Juan Gabriel Vásquez nació en 1973 en Bogotá (Colombia).
Estudió Derecho en la Universidad del Rosario en Bogotá y se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Sorbona.
Vivió en un pequeño pueblo de la región de las Ardenas (Bélgica) y en Barcelona, donde residió hasta 2012. Actualmente vive en Bogotá.
Aunque reconoce su deuda con Gabriel García Márquez, su obra es una reacción al realismo mágico.
Ha publicado las novelas Los informantes (2004), Historia secreta de Costaguana (2007), El ruido de las cosas al caer (2011), Las reputaciones (2013) y La forma de las ruinas (2015); los ensayos El arte de la distorsión (2009) y Viajes con un mapa en blanco (2018); y una biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte.
Además, ha traducido obras de John Hersey, John Dos Passos, Victor Hugo y E. M. Forster.
Colabora en diversas revistas y suplementos culturales, y también es columnista semanal del periódico colombiano El Espectador. Ha sido galardonado en dos ocasiones con el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar.
Entre los premios recibidos, destacan los siguientes: Premio Alfaguara 2011, Premio Roger Caillois 2012, English Pen Award 2012, Premio Gregor von Rezzori 2013, IMPAC Dublin Literary Award 2014, Premio Arzobispo Juan de San Clemente 2014, Premio Real Academia Española 2014 y Prix Carbet des Lycéens 2016.
Sus obras se han publicado en 40 países y han sido traducidas a 26 idiomas.
Ha sido nombrado por Xavier I, Rey de Redonda, Duke of Ruinas.
Mes: marzo 2018
LA ZONA FANTASMA. 25 de marzo de 2018. ‘Buen camino para el asesinato’
Los siete magníficos de 1960 no era un western muy bueno, pero sí simpático. Inferior a otros de su director, John Sturges, era una adaptación, trasladada a México, de Los siete samuráis de Kurosawa. Entre los siete, capitaneados por Yul Brynner vestido de negro, estaban algunos actores principiantes o secundarios que después alcanzaron la fama: Steve McQueen, James Coburn, Charles Bronson y Robert Vaughn (éste sobre todo en la serie El agente de CIPOL), todos más bien blancos. En 2016 se hizo un remake poco apetecible con Denzel Washington, pero una noche perezosa lo pillé en la tele y le eché un vistazo. En seguida me desinteresó, porque los siete de ahora eran totalmente inverosímiles, como un viejo mural de la ONU representando a las razas del globo. Aparte de Washington, negro, había un hispano o dos, un asiático, un indio o “nativo americano” y no recuerdo si alguien con turbante (puede que lo soñara luego). Esto, de manera artificial y forzada, sucede cada vez más en el cine y en las series estadounidenses, y va ocurriendo en las británicas. Si hay un equipo de policías, suelen componerlo un par de negros o negras (por lo general son los jefes), alguna asiática, un hawaiano, un inuit, varios hispanos. Si la banda es de criminales, la diversidad racial se relaja: pueden ser todos blancos, y además fumadores, puesto que son “los malos”.
Desde la penosa ceremonia de los últimos Óscars hemos sabido a qué se debe esa convención cuasi obligada. La sexista actriz Frances McDormand hizo ponerse en pie sólo a las mujeres nominadas (imagínense que un actor hubiera invitado a lo mismo sólo a sus colegas masculinos: se lo habría bombardeado por tierra, mar y aire), lanzó un discurso y concluyó reivindicando la “Inclusion Rider”. Como nadie sabía qué era eso, se multiplicaron las consultas en Internet y a continuación ha habido un aluvión de elogios tanto a la sexista McDormand como a esa cláusula opresiva que los artistas con poder pueden imponer en sus contratos para dictarles a los creadores (guionistas, adaptadores, directores) lo que tienen que crear. Porque esa cláusula exige que, tanto en el reparto como en el equipo de rodaje, haya al menos un 50% de mujeres, un 40% de diversidad étnica, un 20% de personas con discapacidad y un 5% de individuos LGTBI. Con ello se quiere “comprometer” a la industria a que muestre en sus producciones “una representación real de la sociedad”, y a que éstas “reflejen el mundo en que vivimos”. Uno se pregunta desde cuándo el arte está obligado a tal cosa. La exigencia recuerda a la de los retrógrados que reprochaban a Picasso no plasmar la realidad “tal como era”. O a los que criticaban a Tolkien por evadirse en ficciones fantásticas. Huelga decir que, con esos porcentajes, nunca se podría haber filmado El Padrino ni La ventana indiscreta ni Ciudadano Kane ni casi nada.
