuestión de Estado o por lo menos de referéndum. Yo supongo que parte de la culpa de la exasperación continua y en el fondo inmotivada la tienen las redes sociales, que por suerte no he frecuentado jamás. Muchos ingenuos se informan sólo a través de ellas, y así tienen una visión permanentemente distorsionada, falseada y melodramática de la realidad. Pero no son sólo ellas, o bien es que ellas han contagiado e infectado a los periódicos y a los telediarios.

Estos últimos (sean los parciales y torpísimos de TVE o los parciales y bufonescos de la Sexta) no sólo disparan sus decibelios para tratar cualquier tontada, sino que exprimen la tontada en cuestión hasta convertir sus informativos en extenuantes monográficos. Si hay nevadas, se anuncian catástrofes varias durante veinte minutos; si se cae un árbol que mata o no mata, logran que la población entera mire todos los árboles con pavor y no ose entrar en un parque; si un par de políticos han falseado o inflado sus curricula (algo que seguramente hace el 80% de la ciudadanía), eso ocupa horas y horas de noticias y tertulias a lo largo de jornadas sin fin; si una pareja de líderes se compra un chalet, corren ríos de tinta y palabra al respecto y se organiza un megalómano plebiscito para ver si puede seguir en el cargo (en este sentido estoy muy decepcionado de que en su momento Pablo Iglesias no consultara a las bases podemitas si podía ponerse corbata o no; se le ha visto llevar sin permiso tan sospechosa prenda más de una vez). Los sucesos, que hasta hace unos años eran noticias secundarias, se han adueñado de los informativos, trasladándole al espectador una sensación de que se delinque sin parar, de que estamos amenazados por mafias internacionales sin cuento, de que millares de ciudadanos son asaltados o violados, de que vivimos acogotados: cuando lo cierto es que España es, por fortuna, uno de los países con más bajos índices de criminalidad del planeta (no quiero ni pensar que nuestra situación fuera la de Venezuela, México, Honduras o Estados Unidos, con sus demenciales matanzas en las escuelas y por doquier). Este alarmismo perpetuo, esta exageración deliberada, esta alerta inducida en la que nos sumergen los medios, va minando nuestro ánimo y nuestra templanza. La gente vive en vilo e innecesariamente sobresaltada, va de susto en susto y de irritación en irritación. Yo mismo he comprobado este histerismo, tras escribir opiniones tan inocuas como que cierto tipo de teatro no me gustaba o que me era imposible suscribir la grandeza de una poeta santificada por decreto municipal. Se ha conseguido no sólo que muchas personas estén exasperadas, sino que busquen más motivos de exasperación, que se nutran de ella y se regodeen en ella; y que, si no los hallan, se los inventen. Hace demasiado tiempo que nada se vive con sosiego, que la existencia cotidiana está contaminada de desquiciamiento, que casi todo es objeto de desmesura y exageración. Francamente, no creo que sea la mejor manera de pasar de un día a otro, y eso, nos guste o no, es lo que nos toca a los vivos, pasar serena y modestamente de un día a otro y atravesar las noches sin angustias extremas. Inclementes políticos, periodistas y tuiteros: déjennos intentarlo, por favor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 17 de junio 2018

LA ZONA FANTASMA. 10 de junio de 2018. ‘Lengua hiriente y superior’

Los independentistas catalanes llevan ya tantos años alejados del raciocinio, inventándose agravios imaginarios y negando la realidad, que poco les importa caer una y otra vez en la contradicción. Si se les señala alguna, hacen caso omiso, como si no hubieran oído, o bien incurren en una nueva para intentar enmendar la denunciada. El resultado es un embrollo sin ton ni son, un magma pegajoso en el que nada es discernible, una acumulación de grumos. Se han hecho impermeables a la crítica (les trae sin cuidado), al ridículo y al razonamiento. Ni los dirigentes ni los fieles sabrían responder a casi ninguna pregunta sensata: “¿Cómo vivirían en una Cataluña aislada, con qué economía y qué medios? ¿Con qué reconocimiento internacional (Putin y Maduro aparte)? ¿Qué harían con más de la mitad de la población catalana contraria a su decisión? ¿Iniciarían purgas y expulsiones (mejor no hablar por ahora de limpieza étnica)?” La mayoría de la gente no se leyó o ha olvidado la llamada Ley de Transitoriedad, según la cual los jueces serían nombrados por el Govern (acabando así con la separación de poderes propia de los Estados democráticos), y los medios de comunicación estarían controlados por la Generalitat (acabando, de facto, con la libertad de prensa y de opinión). Para los que llevamos tiempo sosteniendo que el actual proyecto independentista —tal como lo planean quienes lo propugnan— es de extrema derecha, clasista, racista, de ricos contra pobres, insolidario y totalitario, el nombramiento de Quim Torra como President ha venido a confirmar nuestro pronóstico, ay, con meridiana claridad.

