LA ZONA FANTASMA. 22 de febrero de 2015. ‘Crueldades admitidas’

Tuve una pesadilla, y aunque no soporto la aparición de sueños en las novelas ni en las películas, como esto no es ni lo uno ni lo otro, ahí va resumido: era de noche y estaba en la fría ciudad de Soria, en la que pasé muchos veranos de mi infancia y en la que luego, durante doce años, tuve alquilado un piso muy querido, que dejé hace tres por causa de un Ayuntamiento desaprensivo. Me iba a ese piso para dormir allí, pero me daba cuenta de que ya no tenía llave y de que ya no existía, convertido ahora en una pizzería o algo por el estilo. Pensaba en irme entonces al de mi niñez, pero aún hacía más tiempo que no disponía de él. Un hotel, en ese caso, pero estaban todos llenos, y además yo vestía inadecuadamente (me abstendré de dar detalles).

La respuesta a la pregunta “¿Dónde iré?” fue la inmediata salida de esa ciudad y la tentativa de entrar en otras casas en las que he vivido. Una de Barcelona en la que me recibió una mujer, una de Venecia en la que me acogió otra, una de Oxford en la que pasé dos años, otra de Wellesley, un par de pisos que tuve alquilados en Madrid hace siglos. Ninguno existía ya, pasaron a ser pasado. Los lugares a los que uno se encaminó centenares de veces después de una jornada, que uno ocupaba con relativa tranquilidad, de los que poseía llaves, “de pronto” ya no estaban a mi disposición, habían ­desaparecido. Si entrecomillo “de pronto” es con motivo: en el sueño no había lento transcurso del tiempo, como lo hay en la vida; estaba todo comprimido, superpuesto, todos mis “hogares” eran uno y el mismo, y en ninguno tenía cabida. Me obligué a despertar, me daba cuenta de que soñaba pero no lograba salirme de la sensación de pérdida y caducidad, de ver clausurados los sitios que en otras épocas eran accesibles y hasta cierto punto eran “míos” (en realidad ninguno lo era, de ninguno había sido yo propietario, sólo inquilino o invitado).

Cuando, ya levantado, conseguí sacudirme el malestar y el desamparo, no pude por menos de pensar en los millares de personas para las que ese mal sueño es una verdad permanente. De todas las injusticias y desafueros, de todas las crueldades cometidas en este largo periodo, bajo los Gobiernos de Rajoy y de Zapatero, quizá la mayor sean los desahucios. Hay cosas en las que la legalidad debería ser secundaria, o en las que su estricta y ciega aplicación no compensa, porque las ­consecuencias son desproporcionadas. Hace ya mucho escribí aquí que los españoles estaban muy confundidos al considerar poco menos que un “derecho” tener una vivienda en propiedad. Me escandalicé de que gente con empleos precarios suscribiera hipotecas a treinta, cuarenta y aun cincuenta años. Expuse mi perplejidad ante la aversión de mis compatriotas a alquilar, con el argumento falaz y absurdo de que así tira uno el dinero. ¿Cómo va uno a tirarlo por hacer uso de algo? Sería como decir que lo tira por comprarse un coche que no va a durar toda la vida (y gastar en gasolina), o por comer, o por pagar la ropa que indefectiblemente se desgastará y habrá que desechar algún día. Pero lo cierto es que los bancos, durante decenios, no sólo permitieron el demencial endeudamiento de los ciudadanos, sino que lo alentaron y fomentaron. Y, cuando demasiados individuos no pudieron hacer frente a las abusivas hipotecas, se iniciaron los desahucios, que aún prosiguen. Las circunstancias de las personas no han importado: a los bancos y a los Gobiernos les ha dado lo mismo echar de su hogar a una anciana que sólo aspirara a morir en él que a una familia con niños pequeños. “Están en su derecho”, y lo ejercen. Pero ¿para qué?