La iniciativa de la efímeramente famosa “Inclusion Rider” al parecer se debe a Stacy Smith, profesora de una Universidad californiana, la cual se molestó en mirar con lupa, lápiz y papel novecientas películas estadounidenses de entre 2007 y 2016, y en indignarse al computar que el 70,8% de los personajes eran blancos, frente a un 13,6% de negros —que, dicho sea de paso, es justamente la proporción de la población de esta raza en su país— y un 3,1% de hispanos. Más indignante aún: insuficientes personajes homosexuales y transgénero. También comprobó con espanto que en los guiones hablaba una mujer por cada 2,3 varones parlanchines. Y añadió furiosa: “Las películas no dan a todo el mundo la misma oportunidad de aparecer en ellas”. Uno se pregunta por qué habrían de hacerlo. El arte no es lo mismo que la vida real, en la que, en efecto, todos deberían tener la misma oportunidad de educarse, trabajar, ganar dinero y demás. El arte depende de cada individuo. Cada novelista o dramaturgo escribe sobre lo que lo inquieta o atrae o conoce, cada pintor pinta lo que le parece o le inspira; y, si bien el cine es una industria, su éxito depende en gran medida de los que inventan, y a éstos, desde la defunción de la Unión Soviética y otros sistemas totalitarios, se les ha garantizado plena libertad… hasta hoy. “Exigimos más personajes femeninos”, se oye con frecuencia en la actualidad, “y además que sean fuertes, inteligentes, positivos y de lucimiento”. ¿Y por qué no los escriben ustedes a ver qué pasa —dan ganas de contestar—, en vez de forzar a otros a que creen historias ortopédicas y falsas, de mera propaganda, tan increíbles como las hagiografías que propiciaba el franquismo en nuestro país? Mutatis mutandis, es como si se pidieran más Fray Escobas y Molokais, sólo que los santos de hoy han variado. Si en mis novelas se me impusieran semejantes porcentajes (dos de ellas cuentan con protagonista y narradora femenina, y en todas aparecen mujeres, pero no negros ni asiáticos ni personas transgénero, porque no están en mi mundo y sé poco de ellos), nunca habría escrito ninguna. Si de lo que se trata es de eso, de que se acabe el arte libre y personal, no cabe duda de que cuantos aplauden a la sexista McDormand están en el buen camino para asesinarlo.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 25 de marzo de 2018
Reseña de ‘Berta Isla’
Javier Marías y ser uno mismo
MARISA NAVARRO
Información, 23 de marzo de 2018
Artículo de Javier Marías
No saber y avanzar
JAVIER MARÍAS
Ínsula, nº. 855, marzo de 2018
Reseña de ‘Cuando los tontos mandan’
El hombre que pisa todos los charcos
JUAN CRUZ
El País, Babelia, 17 de marzo de 2018
LA ZONA FANTASMA. 18 de marzo de 2018. ‘Nazística’
En los últimos tiempos se ha impuesto una consigna según la cual, en cuanto alguien menciona en una discusión a Hitler y a los nazis, pierde inmediatamente la razón y no ha de hacérsele más caso. Me temo que esa consigna la promueven quienes intentan parecerse a los nazis en algún aspecto. Para que no se les señale su semejanza (y hay muchos, de Trump a Putin a Maduro a Salvini), se blindan con ese argumento y siguen adelante con sus prácticas sin que nadie se atreva a denunciarlas. Evidentemente, si la palabra “nazi” se utiliza sólo como insulto y a las primeras de cambio, se abarata y pierde su fuerza, lo mismo que cuando los independentistas catalanes tildan de “fascista” al que no les da la razón en todo, o las feministas de derechas llaman “machista” a quien simplemente cuestiona algunos de sus postulados o exageraciones reaccionarios, tanto que coinciden con los de las más feroces puritanas y beatas de antaño.
