Voy a procurar darme y darles otra tregua de enfados, me ha parecido que no pocos de ustedes agradecieron la de hace unas semanas, sobre la vuelta de Mr Jingle a España. En ese viaje a Londres en el que compré su figura en marfil, tuve bastante tarea y sufrí un momento de pánico. Era una visita de promoción, organizada por la editorial que ha publicado unos libros míos. Como ésta era nueva para mí, y todas, con la crisis, nos piden a los autores que hagamos el máximo posible y nos multipliquemos, fui tan complaciente que incluso acepté levantarme un sábado a las 6.30 para estar bien despierto a las 8.30 en un estudio de radio de la BBC (aquí debo subrayar cuánta aceptación era esa, dado que nunca me acuesto antes de las 3 de la mañana). «Se trata de un programa que oye muchísima gente, mientras desayuna», me habían dicho. Así que para allá me fui, acompañado por Ryan, un joven del departamento de prensa: agradable y eficaz, con pantalones de tiro tan caído que creo que los llaman -quizá demasiado gráficamente- «cagados», y más pendiente de su iPhone que de cuanto sucedía alrededor nuestro.
Nos alojaron en una salita junto con otros invitados, y nos iban llamando poco a poco cuando llegaba nuestro turno de pasar al estudio. El mío, dicho sea de paso, se demoró hasta las 10, así que no me quedó más remedio que escuchar desde allí las intervenciones de quienes me precedieron. A medida que los oía, más deseaba no oírlos, luego» desconectaba» a ratos; y más me preguntaba qué diablos hacía yo allí, con tan extravagante tropa. La primera entrevistada fue una ex-Ministra de Sanidad de John Major llamada Edwina, que acababa de publicar no sé qué libro. Fui informado en seguida de que, una vez fuera del Gobierno ambos, se había sabido que habían mantenido un affair, supongo que ilícito, y que ella había debido dejar el Gabinete antes que él por unas intempestivas declaraciones en las que aconsejó a los británicos abstenerse de comer huevos, lo cual provocó la cólera de toda la industria huevera. Pese a haber rebasado mi propia edad, resultaba vistosona y simpática, con sus juveninilistas vestido, peinado y escote. Edwina fue lo más normal del programa. A continuación pasó un individuo algo fofo al que se tenía por «el mayor procrastinador del Reino». «Procrastinar» se conserva en español como cultismo (es puro latín), pero en inglés es un verbo de uso corriente, y en ambas lenguas significa «aplazar» o «diferir» . Le pregunté a Ryan si es que existía también como profesión, la de procrastinador. «No, no, es sólo que este señor ha sido detectado como el que más aplaza en Gran Bretaña». Le oí a medias disertar sobre los placeres de dejarlo todo para mañana y sobre los reproches de su mujer, que, por ejemplo, nunca había logrado salir de viaje. Vino luego un embalsamador, de cuya intervención preferí no enterarme mucho porque sonaba tétrica, pero me alcanzó que cultivaba tal oficio por vocación, que le encantaba manipular, adecentar y embellecer los cadáveres, y también la descripción de sus refinadas técnicas. Pero aún faltaba lo más friki. Una mujer gordezuela y rubia nos había dicho, en la sala, que era la directora del “Joy of Death Festival» o «Festival de la Alegría de la Muerte», que se celebra anualmente en Bournemouth. Me atreví a preguntarle si la supuesta alegría era para los vivos o para los muertos, a lo que, tras vacilar, me contestó que «en principio, para los muertos». No deseé averiguar más, francamente, pero cuando entró en antena comprendí a mi pesar. En Inglaterra no es obligado enterrar a la gente, como en España, a los dos o tres días de su fallecimiento, de modo que esta señora contó cómo, durante al menos un par de semanas, se había dedicado a llevar a su madre difunta por ahí: a la playa, de turismo, no sé si al bingo, al cuarto de baño… (Embalsamada, supongo.) Y fue entonces cuando me entró el pánico. «Yo me largo, Ryan», le dije a mi joven acompañante. «No sé qué pinto aquí, en medio de esta galería». Me convenció de que me quedara, por el madrugón, por la espera, por la editorial. Aún escuché cómo la de la Alegría había enterrado finalmente a su progenitora con sus propias manos. «¿Tuvo que cavar mucho?», le preguntaron. «No, mi madre era menuda; y como murió con noventa años, había encogido y ya sólo medía tantos pies con tantas pulgadas» (lo sabía con exactitud escalofriante). Todavía, antes de mi turno, pasó una joven que, si no entendí mal -la anterior participante me había turbado-, no sabía lenguas pero había compuesto una canción en serbio y otra en búlgaro. Y cantó un fragmento de una de ellas, no me pregunten si de la serbia o la búlgara.
Una vez en el estudio, fui presentado como escritor y demás, pero también, en seguida, como «Rey de Redonda» («Ah», pensé, «ya veo»). «Lo es usted, ¿verdad?» Mi respuesta fue muy prudente: «Eso dice alguna gente. No yo». Según algunos amigos británicos que me escucharon, logré estar circunspecto, digno, ameno e irónico. Si así fue (mis amigos quizá fueron piadosos), créanme que no era fácil, para cerrar aquel inaudito desfile de excéntricos y macabros. Nunca más volveré a ser tan complaciente, aunque la crisis nos dure veinte años.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 28 de octubre de 2012