Fernando del Paso y Garth Risk Hallberg recomiendan la obra de Javier Marías

Lee el discurso íntegro de Fernando del Paso en la ceremonia del Cervantes

«También desde luego a excelentes escritores españoles como Rafael Sánchez Ferlosio, Juan José Armas Marcelo, Juan Marsé, los hermanos Goytisolo, Fernando Savater, Camilo José Cela, Javier Marías, Arturo Pérez- Reverte y a quién detonó toda mi vocación literaria: el poeta Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa

El País, 23 de abril de 2016

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Garth Risk Hallberg: «No creo que esto pueda reproducirse en otro lugar»

¿Qué libro regalaría en un día como este?

Creo que regalaría un libro de Javier Marías que he leído recientemente en inglés, Así empieza lo malo. Me gusta mucho la literatura española e hispanoamericana, es algo que suelo leer. Y también he empezado a leer traducciones de autores catalanes gracias al Institut Ramon Llull. He leído mi primera Mercè Rodoreda, La mort i la primavera. Ha sido un reto, pero lo he disfrutado mucho.

RAFAEL TAPOUNET

El Periodico, 23 de abril de 2016

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LA ZONA FANTASMA. 24 de abril de 2016. ‘Menos mal que hay fantasmas’

La muerte de Sara Torres hace trece meses, la mujer de Fernando Savater, ha tenido mi cabeza ocupada intermitentemente bastante más de lo que en principio habría imaginado. Porque lo cierto es que a él lo veo rara vez desde hace un lustro o quizá dos, pero hay afectos antiguos que permanecen vigentes, invariables en la distancia, y que ni siquiera precisan de la renovación periódica de la risa y la charla. Están ahí fijados, justamente como los que guardamos hacia los muertos queridos: no disminuyen porque ya no los veamos y sepamos que no vamos a volver a verlos. No dejamos de contar con ellos por la circunstancia accidental de que ya no habiten en nuestros mismos tiempo y espacio; lo hicieron durante un largo periodo, y no deja de parecernos un azar que no coincidamos últimamente con ellos. Aunque ese “últimamente” se prolongue y ya no pueda ser calificado así, estábamos tan acostumbrados a su presencia que ninguna ausencia –ni la definitiva– puede predominar sobre aquélla. No es descabellado decir que nos acompañan como el aire, o que “flotan” en el que respiramos. No es que los llevemos en la memoria: los llevamos en nuestro ser. Algunos de los que desaparecen van palideciendo a medida que los sobrevivimos, pero hay otros que jamás pierden la viveza ni el color.

No cometo indiscreción si digo que Savater, en esta primera fase, debe de sentirse impaciente por reunirse con Sara, por ir donde ella esté. Pero, dado que él no es religioso, el único lugar que pueden compartir es el pasado, esto es, ser ambos pasado y pertenecer ambos a él, ser ambos alguien que ha sido y ya no es. Él mismo lo ha hecho saber, directamente o a través de otros. En una de las gratas columnas de Luis Alegre en este diario, éste contaba que Savater andaba atascado con el último libro que quería escribir, precisamente sobre Sara y su vida con ella, y que, lograra terminarlo o no, después no pensaba hacer más. “Para qué, si ya no los va a leer”, era la conclusión. Todo esto me ha llevado a acordarme de cuando mi padre perdió a mi madre, en el lejano 1977. Tenía él entonces un año menos de los que tengo yo ahora, y no hace falta decir que, desde mis veintiséis, yo lo veía como un hombre más entrado en edad de lo que probablemente lo estaba y de como me veo a mí mismo hoy. Mis padres habían estado casados treinta y seis años, pero habían sido amigos o habían “salido” desde hacía muchos más. Al morir ella, Lolita, él, Julián, quedó tan desconsolado como pueda estarlo ahora Savater. Durante bastante tiempo mi padre expresó ese deseo de seguir a mi madre diciendo: “Estoy seguro de que no voy a durar, noto que mi tiempo también toca a su fin”. Yo solía irritarlo con mis réplicas, que no buscaban otra cosa que hacerlo reaccionar y sacarlo de su abatimiento: “¿En qué lo notas?”, le preguntaba. “¿Te sientes enfermo, te sientes mal?” “No”, respondía, “no es eso, pero lo sé”. “¿Entonces estás pensando en suicidarte?”, insistía yo. “Claro que no”, contestaba casi ofendido, pues él era religioso –católico reflexionante–, a diferencia de Savater. “Pues no ­augures cosas que no puedes saber”, acababa yo, hasta la siguiente vez. Él vivió veintiocho años más que mi madre, es decir, tardó largo tiempo en reunirse con ella, sólo fuera como “pasado”. Él creía que el reencuentro consistiría en mucho más; de hecho acostumbraba a decir que estaba convencido de que sería ella quien le abriera la puerta. A mí me daban ganas de preguntarle qué puerta, pero irritarlo en exceso no habría estado bien, y, por absurdo que me sonase aquello, sabía a qué puerta se refería. No hay por qué socavar las creencias de las personas, si las ayudan a sobreponerse a la tristeza o a la desolación.

