Los enamoramientos de Marías y Libertad de Franzen, premios Qué Leer

Los enamoramientos de Javier Marías y Libertad de Jonathan Franzen, galardonados con el 14º Premio Qué Leer de los lectores

Los enamoramientos (Alfaguara) es una novela en la que Javier Marías vuelve a demostrar su maestría en el arte de parar el tiempo, de rebobinar y de hacernos ver la realidad de una muerte fortuita desde ángulos sorprendentes y llevarnos a través de la reflexión erudita, no exenta de humor, hasta el fondo de nuestras propias contradicciones. El autor, al serle comunicado el premio, ha querido mandar este mensaje a los lectores:

“Al terminar de escribir mi novela Los enamoramientos tuve tantas dudas respecto a su interés que estuve a punto de no publicarla, o al menos consideré seriamente esa posibilidad. Que, al cabo de casi un año de su aparición, los lectores de la revista Qué Leer hayan tenido la amabilidad  de distinguirla me llena de contento y de satisfacción, y les agradezco muchísimo su decisión. Tal vez gracias a ellos aprenda a desconfiar un poco menos de lo que escribo, lo cual ya sería una gran bendición. Gracias de verdad”.

Libertad (Salamandra/Columna) ha sido comparada con grandes novelas río de la historia de la literatura universal como las de Tolstói, en tanto que gran fresco social y moral. A través de la cotidianidad de los personajes, en este caso los Estados Unidos de los últimos veinticinco años, radiografía con acidez e inteligencia el estado físico y emocional de nuestro tambaleante Occidente. Jonathan Franzen también ha querido expresar su agradecimiento a este premio:

“Me siento honrado y encantado de aceptar el Premio Qué Leer de los lectores. Gran parte del mérito hay que atribuirlo a mi nuevo editor, Salamandra, y al maravilloso trabajo de traducción de Isabel Ferrer Marrades”.

Este año no habrá una entrega pública del premio en forma de fiesta el 22 de abril, como venía siendo tradicional. Será un paréntesis y la revista Qué Leer ya hace planes para 2013 y cuenta con todos para la siguiente convocatoria de los premios, nuevamente con su tradicional cita socioliteraria la víspera de Sant Jordi del próximo año.

Qué Leer, abril de 2012

Los enamoramientos, de Javier Marías, y Libertad, de Jonathan Franzen, han sido galardonados con el XIV Premio Qué Leer, que otorgan los lectores de esta revista literaria.

Los enamoramientos (Alfaguara) es una novela en la que Javier Marías explora el lado oscuro de ese estado que denominamos enamoramiento, al tiempo que también reflexiona sobre la impunidad, algo que le preocupa especialmente en una sociedad en la que casi nada escandaliza ni sorprende.

Según un comunicado de Qué Leer, el autor ha dicho desde Madrid: «Al terminar Los enamoramientos tuve tantas dudas respecto a su interés que estuve a punto de no publicarla, o al menos consideré seriamente esa posibilidad».

Y añade: «que al cabo de casi un año de su aparición, los lectores de la revista Qué Leer hayan tenido la amabilidad de distinguirla me llena de contento y de satisfacción, y les agradezco muchísimo su decisión. Tal vez gracias a ellos aprenda a desconfiar un poco menos de lo que escribo, lo cual ya sería una gran bendición».

La otra novela premiada por la revista, Libertad (Salamandra/Columna) ha sido comparada con grandes novelas río de la historia de la literatura universal como las de Tolstói, en tanto que gran fresco social y moral.

A través de la cotidianeidad de los personajes, en su caso los Estados Unidos de los últimos 25 años, Franzen radiografía con acidez e inteligencia el estado físico y emocional de nuestro tambaleante Occidente.

Desde Nueva York, informa la publicación, Franzen también ha asegurado sentirse «honrado y encantado» y ha descargado «gran parte del mérito» en su nuevo editor español, Salamandra, y en «el maravilloso trabajo de traducción de Isabel Ferrer Marrades».

Por primera vez, la revista no hará este año una entrega pública del premio en forma de fiesta la víspera del Día del Libro, el 23 de abril, como venía siendo tradicional.

«Será un paréntesis y la revista Qué Leer ya hace planes para 2013 y cuenta con todos para la siguiente convocatoria de los premios, nuevamente con su tradicional cita socioliteraria», anuncia.

