LA ZONA FANTASMA. 1 de abril de 2012. Cosas que nos sobresaltarán

Esta semana me visitó un curioso periodista alemán, To­bias Wenzel, que quería dos cosas de mí: una entrevista radiofónica sobre mi última novela y que participara en un proyecto en el que diferentes escritores se fotogra­fiarían en un cementerio de su elección y harían comentarios al respecto. A lo segundo le dije que no. Aparte de odiar que me retraten (me aburro), y someterme sólo a las sesiones «obli­gatorias», le expliqué que, tras haber escrito esa novela en la que están muy presentes los muertos, andaba un poco saturado para añadir nada más, y encima en un paisaje de tumbas … A su primera petición no puse inconveniente, claro, pero me llamó la atención la cantidad de preguntas que me hizo acerca de un pasaje episódico del libro, aquel en el que un personaje, una viuda cuyo marido ha sido muerto en la calle de forma violenta e inesperada, le cuenta a la narradora cómo a partir de esa des­gracia ya es incapaz de oír las numerosas sirenas estrepitosas de nuestras ciudades -ambulancias, coches de policía o de bom­beros, altos cargos que juzgan que todo el mundo debe apartarse a su paso- como las oía antes y las oímos todos: con indiferen­cia y fastidio, aguardando a que se alejen y nos dejen de atormentar, sin ya preguntar­nos casi nunca qué ha podido suceder, tan frecuentes se han hecho, posiblemente tan innecesarias en ocasiones (es sabido que los conductores a veces hacen sonar las sirenas para su comodidad, no porque haya verdadera urgencia). Ahora -viene a decir la viuda-, cuando sé que mi marido fue recogido por una de esas ambulancias y que en su trayecto hacia el hospital se debatía entre la vida y la muerte, vuelvo a estirar el cuello cada vez que oigo una sirena o incluso me asomo so­bresaltada al balcón, y me pregunto a qué persona o personas concretas se intenta acaso salvar, y si se salvarán.

El periodista me preguntó, entre otras cuestiones relativas a ese pasaje (también me pidió que lo leyera en voz alta para su ra­dio), si a mí me ocurría lo mismo que a mi personaje, tras haberlo escrito. Le dije que no, puesto que a mí no me había sucedido lo que a la viuda en la ficción. Insistió, sin embargo, y me contó que al novelista colombiano Héctor Abad Faciolince, con quien había conversado, al cabo de los años seguía sobresaltándolo el ruido de una moto acercándose, pues su padre (Abad lo ha relatado en un famoso libro) había sido asesinado en Medellín por dos sicarios que, como no era infrecuente durante algunos años allí, lo habían tiroteado desde uno de esos vehículos. No me pareció extraño, no me lo parecería que ese sobresalto acompañara a Abad el resto de su vida. También me acordé de que Arturo Pérez-Reverte me ha dicho alguna vez que los horrores que vio en las guerras de la anti­gua Yugoslavia -que no suele querer detallar, y le comprendo- son responsables de que cada vez que en una calle de Madrid, lejos ya de aquello en el tiempo y en el espacio, oye a dos personas hablar en serbio o croata, incluso en cualquier lengua eslava, los sentidos se le pongan alerta con una mezcla de instintivo rechazo, preven­ción, e injustificable furor, durante segundos. Tampoco me pare­cería extraño que eso le siguiera pasando hasta el fin de sus días.

Así que, ante la persistencia de Wenzel, recordé algo por fortu­na no violento, a diferencia de las experiencias de mis dos colegas. Yo no vivía en Madrid cuando mi madre enfermó de gravedad, y además mi padre no quiso hacernos partícipes de esa gravedad, a mis hermanos y a mí, hasta muy tarde. Tan tarde que yo llegué a la ciudad («Ven ya», me dijo él por teléfono un día, de pronto) tan sólo unas horas antes de que ella muriera. Era diciembre de 1977. Caída la tarde del 23, mi tío Ricardo, médico, hermano suyo, nos quitó toda esperanza y nos dio una receta para que fuéramos a comprar un medicamento que la ayudara, o la aliviara de cualquier posible dolor, no re­cuerdo qué era. Las farmacias ya habían ce­rrado, así que había que buscar una de guar­dia. Cogí la receta, bajé a la calle, vi que la más cercana abierta estaba a cierta distancia y entonces eché a correr (era joven) como no creo haber corrido nunca ni antes ni des­pués, con el pensamiento fijo de que cada minuto que tardara en comprar la medicina y regresar sería un minuto de mayor padeci­miento para mi madre. Siempre corrí rápido, pero deseé poder volar, y la distancia se me hizo interminable, tanto al ir como al volver. Ella murió a la madrugada siguiente, creo o espero que sin apenas sufrir, y tras haberse podido despedir de todos, uno a uno.

Han transcurrido nada menos que treinta y cuatro años, le dije a Wenzel, y sin embargo, todavía hoy, cada vez que veo a un joven correr por la calle como alma que lleva el diablo, no puedo evitar acordarme de mí aquella noche. Deseo pensar que el jo­ven en cuestión tan sólo lleva prisa porque llega tarde a una cita, o al trabajo; o que simplemente intenta pillar un autobús o un tren a punto de arrancar; o incluso que huye de una carga de la policía como los de mi generación huíamos de los «grises» a ve­ces, y también entonces corríamos como posesos. Lo cierto es que, como el personaje de mi novela que al oír una sirena ya se sobresalta siempre, y piensa qué le estará pasando a alguien concreto y le desea la salvación, cada vez que yo veo correr a una joven o a un joven, confío en que no vayan en busca de una far­macia, para paliarle a nadie una agonía ni un dolor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de abril de 2012

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