Y acaso fueron esas creencias las que, al cabo de unos meses de la muerte de mi madre, lo indujeron a tener la actitud contraria a la de Savater. Se puso a escribir, un libro, dos, tres, yo qué sé cuántos más. Me imagino que sentarse ante la máquina era una de las pocas cosas que lo movían a levantarse tras noches de malos sueños o insomnio y atravesar la jornada, a pensar que no todo había acabado, que aún podía ser útil y productivo. Pero lo que más lo empujaba a escribir, decía, era la idea de que le “debía” a mi madre unos cuantos libros, de que a ella le habría gustado que los escribiese. Tal vez se figuraba que desde algún sitio ella lo sabría, se enteraría; es más, que “todavía” los podría leer. No me cabe duda de que Julián escribía en buena medida para Lolita. No sólo, desde luego, pero para ella en primer lugar. Cada vez que terminaba un artículo, desde la infancia lo veía perseguir por la casa a mi madre –ocupada en mil quehaceres, de un lado a otro– para leérselo con impaciencia; y hasta que ella no le aseguraba que le parecía bien, no lo enviaba. Necesitaba su aprobación pese a ser hombre muy confiado, incorregiblemente optimista y muy seguro de lo que hacía. Con esa ilusión, con la de su aprobación “póstuma” o fantasmal, tuvo veintiocho años de casi incesante actividad. Savater no es religioso pero le encantan las historias de fantasmas. Y como es persona tan optimista y confiada como mi padre, y probablemente más jovial, confío en que un día consiga convertir a Sara en fantasma literario, en acompañante de ficción –no merece menos–, y en que así se incumpla su presentimiento de no volver a escribir más.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 24 de abril de 2016

Artículos de Javier Marías traducidos al ruso

Revista rusa
El n.º 12 del año 2015 de la revista literaria rusa ИНОϹТРАННАЯ ΛИТЕРАТУРА (Inostrannaya Literatura) publica tres artículos de Javier Marías: «Isabel monta a Fernando», «Mi anciano ídolo» y «Más idiotas de lo que parecen»,  escritos para El País Semanal (La zona fantasma), y reunidos en España en el volumen Tiempos ridículos.

LA ZONA FANTASMA. 17 de abril de 2016. ‘Nos dan miedo y no lo damos’