Ya Vidal-Folch, Cercas y otros se han molestado en mirar sus libros, artículos y tuits anteriores a su entronización (que son los que cuentan: lo que los individuos declaran una vez bajo los focos ya no es creíble): una ristra de insultos, expresiones de odio y desprecio hacia los españoles y los catalanes “impuros”, es decir, que no piensan como él. De éstos ha afirmado que son “bestias con forma humana, carroñeras, víboras, hienas”, esto es, los ha animalizado, que es lo primero que han hecho todos los exterminadores que en el mundo han sido, de los nazis a los hutus de Ruanda a los serbios de la Guerra de los Balcanes. Es asombroso que personas supuestamente de izquierdas no hayan montado en cólera ante semejante suciedad y no hayan exigido su inmediata destitución. Torra es idéntico a Le Pen (al padre, que no disimulaba como la hija), a Orbán, al gemelo polaco superviviente, a Salvini de La Liga italiana, a los Auténticos Finlandeses, a la Aurora Dorada griega, a los supremacistas noruegos (uno de ellos llevó a cabo una matanza de críos en una isla, ¿recuerdan?). Admira a pistoleros fascistas de los años treinta, los equivalentes independentistas de Falange. Lo bueno de este nombramiento tan inequívoco es que alguien como Torra contamina a quien lo aupó, Puigdemont, y a Mas, y por ende a todo el movimiento independentista actual, incluidas las falsamente izquierdistas Esquerra y CUP, que con sus votos o su abstención le han dado el cargo máximo. Ya nadie que lo apoye puede reclamarse ignorante ni inocente ni “de buena fe”. Se ha visto que las “sonrisas” eran muecas y que la “democracia” sólo interesaba para enarbolarla un rato en vano y después pisotearla.

En las aseveraciones megalómanas de Torra hay una flagrante contradicción a la que nadie, de nuevo, hará caso, pero que vale la pena destacar. Según él o sus maestros, los catalanes son más “blancos” que el resto de España y por lo tanto superiores. Los españoles son inmundicia, exportadores de miseria material y espiritual, creadores de discriminaciones raciales (!) y subdesarrollo. Puede ser. Como saben mis lectores, no soy un gran entusiasta de mi país. Ahora bien, ¿cómo puede una nación “superior” llevar tres o cinco siglos sojuzgada, según él y sus compinches, por una “inferior”? Las colonizaciones, conquistas y sometimientos siempre han sido de los “superiores” sobre los “inferiores”, nunca al revés. Así, el de Cataluña sería un caso inexplicable, sin parangón en la historia de la humanidad. Un caso único de opresión y “ensañamiento” perpetuos por parte de los tontos a los listos, de los desgraciados a los sobresalientes. Sería como si el Congo hubiera sojuzgado a Bélgica, Argelia y Marruecos a Francia, los indios americanos a los pioneros, los indios de la India al Imperio Británico. Un caso digno de estudio, en verdad insólito: ¿cómo unos “superiores” han aguantado cinco o tres siglos de “dominación”? Sólo cabe concluir lo evidente para cualquiera salvo para Torra y sus secuaces: nunca ha habido tal sometimiento (excepto bajo el franquismo, pero los sometidos fuimos todos), y aún menos lo hay ahora, pese a estas palabras del flamante President: “Nos tienen acorralados en el gueto, sin medios de comunicación, ni poder económico, ni influencia política”. Qué paraíso sería tal “gueto” para los verdaderamente oprimidos, palestinos, rohingyas, venezolanos y cuantos ejemplos se les ocurran. Torra se deleita ofendiendo a los españoles y a más de la mitad de los catalanes. Pero además no le importa ofender también a los auténticos desheredados, perseguidos y masacrados del mundo. Que Mussolini le conserve la lengua, tan hiriente y superior.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de junio de 2018

LA ZONA FANTASMA. 3 de junio de 2018. ‘Nostalgias del primitivismo’

