En el verano de 1996, y tras varios meses de minuciosa preparación, emprendí con mi mujer un viaje inolvidable. La meta era Oxford (Mississippi), pero nuestro objetivo era recorrer, lo más minuciosamente posible, la geografía física y espiritual de las novelas de Faulkner. Siempre he sido un poco mitómano con los escritores que me gustan, sobre todo con los muertos (con la mayoría de los vivos, cuyos méritos literarios no siempre consigo disociar de su comportamiento como personas, me he llevado abundantes chascos). En cuanto a mi pasión literaria por Faulkner, supongo que se debe a que, después de DeFoe y Cervantes, a quienes leí (por ese orden) en mi adolescencia, ha sido el escritor a quien más he identificado con la gloria de la novela como género mestizo, proteico e inclasificable.
Sobre aquel viaje publiqué en la Revista de Occidente un pequeño travelogue que, más tarde, Javier Marías decidió generosamente incluir en Si yo amaneciera otra vez (Alfaguara, 1997), su libro-homenaje al autor de Mississippi. He vuelto a leer aquel relato y recordado lo mucho que me sorprendió entonces el llamativo olvido en que sus conciudadanos adoptivos (había nacido en la vecina New Albany) mantenían al que sin duda es su hijo más ilustre (Premio Nobel en 1949). En 1996, un año antes de que el mundo conmemorara su centenario, Faulkner era allí casi un desconocido, una especie de nebuloso icono local cuya casa (Rowan Oak) era visitada únicamente por algunos admiradores y profesores extranjeros. Recuerdo que, salvo un pequeño callejón que llevaba su nombre, no encontré placas ni monumentos conmemorativos. Y que, cuando averigüé (gracias al señor Parks, el peluquero local) que estaba enterrado en el cementerio de St. Peter, me costó dar con su tumba, desprovista de toda especial indicación o referencia.
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MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
El País, 4 de julio de 2012