La mayoría de los pisos de los que sus medio-dueños han sido expulsados no sirven de nada. Los bancos y las inmobiliarias han sido incapaces de revenderlos ni de hacer negocio, y si han podido los han malvendido. Centenares de millares de ellos están desocupados, empantanados, se deterioran, entran ladrones a llevarse hasta los grifos o se convierten en botín de okupas, a menudo devastadores. El daño infligido a las personas desalojadas –que tenían voluntad de cumplir, que llevaban tiempo habitándolos, que los cuidaban, que simplemente no podían satisfacer los plazos por haber perdido su empleo, y que habrían continuado con ellos a cambio de un alquiler modesto– es desmesurado respecto al beneficio obtenido –si lo hay– por los acreedores. Es, por lo tanto, un daño gratuito e innecesario, un daño sin resarcimiento, y a ese tipo de daño se le ha dado siempre el nombre de crueldad, no tiene otro. No es comparable con el del casero que echa a un vecino por no abonarle el alquiler: gracias a su medida puede encontrar otro inquilino que sí le pague, y no lo condene a perder dinero. Pero la gran mayoría de los pisos de desahuciados se subastan a precios irrisorios, o se pudren abandonados, y los bancos los ven como un lastre y apenas sacan ganancia. No hay nada que justifique –ni siquiera explique– el inmenso perjuicio causado a los expulsados. Ellos sí que se ven de repente sin llaves, ellos sí que pierden su hogar, y se quedan a la intemperie.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 22 de febrero de 2015

LA ZONA FANTASMA. 15 de febrero de 2015. ‘Un Papa’

Este Papa actual cae muy bien a laicos y a católicos disidentes, y bastante mal, al parecer, a no pocos obispos españoles y a sus esbirros periodísticos, que ven con horror las simpatías de los agnósticos (utilicemos este término para simplificar). Las recientes declaraciones de Francisco I respecto a los atentados de París (qué es esa coquetería historicista de no llevar número: Juan Pablo I lo llevó desde el primer día) no parecen haber alertado a esos simpatizantes y en cambio me imagino que sus correligionarios detractores habrán respirado con alivio. Un Papa es siempre un Papa, no debe olvidarse, y está al servicio de quienes está. Puede ser más limpio o más oscuro, más cercano a Cristo o a Torquemada, sentirse más afín a Juan XXIII o a Rouco Varela. Pero es el Papa.

Francisco I es o se hace el campechano y procura vivir con sencillez dentro de sus posibilidades, pero esas declaraciones me hacen dudar de su perspicacia. Repasémoslas: “En cuanto a la libertad de expresión”, respondió a la pregunta de un reportero, “cada persona no sólo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que piensa para apoyar el bien común … Pero sin ofender, porque es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el Doctor Gasbarri, que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñezato. ¡Es normal! No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás … Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri si dijera algo contra mi mamá. Hay un límite, cada religión tiene dignidad, cada religión que respete la vida humana, la persona humana … Yo no puedo burlarme de ella. Y este es el límite … En la libertad de expresión hay límites como en el ejemplo de mi mamá”.

El primer grave error –o falacia, o sofisma– es equiparar y poner en el mismo plano a una persona real, que seguramente no le ha hecho mal a nadie ni le ha impuesto ni dictado nada, ni jamás ha castigado ni condenado fuera del ámbito estrictamente familiar (la madre del Papa), con algo abstracto, impersonal, simbólico y aun imaginario, como lo es cualquier religión, cualquier fe. Con la agravante de que, en nombre de las religiones y las fes, a la gente se la ha obligado a menudo a creer, se la ha sometido a leyes y a preceptos de forzoso y arbitrario cumplimiento, se la ha torturado y sentenciado a muerte. En su nombre se han desencadenado guerras y matanzas sin cuento (bueno, no sé por qué hablo en pasado), y durante siglos se ha tiranizado a muchas poblaciones. Las religiones se han permitido establecer lo que estaba bien y mal, lo lícito y lo ilícito, y no según la razón y un consenso general, sino según dogmas y doctrinas decididos por hombres que decían interpretar las palabras y la voluntad de Dios. Pero a Dios –a ningún dios– se lo ve ni se lo oye, solamente a sus sacerdotes y exégetas, tan humanos como nosotros.

