Gotham
La metáfora del inicio del otoño editorial neoyorquino podría ser un árbol virtual de cuyas ramas cayeran pausadamente, en vez de hojas muertas, centenares de luminosas tabletas lectoras. La imagen podría ser una cubierta de The New Yorker, pero es que los libros “desmaterializados” ya suponen el 23% de los beneficios de los editores estadounidenses, frente al, por ejemplo, 0,7% de los de los franceses y el vaya-usted-a-saber de los españoles (para los que, en todo caso, el libro electrónico constituye el 3,6% de la facturación total). Algo que se refleja en la creciente inquietud de los libreros independientes, que no pueden competir con los descuentos que ofrece Amazon o la cadena Barnes & Noble (a la que, por otra parte, la empresa de Jeff Bezos muerde diariamente su cuota de mercado). Los editores más conscientes intentan, aún con poco éxito, defender la infraestructura librera que ha sostenido su negocio durante casi dos siglos, y es que los libreros indies tienen cada vez más cruda su supervivencia. La última moda salvadora es el crowdfunding, es decir, conseguir financiación de una multitud de pequeños patrocinadores, una forma de apoyo que aquí también pretende introducir el señor Lassalle en la Ley de Mecenazgo, quizás porque nadie le ha explicado que esto no es precisamente la Florencia de los Médicis. De repente, numerosas librerías en trance de desaparecer a causa de la competencia implacable de los poderosos (y de la subida de los alquileres) se han puesto a recabar ayuda financiera de los clientes y amigos. Su gancho no puede ser los precios (necesariamente muy superiores a los de Amazon o las grandes cadenas), sino su papel como elementos tradicionales del paisaje social de cada comunidad. El librero independiente ofrece información, atmósfera, espacio de encuentro comunitario y señas de identidad cultural. Muchas están recurriendo a empresas especializadas en crowdfunding como Indiegogo o Kickstarter (visiten sus páginas web) que les diseñan campañas dirigidas a sus clientes a cambio de un discreto porcentaje. Otras recurren a la multiplicación de actividades dirigidas al nicho de grandes lectores o de letraheridos y curiosos, consiguiendo que autores más o menos prestigiosos acudan gratuitamente a compartir sus reflexiones con los lectores. Hace unos días, por ejemplo, pude ver a Walter Mosley (un autor de estupendos thrillers publicados por Anagrama y Roca) defendiendo, ante una audiencia que había “donado” 35 dólares por cabeza para escucharlo, la supervivencia en Manhattan de una librería que precisa 35.000 machacantes para renovar su leasing. Otras librerías parecen haber tirado la toalla, a pesar de seguir reclamando a sus lectores una fidelidad difícil de mantener cuando los mismos títulos se venden en Amazon o en Barnes & Noble mucho más baratos, como le pasa a St. Marks Bookshop (fundada en 1977 en el East Village y abierta cada noche hasta las once), que se ha visto obligada a reducir casi un 50% sus antes ecuménicos fondos. En todo caso, ese panorama no muy alentador no es lo único que ofrecen las librerías de Manhattan. Dos novelas hispánicas publicadas, por cierto, por Alfaguara han obtenido el raro honor de ser consideradas international best sellers en todas las grandes librerías de un país en el que el porcentaje de novelas traducidas no llega al 3% del total: The Infatuations (Los enamoramientos), de Javier Marías (Knopf) y The Sound of Things Falling (El ruido de las cosas al caer), de Juan Gabriel Vásquez (Penguin). Ya ven, no todo son derrotas.
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
El País, Babelia, 14 de septiembre de 2013
Los Angeles Times