Es curioso lo que sucede con las matanzas del Daesh o Estado Islámico en Europa. Cuando escribo, la última ha sido la de Bruselas, con un saldo provisional de treinta y dos muertos y centenares de heridos. Nunca sabremos cómo quedan éstos, tal vez muchos lisiados de por vida. Lo que me llama la atención es que, como sucedió tras las de París, la estupidizada sociedad occidental reacciona –con excepciones– de tres principales maneras: la primera consiste en ponerse medallas compasivas, pues no otra cosa son las exhibicionistas muestras de dolor y los falaces slogansJe suis Paris, Je suis Bruxelles, etc– que sin duda les parecen “muy bonitos” a quienes los lanzan a las redes o los enarbolan en carteles. Estos individuos hacen llamamientos a la paz, sin darse cuenta de que lo último que interesa a los miembros del Daesh es eso, paz, y de que se deben de reír a mandíbula batiente de los bienintencionados, sus velas, flores y pegatinas. Y deben de pensar: “Si esta es toda la reacción, podemos seguir masacrándolos indefinidamente. Son tiernos como corderos. Lloran para ser vistos, enseñan sus fotomontajes, ponen a Tintín lleno de lágrimas, se sienten abstractamente solidarios con las víctimas, agachan la cabeza, tienen miedo y ni siquiera se indignan”. Si algo me irrita, entre las cursilerías de nuestro tiempo, es el grito automático de “Todos somos …” en cuanto una persona o un colectivo sufren una injusticia o desgracia. “Todos somos Malala”, “Todos somos belgas” o lo que se tercie. No falla y siempre es mentira. Si fuéramos Malala, nos habrían pegado un tiro en la cabeza, de niños, tan sólo por ir a la escuela. Si todos fuéramos belgas, podríamos estar despedazados en un metro o un aeropuerto, y por suerte no lo estamos. Pero hay que ver qué sensible queda decir eso.

La segunda reacción extraña es una variante del síndrome de Estocolmo. Parte de la población europea –con la falsa izquierda tontificada que padecemos al frente–, en vez de enfurecerse con quienes cometen los atentados, se da golpes de pecho, culpa a nuestros inicuos países y poco menos que “comprende” los asesinatos. “Claro, si no les hubiéramos hecho lo que les hemos hecho. Es que hemos sembrado el odio en sus corazones. Es que los hemos humillado”. La identidad de “nosotros” y “ellos” es vaga. Se sobreentiende que “nosotros” somos los europeos u occidentales en general, y que “ellos” son ¿los musulmanes? ¿los árabes? ¿los suníes? ¿los salafistas? ¿los wahabíes? ¿los iraquíes? No se dice, pero se parte siempre de la base de que nos hemos buscado las atrocidades y somos su causa última. ¿Se imaginan a los judíos sosteniendo algo parecido? ¿O a las víctimas de ETA? “Claro, si nos hubiéramos autoexpulsado de Alemania, Polonia, etc. Si no nos hubiéramos opuesto a una Euskadi independiente en la que mandaran ellos e impusieran su dictadura. La culpa de que nos maten es nuestra”. Difícil, ¿no? Pues es lo que ocurre a menudo con el terrorismo yihadista, y quienes así opinan no se dan cuenta de que las masacres nada tienen que ver con ofensas pasadas. No recuerdan que el Daesh ha declarado una “guerra santa” a casi todo el mundo: a los chiíes, a los yazidíes, a los judíos, a los cristianos en bloque, a los agnósticos, a los meramente demócratas y a los ateos. Sus miembros no se paran a mirar si un occidental es creyente o no, menos aún si es de derechas o izquierdas: para ellos todos somos “cruzados”, y ven idénticos a Rajoy y a Pablo Iglesias (bueno, este último guarda con Aznar grandes semejanzas), a Valls y a Tsipras, a Trump y a Corbyn, a Bachelet, Maduro y Lula. Si los tuvieran a mano, los decapitarían a todos sin hacer distingos y con la misma alegría. No estarán tan mal, ni serán tan criminales nuestras sociedades, si millones de perseguidos y desheredados anhelan incorporarse a ellas.

La tercera reacción es la que, en efecto, quiere convertirlas en criminales, la histérica e indiscriminada: la que culpa a los musulmanes en conjunto, sobre todo a los europeos. La que exige su expulsión masiva, la que prende fuego a albergues de refugiados y mezquitas, la de los presidentes húngaro y polaco, la de Le Pen y Wilders, la Liga Norte, los Auténticos Finlandeses, la Alternativa por Alemania y Aurora Dorada. Volviendo a los infinitos años en que ETA mataba, ninguno de estos líderes y partidos habría tolerado el lema de tantas manifestaciones –“¡Vascos sí, ETA no!”–, sino que habrían propuesto detener o desterrar a los vascos todos.