Paloma Varela Ortega, que siendo ella muy joven y yo adolescente me dio clases en el colegio, me envía unas cuantas postales escritas por mi madre a la suya a lo largo de varios veranos. La más antigua (destinada a su abuelo Don José, de hecho) es de 1955, la más reciente de 1960. Son postales de pequeño tamaño y en blanco y negro, casi siempre con motivo de felicitarle mi madre el santo a la suya, así que cuentan poco. En 1956, sin embargo, le dice Lolita a Soledad: “Pensamos con pena en tu día de la Virgen y en el otro que pasaste aquí sin la niña ya, pero con tu padre. Deseo que Palomita tenga alegría y que eso te ayude a ti. Nos dan mucha tristeza los rincones sorianos llenos de recuerdos”. Las dos mujeres habían perdido, respectivamente, un hijo y una hija pequeños. Un año más tarde le dice: “Te deseamos mañana un día con felicidad, junto a las penas”. Los textos son tan breves que lo más destacable sea quizá la mención, un par de veces, de un collar que al parecer mi padre le había traído a Soledad de Nueva York. En un post scriptum él le anuncia: “Tu collar va de camino; como verás, te da tres vueltas. Pendientes que igualaran no encontré”. Y más adelante Lolita y Julián insisten en que se trata de un mínimo, modestísimo regalo; supongo que Soledad se ofrecía a pagarlo, o que acaso era un encargo suyo. En esos años mis padres no tenían una perra, así que me imagino que en efecto era modesto.

En una cartita, fechada el 3 de agosto de 1958, mi madre explica: “No me cogieron aquí los fríos: la temperatura y una leve varicela de Álvaro” (mi hermano pequeño) “me retuvieron en Madrid hasta el día 13. Pronto me metí en la varicela doble —fuerte y muy fuerte— de Fernando y Xavier” (mi hermano inmediatamente mayor y yo mismo, que me llamé con X largos años). “Ya están completamente bien y Julián de vuelta”. Y aquí, claro, me ha acudido el recuerdo. Me he visto guardando cama durante un montón de días, o a mí se me hicieron eternos, en la habitación que compartíamos en los veranos de Soria. En efecto, Fernando y yo la padecimos al mismo tiempo, él con menos de nueve años y yo con menos de siete (más aguda, me entero ahora). El picor era insoportable, pero estábamos bien advertidos de que no podíamos rascarnos, ni siquiera tocarnos, las feas vesículas repartidas por el cuerpo. Algo debí de tocármelas, porque, aunque feas, sé que eran lisas y suaves al tacto. Supongo que por entonces no había aún vacuna. Sí la habría para la mucho más peligrosa viruela, pariente suya, porque no sentíamos su amenaza. No mucho antes no la habría para la poliomielitis, porque durante el curso 1954-55, que pasamos en New Haven (mi padre iba de un lado a otro para ganar lo que el régimen de Franco le había prohibido ganar en España), mi madre no quiso que fuéramos allí al colegio, por temor al contagio.

Es asombroso que ahora haya tantas personas —una corriente de irresponsables que rayan en la criminalidad— dedicadas a poner en cuestión las vacunas, y resueltas, en muchos casos, a no administrárselas a sus criaturas. Sin el menor fundamento, hay individuos “influyentes” — actores y gente por el estilo, sin ninguna autoridad en la materia— que han lanzado una campaña aseverando no sólo la inutilidad de las vacunas, sino denunciando sus perjuicios… para la salud, santo cielo. Y como toda necedad y toda superstición tienen hoy eco y prosperan, hay una legión de tontos “naturales” que les hacen caso. El resultado de esta moda no puede ser más desastroso, porque esos padres no sólo desprotegen a sus hijos contra buena cantidad de enfermedades para las que hoy hay prevención y remedio, sino que ponen en peligro a los demás críos (a los demás no vacunados, pero el mundo es ancho). Y aún es más: están reapareciendo dolencias que se daban ya por casi extinguidas. Hace nada ha habido en Europa un brote de sarampión incomparable con el de anteriores años. Los niños de mi época contábamos, si la memoria no me falla, con que debíamos “pasar” casi por fuerza (y cuanto antes mejor) tres o cuatro enfermedades no graves: el sarampión, la rubeola, las paperas y la comentada varicela. Pero ya éramos inmunes a la mayoría de las más graves. Las muertes por viruela (que no era de las obligadamente funestas) se cuentan por millares a lo largo de la historia, no digamos las causadas por las más malignas. Mi abuela, de la que hablé aquí hace poco, dio a luz a once vástagos, de los que dos murieron pequeños y otros dos muy jóvenes (bien es verdad que a uno de éstos le pegaron un tiro en la sien, por nada, los chequistas madrileños del asesino Agapito García Atadell, a los dieciocho años). Durante siglos y siglos las proles eran diezmadas, la mortandad era espantosa entre niños y jóvenes. Hoy está espectacularmente reducida, pero como cada vez hay más sujetos deseosos de regresar al medievo en todos los aspectos, y proliferan las imbecilizadas nostalgias del primitivismo más aciago, se ataca uno de los mejores inventos de la humanidad y se prescinde de sus beneficios. Quienes rechazan las vacunas propagan y resucitan las enfermedades, lo cual no debería estarles permitido en nuestra sociedad tan sanitaria.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de junio de 2018