«En el octogésimo aniversario de Einaudi»
Que un hombre o una mujer cumplan hoy ochenta años no parece cosa de gran mérito ni excepcional, a diferencia de lo que ocurrió durante la mayor parte de nuestros siglos. Que los cumpla, en cambio, una empresa o una tienda empieza a resultar no sólo milagroso, sino incluso levemente anacrónico.
A lo largo de centenares de años se daba por descontado que las obras de los humanos duraban más que ellos mismos, y en cierto sentido se erigían y llevaban a cabo con ese propósito: con el de perdurar y ser memoria de los pasajeros seres que las acometían. Un escritor, sin ir más lejos, solía tener la esperanza de que sus escritos le sobreviviesen, de que otros siguieran leyéndolos después de su muerte y de que así se perpetuase lo que Quevedo llamó conversar en silencio con los difuntos. Hoy parece que la mera idea de posteridad pertenezca al pasado y no sea ya concebible: nuestros libros tienen suerte si duran un año, no digamos diez o doce. La aceleración insensata de nuestra época hace que todo nazca ya envejecido, o casi; que cualquier cosa, por existir y ser ya presente, pase a ser en el acto pasado. En contra de lo sucedido a lo largo de nuestra historia, la sensación de fragilidad y fugacidad de las obras supera a la que tenemos de nosotros mismos. Un escritor actual, si no es muy ingenuo u optimista en exceso, cuenta con asistir en vida al declive del interés por él de sus lectores, cuenta con ver cómo su novela de mayor éxito se convierte en una antigualla que pocos recuerdan y aún menos continúan leyendo.
Así, que una editorial, dedicada precisamente a publicar y cuidar esas obras efímeras, alcance los ochenta años nos da un leve consuelo de continuidad y permanencia, y nos hace concebir que quizá, en nuestro mundo, no todo sea tan transitorio como siempre lo fuimos los hombres y las mujeres.
Javier Marías