Si uno descarga la ira contra un colectivo, está errando el tiro y dando pseudoargumentos a posteriori a los asesinos. Si uno se culpa de las matanzas que sufre, está invitando a esos asesinos a que sigan. Si uno se limita a lamentarse, a pedir paz en el mundo y a encender velas para pensar “Qué bueno soy”, se está comportando como los cristianos ante los gladiadores y leones del circo romano. La ira es obligada, es lo mínimo, pero no contra los pacíficos que comparten –si es que es así– religión con los verdugos. A la gente despiadada se la combate sólo con frialdad e infundiéndole miedo. Entre unas actitudes y otras, eso es lo que hace tiempo que no damos, y los miembros del Daesh lo saben: entre mensajitos y llanto blando, golpes de mea culpa y furia contra los indefensos, a los armados hasta los dientes, a los dispuestos a pasar a medio mundo a cuchillo, a esos precisamente nunca los asustamos.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 17 de abril de 2016

LA ZONA FANTASMA. 10 de abril de 2016. ‘A ver si muere Cervantes’

Ya se han consumido tres meses del año y dentro de dos semanas será la fecha oficial del cuarto centenario de la muerte de Cervantes, y más o menos lo mismo respecto a Shakespeare. Se ha hablado mucho del contraste, del abismo existente entre la actitud de los dos países que vieron nacer a estos autores. Del entusiasmo inglés y la indiferencia española; de la implicación de Cameron y la dejadez de Rajoy el Plasmado; del enorme programa de fastos impulsado por las instituciones británicas y de las poco imaginativas y parvas celebraciones preparadas por nuestro Ministerio de Cultura. Si me guío por mí mismo, hace ya un par de años que la editorial Hogarth me tentó a “novelar” una obra de Shakespeare dentro de un amplísimo proyecto que incluía a una veintena de escritores, cuyas “adaptaciones” serían traducidas y publicadas en numerosas lenguas. También, desde el British Council, se me ha propuesto mantener un coloquio en Berlín con un ­autor inglés, sobre Shakespeare y Cervantes, en el marco de una exposición dedicada a los dos genios. Sobre el uno o el otro se me han solicitado textos desde diferentes países, y casi todas estas peticiones las he declinado (uno podría pasarse 2016 dedicado en exclusiva a estos menesteres, y soy de los que creen que las obras perfectas no hay que manosearlas ni menos aún “reescribirlas”). Alguna aportación he hecho en España, pero para el sector privado. La única propuesta que me ha venido del público, creo, era una majadería para Televisión Española, participar en la cual habría sido menos motivo de satisfacción que de sonrojo.

Al Gobierno le han llovido los reproches, con razón. Pero ¿qué se esperaba de una administración que, durante cuatro años, no ha hecho más que empobrecer y hostigar a los representantes de la cultura? Y Cervantes, aunque muerto y bien muerto, no deja de ser uno de ellos. Eso sí, el próximo 23 de abril veremos las consabidas colas de políticos, escritores y figurones para leer en voz alta un fragmento del Quijote (pésimamente y sin entonación, las más de las veces), esa chorrada ya institucionalizada. La mayoría se hará una foto, volverá a casa muy ufana y no abrirá de nuevo ese libro en su vida. En realidad no sé por qué nos escandalizamos. ¿Por qué habría de importarle Cervantes a una sociedad ahistórica y tirando a iletrada? En España pocos conocen nuestro pasado y además a casi todos nos trae al fresco. Ni siquiera hay curiosidad. Este año será el tricentenario del nacimiento de Carlos III, el mejor Rey que hemos tenido junto con Don Juan Carlos, pero la mayor parte de los españoles es incapaz de decir una palabra sobre su figura. El conjunto de la población, ¿sabe algo de las Guerras Carlistas, que fueron tres nada menos y no están tan lejanas? ¿Sabe que en 1898 estuvimos en guerra contra los Estados Unidos? Son sólo un par de ejemplos de la ignorancia brutal y deliberada que nos domina desde hace décadas. Hace poco, el grupo socialista del Ayuntamiento quiso quitar de la Plaza de la Villa madrileña la estatua de Don Álvaro de Bazán para colocar en su lugar una –la enésima en la capital– del alcalde Tierno Galván –muy llorado, eso sí, como todos los aduladores de jóvenes–. Eso denota visión histórica y sentido de las prioridades. Los cretinos municipales del PSOE probablemente ignoran que Don Álvaro intervino decisivamente en Lepanto y en otras hazañas militares; o quizá sea eso, que sus hazañas son hoy “condenables” por haber sido militares.

