En un escritor de tan acusada personalidad literaria, forjada en una amplia y dilatada trayectoria, como es el caso de Javier Marías, en cualquier nueva obra afloran de inmediato algunos de los rasgos -axiales o no- que constituyen su singular mundo narrativo. Y así sucede en su última novela, Los enamoramientos, donde ya en las primeras líneas conocemos el hecho que desencadenará la intriga -el asesinato del empresario Miguel Desvern o Deverne-, reaparecen personajes de anteriores novelas -en la escena cómica protagonizada por el profesor Rico o en el papel que juega el impar Ruibérriz de Torres-, se ausculta y examina críticamente ciertos modos y conductas que revelan una mentalidad social, a veces contrastando pasado y presente -y en correlación con las crónicas semanales del Javier Marías articulista-, se introducen elementos autobiográficos -básicamente trasladados al personaje de Javier Díaz-Varela- y digresiones de sesgo metaficcional que, sobre todo las referidas al acto de contar, propician reflexiones de sumo interés, además de hallarse también ironías y pullas en torno a ciertas maneras o modalidades de escritura y el retrato caricaturesco de un par de escritores que viene a ser contrahechura de modelos reales. Y desde luego, se reconoce el lenguaje del autor, aunque la novela esté narrada por una mujer, María Dolz, perceptible igualmente en otros personajes, como Luisa, «con no escaso vocabulario y con verbos que en el habla general son infrecuentes» y Javier Díaz-Varela «y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios». Y está asimismo el tema medular de la obra de Javier Marías, la indagación sobre el Tiempo: el modo de sentirlo y su pasar e incidencia en nuestras vidas -en qué es capaz de convertirnos-, sus infinitas ramificaciones o sus formas -la espera, el azar-, su carácter poliédrico y su porosidad, los vínculos/alianzas que establece con la vida y con la muerte y también con el amor, y que en su conjunto pautan la profunda dimensión existencial de la novela.
«Inverosímilmente logramos convencemos de nuestros azarosos enamoramientos», le dice Javier a María, pero «sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos…». Estas líneas apuntan el tema central de una novela que indaga en el estado de enamoramiento y su naturaleza, en los factores que concurren en él y las estrategias que a él conducen o pueden forzarlo -el azar, un golpe de fortuna, una extraña transformación en la persona deseada, la tarea del tiempo-. Pero también, al hilo de los sucesos, se agavillan otros temas no menos relevantes: la inconveniencia de que los muertos vuelvan, la impunidad de ciertos hechos o la imposibilidad de saber nunca la verdad. Y en este punto es donde Los enamoramientos, como novela, marca un punto de inflexión en la trayectoria del autor (y no tanto en tener a una mujer en el papel de narradora, que no tiene repercusión literaria alguna). Javier Marías confiere ahora a la intriga un peso capital, no tanto para tenernos en vilo (que también, pues hay momentos de extrema tensión, cuando se revisan los hechos sucedidos y se analizan los posibles móviles atendiendo a los factores psicológicos y emocionales que entraron en juego) y sí para mostrar que todo haz tiene su envés, que la explicación de un acto puede contar con dos versiones, ambas impecables en su «verosimilitud». Al final de ese largo proceso -un verdadero y estremecedor asedio, modelo de pugilismo dialéctico- que ocupa la segunda mitad de una novela dividida al modo clásico en tres partes -equivalentes al planteamiento, nudo y ¿desenlace?- y un epílogo, tiene lugar una meditación de índole moral, cuando María Dolz, pasado cierto tiempo, ya había entrado en un «proceso de atenuación» -indiferencia, olvido- y se reencuentra con Javier Díaz-Varela y la viuda de Miguel y se olvida de sus antiguas sospechas y propósitos y renuncia a delatar, convencida de que «No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma».
ANA RODRÍGUEZ FISCHER
Turia, n. 100, noviembre de 2011-febrero de 2012