Pero hay que tener en cuenta que Hitler y los nazis no siempre fueron lo que todos sabemos que acabaron siendo. Hubo un tiempo en que engañaron (un poco), en que las naciones democráticas pactaron con ellos y no los vieron con muy malos ojos. También hubo un famoso periodo en que se optó por apaciguarlos, es decir, por hacerles concesiones a ver si con ellas se calmaban y se daban por contentos. En 1998 escribí un largo artículo en El País (“El triunfo de la seriedad”), tras ver el documental El triunfo de la voluntad, que la gran directora Leni Riefenstahl (curioso que las feministas actuales no la reivindiquen como pionera) rodó a instancias del Führer durante las jornadas de 1934 en que se celebró en Núremberg el VI Congreso del Partido Nazi, con más de doscientas mil personas y la entusiasta población ciudadana. Entonces los nazis no eran aún lo que llegaron a ser, aunque sí sumamente temibles, groseros, vacuos, pomposos y fanáticos. Faltaban cinco años justos para que desencadenaran la Segunda Guerra Mundial. Pero ya habían aprobado sus leyes raciales, que databan de 1933 y además fueron cambiando y endureciéndose. Una de sus consecuencias tempranas fue que muchos individuos que hasta entonces habían sido tan alemanes como el que más, de pronto dejaron de serlo para una elevada porción de sus compatriotas, que los declararon enemigos, escoria, una amenaza para el país, y finalmente se dedicaron a exterminarlos. Lo sucedido en los campos de concentración (no sólo con los judíos, también con los izquierdistas, los homosexuales, los gitanos y los disidentes demócratas) se conoció muy tardíamente; en toda su dimensión, de hecho, una vez derrotada Alemania.
Así que comparar a gente actual con los nazis no significa decir ni insinuar que esa gente sea asesina (eso siempre está por ver), sino que llevan a cabo acciones y toman medidas y hacen declaraciones reminiscentes de los nazis anteriores a sus matanzas y a su guerra. Y, lejos de lo que dicta la consigna mencionada al principio, eso conviene señalarlo en cuanto se detecta o percibe. Una característica nazi (bueno, dictatorial y totalitaria) es que, una vez ganadas unas elecciones o un plebiscito, su resultado sea ya inamovible y no pueda revisarse nunca ni someterse a nueva consulta. Es muy indicativo que en todas las votaciones independentistas (Quebec, Escocia), nada impide que, si esa opción es derrotada, se intente de nuevo al cabo de unos años. Mientras que se da por descontado que, si triunfa, eso será ya así para siempre, sin posibilidad de rectificación ni enmienda. A nadie le cabe duda de que el modelo catalán seguiría esa pauta: si en un referéndum fracasamos, exigiremos otro al cabo del tiempo; en cambio, si nos es favorable, eso será definitivo y no daremos oportunidad a un segundo.