La madre de Francisco I fue probablemente una buena señora que jamás hizo daño, que no intervino más que en la educación de sus vástagos, y contra la cual toda grosería estaría injustificada y tal vez, sí, merecería un puñetazo. Pero la comparación no puede ser más desacertada, o más sibilina y taimada. A diferencia de esta buena señora, o de cualquier otra, las religiones se han arrogado o se arrogan (según los sitios) el derecho a interferir en las creencias y en la vida privada y pública de los ciudadanos; a permitirles o prohibirles, a decirles qué pueden y no pueden hacer, ver, leer, oír y expresar. Hay países en los que todavía las leyes las dicta la religión y no se diferencia entre pecado y delito: en los que lo que es pecado para los sacerdotes, es por fuerza delito para las autoridades políticas. Hasta hace unas décadas así ocurrió también en España, bajo dominación católica desde siempre. Y hoy subsisten fes según las cuales las niñas merecen la muerte si van a la escuela, o las mujeres no pueden salir solas, o un bloguero ha de sufrir mil latigazos, o una adúltera la lapidación, o un homosexual la horca, o un “hereje” ser pasado por las armas. No digamos un “infiel”.

Así que, según este Papa, “la fe de los demás” hay que soportarla y respetarla, aunque a veces se inmiscuya en las libertades de quienes no la comparten ni siguen. Y en cambio “no se puede uno burlar de ella”, porque entonces “estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri…”. Sin irse a los países que se rigen por la sharía más severa, nosotros tenemos que aguantar las procesiones que ocupan las ciudades españolas durante ocho días seguidos, y ni siquiera podemos tomárnoslas a guasa; y debemos escuchar las ofensas y engaños de numerosos prelados en nombre de su fe, y ver cómo la Iglesia se apropia de inmuebles y terrenos porque sí, sin ni siquiera mofarnos de la una ni de la otra, no vayamos a “provocar” como ese pobre Doctor que se ha llevado los hipotéticos guantazos de Francisco I. Con semejantes “razonamientos”, no se hace fácil la simpatía a este Papa. Al fin y al cabo es el jefe de una religión.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 15 de febrero de 2015

LA ZONA FANTASMA. 8 de febrero de 2015. ‘Jueces no humanos’

No es que los jueces hayan sido nunca demasiado de fiar. A lo largo de la historia los ha habido venales, cobardes, fanáticos, por supuesto prevaricadores, por supuesto desmesurados. Pero la mayoría de los injustos mantenía hasta hace no mucho una apariencia de cordura. Recurrían a claros sofismas o retorcían las leyes o bien se aferraban a la letra de éstas, pero al menos se molestaban en urdir artimañas, en dotar a sus resoluciones de simulacros de racionalidad y ecuanimidad. Recuerdo haber hablado, hace ya más de diez años, de un caso en que el juez no apreció “ensañamiento” del acusado, que había asestado setenta puñaladas a su víctima, algo así. El disparate, con todo, buscó una justificación: dado que la primera herida había sido mortal, no podía haber “ensañamiento” con quien ya era cadáver y no sufría; como si el asesino hubiera tenido conocimientos médicos y anatómicos tan precisos y veloces para saber en el acto que las sesenta y nueve veces restantes acuchillaba a un fiambre.

Pero ahora hay no pocos jueces que no disimulan nada, y a los que no preocupa lo más mínimo manifestar síntomas de locura o de supina estupidez. Uno se pregunta cómo es que aprueban los exámenes pertinentes, cómo es que se pone en sus manos los destinos de la gente, su libertad o su encarcelamiento, su vida o su muerte en los países en que aún existe la pena capital. Si uno ve series de televisión de abogados (por ejemplo, The Good Wife), a menudo reza por que lo mostrado en ellas sea sólo producto de la imaginación de los guionistas y no se corresponda con la realidad judicial americana, sobre todo porque cuanto es práctica en los Estados Unidos acaba siendo servilmente copiado en Europa, con la papanatas España a la cabeza.

Hace unas semanas hubo un reportaje de Natalia Junquera sobre los tests a que se somete a los extranjeros que solicitan nuestra nacionalidad, para calibrar su grado de “españolidad”. Por lo visto no hay una prueba standard (“¡Todo el mundo se aprendería las respuestas!”, exclama el Director General de los Registros y del Notariado), así que cada juez pregunta al interesado lo que le da la gana, cuando éste se presenta ante el Registro Civil. Al parecer, hay algún juez que, para “pulsar” el grado de integridad del solicitante en nuestra sociedad, inquiere “qué personaje televisivo mantuvo una relación con un conocido torero” o “qué torero es conocido por su muerte trágica” (me imagino que aquí se admitirían como respuestas válidas los nombres y apodos de todos los diestros fallecidos a lo largo de la historia, incluidos suicidas). El mismo juez preguntó quién era el Presidente de Navarra, y el marroquí interrogado lo supo, inverosímilmente. Pero tal hazaña no le bastó (falló en la cuestión taurina), y hubo de recurrir, con éxito. Otros jueces quieren saber qué pasó en 1934, o cómo fue la Constitución de 1812, o nombres de escritores españoles del siglo XVI. A un tal juez Celemín, famoso aunque yo no lo conozca, le pareció insuficiente que un peruano mencionara el de Lope de Vega, y se lo cargó. Todo esto suena demencial, y encima, en los exámenes sobre “personajes del corazón”, resulta muy difícil seguirles la pista o incluso reconocerlos, tanto cambian de aspecto a fuerza de perrerías (hace poco creí estar viendo en la tele a la actriz de la película Carmina o revienta y después descubrí que era, precisamente, quien “mantuvo una relación con un conocido torero”).