Hace no mucho dije en otra columna que la actitud general de los españoles respecto al pasado viene a ser esta: “Los muertos no nos conciernen”. La gente que no está aquí, que carece de poder e influencia, que no hace el memo para distraernos, que no suelta idioteces en las redes para que reaccionemos con furia; la gente a la que ya no podemos zaherir ni poner zancadillas ni hacer daño, la que no forma parte de la bufonada perpetua que nos alimenta, del jolgorio zafio y la chanza malintencionada, la gente que no puede indignarnos porque lleva mucho o poco criando malvas, ¿qué nos importa? A los políticos, desde luego, sólo les interesan aquellos que pueden ser utilizados, o arrojados a la cara del contrario: Lorca y Machado por razones obvias, un poco Hernández y Cernuda, y pare usted de contar o casi. Pero ¿Cervantes? Ni siquiera sabemos si sería de derechas o de izquierdas, para qué nos sirve. Al Gobierno le han caído regañinas justas por su desidia, y sin embargo, ¿han oído decir una palabra sobre el autor del Quijote, en estos meses transcurridos de su año, a los dirigentes del PSOE, Podemos o Ciudadanos, no digamos a los de Unidad Popular, PNV, ERC (y eso que hay dementes muy serios que insisten en que Cervantes era un catalán más, escamoteado)? En realidad, en España se procura matar a los muertos, ya es bastante molestia que haya vivos ocupando sitio (“nuestro sitio”) como para encima hacérselo a los difuntos. Shakespeare está vivo y omnipresente no sólo en la cultura y en la sociedad inglesas, sino en el mundo entero. Cervantes no tanto, por mucho que unos cuantos todavía adoremos su simpática figura y su obra. ¿Cómo podría estarlo al mismo nivel que su contemporáneo, si en su país lo que se pretende es que se hunda de una vez en el hoyo y en el mayor olvido posible? Aquí ese es el sino de cuantos “dan su espíritu” y ya no alientan, sea desde ayer o desde hace cuatro enteros siglos.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de abril de 2016

LA ZONA FANTASMA. 3 de abril de 2016. «El ‘jockey’ vienés y el sargento prusiano»

WEBmarias-1-440x330De vez en cuando hay que darse una tregua y dársela a los lectores, y a mí suelen proporcionármelas los viajes. Puede que la última fuera mi relato de una frustrada visita a la casa natal de Goethe en Fráncfort, o acaso mis desventuras con los sistemas de grifos en los hoteles modernos. Ahora me ha tocado volver a Londres, y a diferencia de la anterior ocasión, hace ya casi tres años, en Heathrow no me sustrajeron nada. Debo decir que la columna que escribí entonces (”Ladrones de Heathrow”) tuvo una rápida respuesta de las autoridades del aeropuerto. Se justificaron con “las reglas” (ese cómodo comodín para todo), se disculparon y, al cabo de un tiempo, me devolvieron algunos de los objetos requisados por un celoso miembro de la seguridad: mi pequeño despertador Dalvey y una calculadora que no era la mía y que además estaba hecha un asco. Del cargador del móvil, ni rastro, y menos aún del botecito de agua oxigenada que el funcionario olisqueó insistentemente sin éxito (“No huele”, dijo, y eso le pareció aún más sospechoso). Pero algo fue algo y agradecí el tesón y el esfuerzo. No me imagino a Barajas rastreando semejantes menudencias entre todo lo confiscado a los pasajeros, facinerosos por definición y principio.