El independentismo catalán actual va recordando a El triunfo de la voluntad en detalles y folklore (yo aconsejo ver ese documental cada diez o quince años, porque el mundo cambia): proliferación de banderas, himnos, multitudes, arengas, coreografías variadas, uniformes (hoy son camisetas con lema), patria y más patria. En uno de sus discursos, Hitler imparte sus órdenes: “Cada día, cada hora, pensar sólo en Alemania, en el pueblo, en el Reich, en la nación alemana y en el pueblo alemán”. Sólo eso, cada hora, obsesiva y estérilmente. Se parecen a ensalzamientos del caudillo Jordi Pujol y de sus secuaces respecto a Cataluña. Hace poco Alcoberro, vicepresidente de la ANC, soltó dos cosas reveladoras a las que (siendo él personaje secundario) poca atención se ha prestado. Una fue: “Para muchos, España ya no es un Estado ajeno, sino que es el enemigo”. No dijo el Gobierno central, ni el Tribunal Supremo, dijo España, así, entera. Son los mismos que a veces desfilan gritando “Somos gente de paz” en el tono más belicoso imaginable. La otra cosa nazística que dijo fue: “La independencia es irreversible porque los dos millones que votaron separatista el 21 de diciembre y en el referéndum del 1 de octubre no aceptarán otro proyecto”. En Cataluña votan cinco millones y medio, pero las papeletas de dos abocan al país a una situación “irreversible”. Porque ellos, está claro, no respetan la democracia ni “aceptarán otro proyecto”, aunque las urnas decidan lo contrario.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 18 de marzo de 2018
Javier Marías firma el manifiesto de apoyo a los pensionistas
La MERP lanza el manifiesto “Blindemos las Pensiones en la Constitución” firmado por más de 100 personalidades del mundo de la cultura
Bembibre Digital, 17 de marzo de 2018
Los pensionistas salen hoy a la calle en un centenar de ciudades
VIRGINIA MARTÍNEZ
El País, 17 de marzo de 2018
Firma de Javier Marías en El Corte Inglés
Por alusiones
The unknowable truth
PHILIP SLAYTON
Canadian Lawyer, February 20, 2018
Libros recomendados por Verónica Forqué
PAULA CORROTO
El País, Librotea, marzo de 2018
LA ZONA FANTASMA. 11 de marzo de 2018. ‘También uno se harta’
Una joven columnista publica una apasionante pieza enumerando cosas que le gustan y que no, y la primera que no, la que tiene prisa por soltar, es: “Despertar los domingos y que Javier Marías ya sea TT” (supongo que significa trending topic, no sé bien). Coincido plenamente con ella, a mí tampoco me gusta, y al parecer sucede a veces. Yo no escribo para “provocar”, sino para intentar pensar lo no tan pensado. Pero el pensamiento individual está hoy mal visto, se exigen ortodoxia y unanimidad. Hace unas semanas saqué aquí un artículo serio, razonado y sin exabruptos (eso creo, “Ojo con la barra libre”), más sobre la prescindencia de los juicios y su sustitución por las jaurías que otra cosa. Uno acepta todos los ataques y críticas, son gajes del oficio. Lo que resulta desalentador es la falta de comprensión lectora y la tergiversación deliberada. (También uno se harta, y eso sí puede llevarlo a callarse y darle una alegría a la columnista joven.) Al instante, un diario digital cuelga un titular falaz, sin añadir enlace al artículo. Muchos se quedan con eso y se inflaman. No leen, o no entienden lo que leen, o deciden no entenderlo. Uno se pregunta de qué sirve explicar, argumentar, matizar, reflexionar con el mayor esmero posible.
Los ataques no importan, las mentiras sí. Y vivimos una época en que, si las mentiras halagan, se las aplaude. Una escritora que presume de sus erotismos y cuyo nombre omitiré por delicadeza, pidió con ahínco entrevistarme hace unos años. La recibí en mi casa, y se aprovechó de mi hospitalidad —veo ahora— para fisgonear con bajeza y educación pésima, y extraer conclusiones erróneas, o directamente imbéciles y malintencionadas. En otro diario digital me dedica un larguísimo texto lleno de falsedades, una diatriba. Me limitaré a señalar dos mentiras comprobables (imagínense el resto). Afirma que creé, “juguetón él”, el ficticio Reino de Redonda. Mentira: ese Reino lo creó en 1880 el escritor británico M. P. Shiel, nacido en la vecina Montserrat. También asegura que en mi minúscula editorial de igual nombre “las escritoras brillan en general por su ausencia”. Mentira: de quien más títulos he publicado —tres— es de la magnífica Janet Lewis; también dos de la excepcional Rebecca West, dos de Richmal Crompton, uno de Isak Dinesen y uno de Vernon Lee (quizá crea esa autora, en su ignorancia, que las tres últimas son varones, y no, son mujeres). Nueve libros de treinta, casi un tercio, no es “brillar por su ausencia”. Y dicho sea de paso, no me ando fijando en el sexo de las obras buenas y que además están disponibles. Lo que admiro lo admiro, lo haya escrito una mujer, un hombre, un blanco, una negra o una asiática. Por otra parte, y si no recuerdo mal —y si recuerdo mal lo retiro y me disculpo de antemano, a mí no me gusta mentir—, esa gran defensora de sus congéneres, tan doliente por “las violadas, las acosadas, las muertas que dijeron no”, ha alardeado de haber pagado ella y su pareja a una prostituta para hacer un trío. Si así fuera, ya me llevaría ventaja en la utilización y cosificación del cuerpo femenino, porque yo nunca he contratado a una puta.