Pero la epidemia de jueces lunáticos se extiende por todo el globo. Se ha sabido que los magistrados venezolanos del Tribunal Supremo (o como se llame el equivalente caraqueño) han fallado 45.000 veces a favor de los Gobiernos de Chávez y Maduro… y ninguna en contra, en los litigios presentados contra sus directrices y leyes. Empiecen a contar, una, dos, tres, y así hasta 45.000, no creo que nadie lo pueda resistir, y sin embargo existe tal contabilidad. Pero quizá es más alarmante (el caso venezolano sólo prueba que esos jueces reciben órdenes y son peleles gubernamentales, lo habitual en toda dictadura) el reciente fallo de unos togados argentinos que dictaminaron que una orangutana del zoo era “persona no humana”, con derecho al habeas corpus (como si hubiera sido arrestada) y a circular libremente. Que haya articulistas y espontáneos que abracen en seguida la imbecilidad y reivindiquen la “definición” también para las ballenas, los perros y los delfines, no tiene nada de particular. Al fin y al cabo ya hubo aquel llamado Proyecto Gran Simio que suscribió con entusiasmo el PSOE de Zapatero. Pero que unos jueces (individuos en teoría formados, prudentes y cultos) incurran en semejante contradicción en los términos, francamente, me lleva a sospechar que son ellos quienes forman parte del peculiar grupo de las “personas no humanas”. Y a ellos sí, pese a su desvarío, habría que reconocerles el derecho al habeas corpus, faltaría más. Confío en que la orangutana (ya puestos) sea proclive a concedérselo. No vería gran diferencia si fuera ella quien vistiera la toga y enarbolara el mazo con el que dictar sentencias. La capacidad de raciocinio de la una y los otros debe de ser bastante aproximada.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 8 de febrero de 2015

Foto de 1991

foto El Escorial, verano 1991
Cursos de El Escorial 1991
De izquierda a derecha. Primera fila: Mª Eugenia Fernández de Castro, María Barranco, Blanca Andreu y Javier Marías.
Segunda fila: Cristina Almeida, María Vidaurreta, Soledad Puértolas, Rosana Torres, Carmen Gallardo, Carmen Hernández y Meye Maier.

LA ZONA FANTASMA. 1 de febrero de 2015. ‘Cautivos’

Yo creo que nunca se ha hablado tanto como ahora y que nunca se ha tenido tan poca conciencia de hablar tanto. Es como una enfermedad. A veces, en un tren o en la sala de espera de un aeropuerto, oigo a alguien charlar por teléfono y me pregunto si su interlocutor se habrá dormido, o habrá dejado su móvil y se habrá puesto a sus cosas. Lo que es seguro es que no habrá sido capaz de meter baza, de soltar una parrafada, a lo sumo estará intercalando de tarde en tarde un “Ya” o un “Ajá”, no habrá encontrado resquicio para más. Ya que estoy obligado a escuchar la riada, intento enterarme al menos de lo que cuenta el verborreico, de comprender el problema que plantea o seguir su narración. Casi nunca hay manera. La catarata es desordenada, digresiva hasta el infinito, ni siquiera se produce eso que a todos nos ocurre a veces, pararnos un instante y preguntarnos: “¿Por qué estoy hablando de esto? ¿Qué me ha llevado hasta aquí? ¿Cuándo y por qué me desvié de lo que quería decir? De hecho, ¿qué quería decir, por qué llamé?” No, a menudo lo que oímos es un torrente sin ton ni son y sin fin, concluye sólo cuando el hablador llega a destino o ve que su vuelo va a despegar, y en alguna ocasión cuando la otra persona, cautiva, anuncia que tiene que colgar, que no puede retrasar más sus quehaceres. No es raro, sin embargo, que entonces el charlatán intente retenerla un poco más: “Bueno, pues adiós. Ah, una última cosita”, que se convierte en un montón de minutos más.

