Mis padres, como la mayoría, procuraban no alarmar a sus hijos, y hablaban de los problemas cuando no estábamos presentes. En una ocasión, sin embargo, teniendo yo unos once o doce años, me enteré, no sé cómo, de que a mi padre le había llegado una carta anónima insultante y amenazante, de falangistas o de franquistas (a menudo eran los mismos, pero no siempre, al menos en los años sesenta), y, como es natural, el hecho me inquietó y asustó. Así que mi padre cogió el toro por los cuernos y me habló del asunto. Estaba acostumbrado, me dijo, llevaba soportando ese tipo de misivas desde el final de la Guerra, de vez en cuando, más cuanto más conocida se hacía su figura, siempre de la misma gente -la que tenía el poder absoluto, no se olvide-, o bien de católicos fanáticos que no le perdonaban -a él, que era católico- que defendiera a Ortega y Gasset y otros graves pecados por el estilo. «A veces le dan a uno ganas de contestar, pero a eso no se arriesgan, claro», me dijo. «Así que las tiro a la basura y no hago caso». Debí de preguntarle algo así como: «Pero ¿y no te da miedo que cumplan sus amenazas y te hagan algo?» «No», contestó, «nunca hay que tener miedo a un anónimo o a un pseudónimo; eso es lo que intentan, que se amedrente uno y deje de decir lo que piensa. No hay que darles el gusto de que se salgan con la suya, y además es improbable que se decidan a hacer nada, al menos individualmente. Son cobardes, como lo prueba que se oculten y ni siquiera se atrevan a dar su nombre. Al revés, hay que seguir adelante». Huelga recordar que era poco lo que mi padre u otros podían decir públicamente en aquella época, dada la censura omnímoda que ejercía la dictadura de Franco. Pero hasta ese poco –entre líneas o de manera críptica- quería acallarse.
Desde entonces me quedó la idea de que obrar anónimamente era una de las cosas más despreciables del mundo, sobre todo cuando se hacía desde una posición de fuerza o en una democracia con libertad de expresión (otra cosa es cuando se actúa en obligada clandestinidad contra una dictadura o una tiranía). Con el tiempo he sido yo quien ha recibido bastantes anónimos o pseudónimos insultantes o amenazantes, la mayoría -también, nunca cambian, ni ganan en valentía- de gentes de extrema derecha o ultracatólicas. E incluso de gentes «literarias»: desde hace dieciocho años me llegan insistentemente cobardes boletines y cartas con remites falsos que invariablemente detecto, de unos sujetos que se dedican a poner a parir a casi cuantos publicamos, con la excepción de Juan Goytisolo, quien al parecer ayudó a financiarlos durante algún tiempo. Desde hace más de diecisiete no abro sus sobres: todo lo que venga de encapuchados me parece despreciable. Tampoco abro ninguna carta que no lleve su remite claro y completo, porque ya sé lo que contiene. No merece ni atención, quien se enmascara.
Pero algo ha cambiado con Internet y las redes sociales, donde pocos utilizan su propio nombre. Los llamados «nicks» (es decir, alias o pseudónimos o sobrenombres) les resultan a los usuarios de lo más normal; no los ven como lo que son y han sido siempre, algo traicionero y menguado, equivalente a ampararse en la masa para insultar o linchar a alguien. «Si somos muchos», piensa cada cobarde, «pasaré inadvertido, no podrán individualizarme. Si somos muchos, el futbolista, o el reo que entra en el juzgado, no podrán encararse conmigo, luego estoy a salvo y puedo tirar adelante con mis injurias o fechorías». Van encapuchados los etarras y otros terroristas; fueron encapuchados los miembros del Ku-Klux-Klan, sobre todo cuando hacían una batida para darle una paliza a un negro o incendiar su casa o colgarlo de un árbol. Iban embozados los salteadores de caminos, los atracadores se calaban medias distorsionadoras en la cabeza. Llevan máscaras los integrantes del colectivo Anonymous, bien llamado para que no quepa duda de su carácter. Lo llamativo es que estos últimos individuos -que aseguran abogar por las libertades-, y con los precedentes mencionados, se sientan orgullosos de su cobardía, de ocultarse y de escurrir el bulto. No les da ninguna vergüenza tirar la piedra y esconder la mano, comportarse como masa impune, actuar a resguardo. Y, mientras se protegen ellos, recientemente se han permitido filtrar los móviles, correos y domicilios de políticos, cineastas y músicos partidarios de la ley «antidescargas». Hasta han exhibido fotos de la «puta casa» de alguno de ellos. Y han amenazado a quienes no se han pronunciado, por si acaso: «Si en un futuro esas personas hacen algo que creamos merecedor de castigo, toda nuestra ira les caerá encima». «Si hacen algo» significa aquí «Si opinan lo que no nos gusta», lo cual equivale a establecer una censura previa como la de Franco y a coartar la libertad de expresión de los que no se plieguen a su mandato. Pero aún han ido más lejos: no sólo han filtrado los datos de quienes les llevan la contraria (con razón o sin ella, esa es otra historia), sino de familiares suyos. Cuando se amenaza a su familia para atemorizar a alguien, se ha dado un salto cualitativo muy grave. Los Anonymous, al cruzar esa línea -y por suerte sólo en ese aspecto, por ahora-, ya no se asemejan a los bandoleros ni a los atracadores, sino a los etarras, a los mafiosos, a los Klansmen, a los narcos y a los franquistas o falangistas que solían amenazar a mi padre –y a su familia, acabé viendo la carta-, sin dar la cara. Los miembros de ese colectivo, que tanto claman por sus libertades, verán si quieren seguir pareciéndose a tamaña clase de individuos.
JAVIER MARÍAS
El País Semanal, 4 de marzo de 2012