Hoy lo llaman a uno “machista” muchas mujeres que justamente lo son, al despreciar y denigrar a las de su sexo que no obedecen sus preceptos: las tachan de “alienadas”, “traidoras”, “cómplices”, “vendidas al patriarcado”, negándoles su autonomía de pensamiento y tratándolas como a tontas. Como uno también se harta, ya lo he dicho, permítanme recuperar unas citas pioneras (1995, 1997 y 2002) del “repugnante machista” que esto firma. Del artículo “El suplemento de miedo”: “A veces pienso que para los hombres lo más inconcebible de ser mujer es la sensación de indefensión y desvalimiento, de fragilidad extrema con que deben de ir por el mundo. Supongo que si fuera mujer iría por la vida con un suplemento de miedo difícil de imaginar y que debe de ser insoportable. Por eso creo que una de las mayores vilezas es pegar a una mujer, materializar y confirmar ese intolerable miedo”. O del titulado “No era tuya”: “Esos llamados crímenes pasionales —más bien fríos— deberían ser los más repudiados y penados. Pero no lo serán mientras parte de la sociedad siga pensando que las mujeres han de atenerse a las consecuencias de su insumisión y que los maridos, en cambio, no tienen por qué aguantarse”. Hay muchas más antiguas y recientes, vaya un fragmento de “Las civilizadoras”: “Las mujeres han sido el principal elemento civilizador y apaciguador de la humanidad. Quienes han hecho de los niños personas y han tenido mayor interés en conservar y proteger la especie, en rehuir o evitar las peleas, la violencia, las guerras. Quienes han hecho mayor uso de la piedad y la compasión, del afecto manifiesto, de la consolación, quizá también del perdón. Y de propiedades como la astucia, la transacción, el pacto, la persuasión, la simpatía, la risa, la alegría y la cortesía”. Claro que a la semana siguiente, recuerdo, escribí “Y las incivilizadas”. Son siempre éstas las que vociferan más y las que hoy fingen estar expulsando y suplantando a las civilizadoras.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 11 de marzo de 2018
Entrevista
Javier Marías: «Estamos hechos de lo realmente vivido y de lo experimentado a través de las ficciones»
ALFONSO ARMADA
Abc Cultural, 3 de marzo de 2018
LA ZONA FANTASMA. 4 de marzo de 2018. ‘¿Bendita sea la incoherencia?’
Hace cinco semanas hablé de la actual Invasión de los ladrones de cuerpos, uno de cuyos indicios me parecía la incomprensible manera de razonar de demasiada gente, de cualquier edad. Desde entonces me he encontrado con ejemplos conspicuos que me llevan a ver a más humanos “suplantados”. En un artículo de este diario contra la prostitución, la autora terminaba con el siguiente argumento: “Si una madre no tiene dinero y su situación es acuciante, ¿nos planteamos que pueda vender, muy consentidamente” (sic), “su riñón? Y entonces, ¿por qué sí puede vender su sexualidad (sic)? Los seres humanos no somos mercancías ni objetos de usar y tirar”. Que alguien diga semejante absurdo en una sobremesa no tiene mucho de particular. Pero que lo escriba y publique una juez y profesora de la Complutense, a la que se supone discernimiento para elegir los conceptos y las palabras, y cuidado extremo con las comparaciones… Una prostituta nunca vende su cuerpo ni su sexo, sino que los alquila. A diferencia de quien vende un riñón, que se queda para siempre sin él, ella conserva su cuerpo y su sexo, y por eso puede volverlos a alquilar. Otra cuestión sería por qué escandaliza tanto que eso se alquile (entendámonos, sólo cuando se haga voluntariamente, o por preferencia sobre otros trabajos), si todos alquilamos algo sin parar: el estibador sus espaldas, el minero sus manos y su salud, yo mismo los dedos con que tecleo y mi cabeza, por supuesto su tiempo cada trabajador por cuenta ajena. Sin duda pueden encontrarse argumentos contra la prostitución, pero el del riñón es puro disparate demagógico y tergiversador.