No es muy distinta la situación sin teléfono por medio, por ejemplo en las tiendas, en las que los dependientes –gremio digno de compasión– suelen ser capturados por los clientes sin prisa, esos que preguntan ochocientas cosas o explican por qué quieren comprar lo que quizá acaben comprando, es un regalo para su sobrino, a quien el año anterior obsequió algo que no le gustó, y es que los jóvenes son difíciles de satisfacer, y de ahí resulta fácil hilvanar todo un discurso sobre la incomunicación entre las generaciones, o bien precisar que la hermana, la sobrina, sí es en cambio contentadiza, resulta asombrosa la tendencia de mucha gente a radiar sus divagaciones mentales y a relatar su cotidianidad a quien se le ponga delante, venga o no a cuento y sin que medie una sola pregunta que desencadene el borbotón. Si la voz de la máquina parlante es además desagradable o estridente (muchas hay así; nos fijamos poco en las voces, pero pueden ser instrumentos de tortura), no entiendo cómo no se dan más suicidios entre los dependientes, o cómo no cometen asesinatos impremeditados. No me explico cómo las tiendas no están sembradas de cadáveres.

Yo me he sentido cautivo cuando me ha tocado dar una charla. Y no cautivo de mí mismo, aunque uno sea proclive a enrollarse por temor al vacío y a decepcionar a los oyentes; sino de quien me presentaba en el lugar de turno. Me he acostumbrado a temer como a la peste dos frases iniciales frecuentes en los anfitriones: una es “Voy a ser muy breve”, porque, extrañamente, quien anuncia eso siempre miente; la otra es “El autor que hoy nos visita no necesita presentación”, porque acto seguido empieza una retahíla de cuanto he hecho en la vida, e incluso el presentador llega a “pisarme” anécdotas o reflexiones que ha leído en otra parte pero que el público de ese día no tenía por qué conocer. He estado tentado de comenzar mi intervención –cuando por fin se me ha cedido la palabra– diciendo: “La verdad es que después de tan cabal exposición no me queda nada que añadir”. Recuerdo una oportunidad, en una ciudad, en la que contaba con el tiempo justo para la charla y luego debía correr a coger un tren. El presentador hablaba y hablaba y yo miraba el reloj y veía cómo se consumía el plazo sin poder decir ni mu. Se suponía que la gente había acudido para oír mis sandeces, no las del presentador. Pero a éste le daba igual, o no se daba cuenta, no tenía conciencia de que pasaba el tiempo, de que yo me habría de ir sin remedio sin apenas pronunciar palabra ni por supuesto firmar un solo ejemplar. Lo mismo me sucedió otra vez en un instituto. Mi charla ocupaba una hora de clase, luego disponía de sólo esa hora y a los chicos los aguardaba otra clase inmediatamente después. No obstante, el profesor que decidió presentarme (al cual sus alumnos ya oían a diario) habló durante unos cuarenta minutos, y como no tenía visos de ir a parar, hubo un momento en que me atreví a sugerir: “Esto casi que lo voy a contar yo mismo, que me lo sé mejor”, y así dispuse de un cuarto de hora, más que nada para que los estudiantes no se sintieran totalmente estafados y estupefactos. Me pregunté para qué diablos se me había invitado a escuchar una conferencia sobre un sujeto para mí tan sobado.

La cosa es general, no crean, y sucede en los ámbitos más elevados. En los plenos de la Real Academia Española, a los que asisten unos treinta individuos no precisamente ignorantes, todo el mundo se lleva las manos a la cabeza (más bien mentalmente, pero a veces resulta imposible que no se nos escape el gesto) cuando dos miembros toman la palabra, porque es seguro que nos impartirán una entera lección a los demás, de no menos de veinte minutos y remontándose a la prehistoria. No hace falta que les diga que también los académicos estamos tan cautivos entonces como el más paciente tendero, ese gremio tan sufrido y tan digno en verdad de compasión. Ténganle piedad.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de febrero de 2015