Efe, 30 de marzo de 2012

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LA ZONA FANTASMA. 1 de abril de 2012. Cosas que nos sobresaltarán

Esta semana me visitó un curioso periodista alemán, To­bias Wenzel, que quería dos cosas de mí: una entrevista radiofónica sobre mi última novela y que participara en un proyecto en el que diferentes escritores se fotogra­fiarían en un cementerio de su elección y harían comentarios al respecto. A lo segundo le dije que no. Aparte de odiar que me retraten (me aburro), y someterme sólo a las sesiones «obli­gatorias», le expliqué que, tras haber escrito esa novela en la que están muy presentes los muertos, andaba un poco saturado para añadir nada más, y encima en un paisaje de tumbas … A su primera petición no puse inconveniente, claro, pero me llamó la atención la cantidad de preguntas que me hizo acerca de un pasaje episódico del libro, aquel en el que un personaje, una viuda cuyo marido ha sido muerto en la calle de forma violenta e inesperada, le cuenta a la narradora cómo a partir de esa des­gracia ya es incapaz de oír las numerosas sirenas estrepitosas de nuestras ciudades -ambulancias, coches de policía o de bom­beros, altos cargos que juzgan que todo el mundo debe apartarse a su paso- como las oía antes y las oímos todos: con indiferen­cia y fastidio, aguardando a que se alejen y nos dejen de atormentar, sin ya preguntar­nos casi nunca qué ha podido suceder, tan frecuentes se han hecho, posiblemente tan innecesarias en ocasiones (es sabido que los conductores a veces hacen sonar las sirenas para su comodidad, no porque haya verdadera urgencia). Ahora -viene a decir la viuda-, cuando sé que mi marido fue recogido por una de esas ambulancias y que en su trayecto hacia el hospital se debatía entre la vida y la muerte, vuelvo a estirar el cuello cada vez que oigo una sirena o incluso me asomo so­bresaltada al balcón, y me pregunto a qué persona o personas concretas se intenta acaso salvar, y si se salvarán.

El periodista me preguntó, entre otras cuestiones relativas a ese pasaje (también me pidió que lo leyera en voz alta para su ra­dio), si a mí me ocurría lo mismo que a mi personaje, tras haberlo escrito. Le dije que no, puesto que a mí no me había sucedido lo que a la viuda en la ficción. Insistió, sin embargo, y me contó que al novelista colombiano Héctor Abad Faciolince, con quien había conversado, al cabo de los años seguía sobresaltándolo el ruido de una moto acercándose, pues su padre (Abad lo ha relatado en un famoso libro) había sido asesinado en Medellín por dos sicarios que, como no era infrecuente durante algunos años allí, lo habían tiroteado desde uno de esos vehículos. No me pareció extraño, no me lo parecería que ese sobresalto acompañara a Abad el resto de su vida. También me acordé de que Arturo Pérez-Reverte me ha dicho alguna vez que los horrores que vio en las guerras de la anti­gua Yugoslavia -que no suele querer detallar, y le comprendo- son responsables de que cada vez que en una calle de Madrid, lejos ya de aquello en el tiempo y en el espacio, oye a dos personas hablar en serbio o croata, incluso en cualquier lengua eslava, los sentidos se le pongan alerta con una mezcla de instintivo rechazo, preven­ción, e injustificable furor, durante segundos. Tampoco me pare­cería extraño que eso le siguiera pasando hasta el fin de sus días.

Así que, ante la persistencia de Wenzel, recordé algo por fortu­na no violento, a diferencia de las experiencias de mis dos colegas. Yo no vivía en Madrid cuando mi madre enfermó de gravedad, y además mi padre no quiso hacernos partícipes de esa gravedad, a mis hermanos y a mí, hasta muy tarde. Tan tarde que yo llegué a la ciudad («Ven ya», me dijo él por teléfono un día, de pronto) tan sólo unas horas antes de que ella muriera. Era diciembre de 1977. Caída la tarde del 23, mi tío Ricardo, médico, hermano suyo, nos quitó toda esperanza y nos dio una receta para que fuéramos a comprar un medicamento que la ayudara, o la aliviara de cualquier posible dolor, no re­cuerdo qué era. Las farmacias ya habían ce­rrado, así que había que buscar una de guar­dia. Cogí la receta, bajé a la calle, vi que la más cercana abierta estaba a cierta distancia y entonces eché a correr (era joven) como no creo haber corrido nunca ni antes ni des­pués, con el pensamiento fijo de que cada minuto que tardara en comprar la medicina y regresar sería un minuto de mayor padeci­miento para mi madre. Siempre corrí rápido, pero deseé poder volar, y la distancia se me hizo interminable, tanto al ir como al volver. Ella murió a la madrugada siguiente, creo o espero que sin apenas sufrir, y tras haberse podido despedir de todos, uno a uno.

Han transcurrido nada menos que treinta y cuatro años, le dije a Wenzel, y sin embargo, todavía hoy, cada vez que veo a un joven correr por la calle como alma que lleva el diablo, no puedo evitar acordarme de mí aquella noche. Deseo pensar que el jo­ven en cuestión tan sólo lleva prisa porque llega tarde a una cita, o al trabajo; o que simplemente intenta pillar un autobús o un tren a punto de arrancar; o incluso que huye de una carga de la policía como los de mi generación huíamos de los «grises» a ve­ces, y también entonces corríamos como posesos. Lo cierto es que, como el personaje de mi novela que al oír una sirena ya se sobresalta siempre, y piensa qué le estará pasando a alguien concreto y le desea la salvación, cada vez que yo veo correr a una joven o a un joven, confío en que no vayan en busca de una far­macia, para paliarle a nadie una agonía ni un dolor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 1 de abril de 2012