Esta vez mi estancia no tuvo tregua, así que no me quedó tiempo libre. Tan sólo veinte minutos un día: tenía que ir a una librería a firmar ejemplares, y me di tanta prisa en despacharlos que me encontré con ese regalo hasta la siguiente tarea. Quiso el azar que la librería estuviese en Cecil Court, callejón peatonal del que he hablado en varias oportunidades (”Cuento de Cecil Court”, ”La bailarina reacia”, ”Cuento de Carolina y Mendonça”, para quienes tengan curiosidad o memoria). Como quizá recuerden los lectores más pacientes con mis tonterías, en una diminuta tienda de allí, Sullivan, he ido adquiriendo algunas antiguas figuras de pequeño tamaño: primero un señorín con bastón y bigotillo, luego la bailarina que lo acompañaba y que me dio ridícula mala conciencia haber dejado atrás en el establecimiento; por último, hace cuatro años, en marfil, el personaje de Dickens Mr Jingle (”El conveniente regreso de Mr Jingle»). Preveía yo entonces que, siendo éste un bribón y un seductor simpático, con numerosas conquistas en España según cuenta él mismo en Los papeles de Pickwick, traería alguna tensión a la pareja formada por Carolina y Mendonça, lo cual no me parecía mal para dar algo de aliciente a su silenciosa y estática existencia en mi casa. Pero la verdad es que Jingle, nacido de la pluma de su autor hace ya ciento ochenta años, se ha comportado de manera harto pasiva, en consonancia con su edad provecta. Así que aproveché aquellos veinte minutos para asomarme a Sullivan y echar un vistazo veloz. Y hubo dos figuras que me hicieron la suficiente gracia. Una de bronce policromado, vienesa de principios del XX, representa a un jockey extraño, porque, aunque su atuendo no deja lugar a dudas (chaleco a rayas rojas y amarillas, mangas negras, gorra negra y roja, como las botas altas, y ajustados pantalones de color canela), no está montado, sino graciosa e indolentemente apoyado en una valla que es parte de la pieza. Sostiene en las manos un látigo, más que una fusta, y la verdad es que su postura y su cara (boca de piñón, ojos soñadores, nariz fina y estrecha) lo hacen abiertamente afeminado, como se decía antes y supongo que ahora está prohibido, como casi todo. Sin que esto signifique otra cosa que una interpretación subjetiva, creo que ese jockey es un gay amanerado (lo cual sólo quiere decir que hay muchos gays que no lo son en absoluto). La otra figura que me llamó la atención no podía ofrecer mayor contraste: asimismo de bronce, pero sin colores, fabricada a mediados del XIX según el dependiente, yo diría que es un sargento prusiano, por el uniforme y el gorro; pero podría ser francés, por las largas patillas que casi se le unen con el bigotón poblado, por la nariz aguileña y la expresión muy severa, casi de permanente enfado. Lo curioso es que tiene una mano apoyada en el brazo contrario –como si lo tuviera herido– y no lleva ningún arma. La nuca se la cubre un pelo bastante largo recogido al final como coleta. Un tipo fiero en conjunto.

Los de Sullivan, que supieron de mis anteriores columnas, tuvieron la gentileza de ofrecerme un buen descuento, así que me llevé las dos sin pensármelo mucho. Y aquí están ahora, sin que haya decidido aún junto a quién colocarlas ni qué nombres darles. Esta apacible convivencia necesita un poco de conflicto, y ya que Mr Jingle está anciano, espero que el sargento arme bulla con sus patillas pendencieras: que se burle del señorín con su bastoncillo y su aire de petimetre; que azuce al veterano seductor dickensiano; que husmee el atractivo escote de la bailarina y provoque la reacción de los otros en su defensa; y en cuanto al compañero que ha venido con él, el jinete amanerado, confío en que su postura y sus delicados rasgos lo irriten sobremanera. Claro que las apariencias engañan, y quién sabe si el sargento de aspecto recio y aguerrido no acabará por fijarse en el jockey más que en Carolina, y si no habré aportado a mi grupo una pareja de hecho que se querrán con locura el uno al otro. De ser así, no habrá bronca ni conflicto. A menos que el anticuado Mr Jingle, con sus ciento ochenta años, los observe con censura y desagrado, poco acostumbrado en su época a las efusiones entre miembros del mismo sexo. Pero siempre fue un hombre tan jovial y desenfadado que no lo creo capaz de homofobia. Para eso hay que ser antipático, y él era la simpatía perpetua. Vuelvan a Pickwick, si no me creen.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de abril de 2016