A raíz de la innovación léxica de la diputada Irene Montero, mi docto compañero de la RAE Álvarez de Miranda dio aquí una impecable lección, y otros muchos han salido al paso de la voz “portavoza”. A la inventora se le ha explicado que “portavoz” es un vocablo formado por un verbo y un sustantivo unidos, exactamente como “portaestandarte”, “chupasangre”, “lameculos” y muchos más, que, aplicados a una mujer, no necesitarían ser convertidos en “chupasangra” ni “lameculas”. Se le ha recordado que la terminación en z no es masculina ni femenina, como demuestran los adjetivos “voraz”, “mordaz”, “feroz”, “tenaz”, “locuaz” o “veraz”, cuyos plurales no son “vorazos” y “vorazas”, “ferozos” y “ferozas”, sino siempre “voraces” y “feroces”. Tampoco la terminación en e indica género, y así “artífice” o “célibe” valen para mujeres y hombres y son invariables. Cabría añadir que ni siquiera la terminación en a es por fuerza femenina, como con simpleza se tiende a creer: lo prueban palabras como “atleta”, “idiota”, “colega”, “auriga”, “estratega”, “poeta”, “pediatra”, “hortera”, “esteta”, “hermeneuta”, y no digamos “víctima” o “persona”, a las que se antepondrá “una” o “la” en todos los casos, así hablemos de Mia Farrow o de Schwarzenegger.
Que Montero y sus correligionarios suelten puerilidades no tiene nada de raro. Aunque la mayoría anden entre los treinta y los cuarenta años, suelen hablar, gesticular y comportarse como si todavía se agitaran por el instituto. Están en su derecho, por lo demás: cada cual puede decir lo que le venga en gana (eso no está multado aún, por fortuna), acuñar cuantos términos desee y utilizarlos a su discreción. Un escritor viajó a un bolo hace poco, y sus anfitrionas le preguntaban: “¿Qué, estás contenta de venir a nuestra ciudad?” Al mostrar el escritor su sorpresa, le contestaron: “Ah, es que nos dirigimos a todo el mundo en femenino, para visibilizarnos más”. Son muy libres, faltaría más, a condición de que a mi colega se le hubiera autorizado a responder: “Y vosotros, ¿estáis contentos de tenerme aquí?” Lo que ya apunta sobremanera a los “ladrones de cuerpos y mentes” es que personas de más edad, como notables dirigentes del PSOE (partido determinado a instalarse en la bobería perpetua) hayan hecho suyo el barbarismo y lo hayan defendido con entusiasmo. Y más preocupante todavía es que una catedrática de Filología que terció a favor del idiotismo lingüístico, a falta de argumentos, concluyera así: “Estamos buscando un nuevo sujeto histórico y no hemos encontrado el modelo perfecto. Bendita sea” (sic) “la inconsistencia y el debate”. Y al parecer remató “con orgullo”: “Ahora queremos una sociedad más justa, y llegaremos siendo incoherentes e inconsistentes”. Una catedrática que, acorralada por sus propias incongruencias y contradicciones, da una patada a la mesa, rompe la baraja y lanza vivas a la incoherencia y a la inconsistencia, es como para temer por sus alumnos y por nuestra Universidad. Decir eso equivale a decir esto otro: “Sostendremos una cosa y su contraria, defenderemos una postura y su opuesta, según nos convenga y a nuestro antojo. No nos pidan que seamos consecuentes, porque aquí se trata de avanzar sin escrúpulos, de lograr como sea nuestro objetivo”. No sé si les recuerda a alguien esta actitud. A mí, lo lamento (y por no traer a la memoria a otros siniestros y arbitrarios personajes del pasado), se me viene a la cabeza en seguida el incoherente e inconsistente Donald Trump.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 4 de marzo de 2018