LA ZONA FANTASMA. 30 de octubre de 2011. ¿Qué me están comprando?

Como todo el mundo sabe a estas alturas, la directora general de Caja Mediterráneo hasta hace cuatro días (si uno pone «ex-directora» parece que su cargo sea cosa del pasado remoto, y no lo es en absoluto), se tenía asignado un sueldo anual de 600.000 euros y se había adjudicado, en caso de cese, una pensión anual vitalicia de 369.000. Dado que, según las fotos, es una mujer relativamente joven -y con motivo para lucir en la mayoría una amplia y autosatisfecha sonrisa; en las anteriores al escándalo, al menos-, cabe imaginar que, de haberse salido con la suya, se habría pasado treinta o más años cobrando eso por no hacer nada. Otros directivos de la misma entidad se despidieron antes con indemnizaciones millonarias, pese a haberla conducido a una situación de «quiebra técnica». Así, Roberto López, director entre 2001 y 2010, se llevó 3,8 millones al prejubilarse, además de otra cantidad desmedida en pensiones. Tales sumas claman al cielo, más que nada, porque las pérdidas de la CAM obligaron al Banco de España a «inyectarle 2.800 millones de capital, cifra que el supervisor ha dado prácticamente por perdida», según Julio M Lázaro en este diario. En Novacaixagalicia, por su parte, cuatro antiguos capitostes han recibido «compensaciones» por valor de 40 millones de euros, pese a haber requerido su entidad la nacionalización, ante su falta de solvencia. La Fiscalía Anticorrupción ha tomado cartas en el asunto de la CAM. Veremos.

La gente tiende a poner el grito en el cielo cuando alguien gana mucho, sea quien sea. Yo no; depende. No me escandaliza que Messi o Cristiano Ronaldo se embolsen grandes sumas, porque a su vez las generan para numerosísimos otros. Si millones de personas se sientan ante la televisión para ver lo que hacen con un balón, no les quepa duda de que de sus habilidades se están beneficiando montones de individuos y empresas. Tampoco me rasgo las vestiduras porque Shakira o Brad Pitt ganen millonadas. Cuantos más espectadores estén dispuestos a contemplarlos, mayor razón para que ellos se lleven un alto porcentaje. Que yo sepa, ni Messi ni Cristiano ni Shakira ni Pitt reciben dinero de los contribuyentes para sus actividades, ni obligan a nadie a tomar asiento para admirar sus talentos. De la misma manera, Ken Follett o J K Rowling no pueden imponer a nadie la adquisición de sus novelas, y si los lectores las compran libremente por millones, es lógico que ellos saquen provecho (lo contrario sería una explotación de su trabajo).

Cuando hay fondos públicos por medio es otra cosa. Y cuando una gestión no produce riqueza, sino malgasto y ruina, como en la CAM y en Novacaixagalicia, entonces son necesarias todas las alarmas. Cuando esa ruina le cuesta dinero al contribuyente, resulta indecente que ese dinero se emplee para premiar a los responsables de un desastre. Como también saben, las comunidades autónomas gobernadas por el PP y el Banco de España andan responsabilizándose entre sí de no haber controlado e impedido semejantes abusos. Pero ¿qué hay de la señora Amorós, el señor López y los demás obsequiados? ¿Acaso no se daban cuenta de lo desproporcionado de sus sueldos y pensiones vitalicias? ¿De que, a diferencia de lo que ocurre con Messi y Shakira, su trabajo no generaba ganancias que los justificaran? ¿De que, a diferencia de Cristiano y Pitt, ellos no eran insustituibles y de que cualquier otro ejecutivo podría haber desempeñado su cargo? Parece como si hoy fuera normal que casi nadie se pregunte, cuando está demasiado bien pagado, qué es lo que de verdad le están comprando. Como si a nadie le causara incomodidad ni recelo percibir más de lo que sería justo y adecuado y sensato, ni se planteara qué deuda contrae con ello ni a qué va a verse obligado. No sé. Cada vez que una editorial me ha ofrecido, por un libro, más de lo que yo consideraba razonable, o por lo menos «explicable», he sentido desconfianza y me he preguntado eso en seguida: ¿en realidad qué me están comprando? En más de una ocasión (y tengo de testigos a mis agentes literarias y editores), he rebajado el anticipo que se me proponía por considerarlo excesivo y no ver lo bastante claro a qué respondía. Muchos me juzgarán tonto o ingenuo -no eran cantidades que yo hubiera pedido, sino que se me ofrecían-, pero así he sido educado, y no fui el único entre los de mi generación, sin duda. ¿Qué ha sucedido para que incontables miembros de esa generación -no digamos de las siguientes, educadas por la nuestra en buena medida- desconozcan ese desasosiego ante lo inexplicable, aunque nos beneficie? Yo entiendo la corrupción o la codicia de quien no tiene nada, de quien incurre en ellas para subsistir, y no me atrevería mucho a condenarlas, como tampoco condena uno mucho el hurto del indigente o la estafa del menesteroso, siempre y cuando no conduzcan a sus víctimas a la menesterosidad o la indigencia. Pero no entiendo que la señora Amorós, que con la mitad de su sueldo habría vivido en la abundancia -y aun con un cuarto-, no tuviera reparos en cobrar 600.000 al año, sin preguntarse por qué alguien le permitía o le daba eso, ni a qué se comprometía con ello, ni qué le estaban comprando, además de su calamitoso trabajo. No hay nada personal contra ella, es sólo el ejemplo que corre. Lo mismo vale para su antecesor el señor López, los directivos de Novacaixagalicia y tantos políticos, empresarios y banqueros de los que aún no nos ha llegado deprimente noticia.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 30 de octubre de 2011

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Nueva edición de «Tristram Shandy»

TRISTRAM SHANDY

LAURENCE STERNE

Traducción de JAVIER MARÍAS

Alfaguara, octubre de 2011

El gran clásico de la literatura universal, novela favorita de Javier Marías, traducida por él mismo.

«Una obra rica, ambiciosa, compleja, burlona y poco definible, que valió a su autor en su época tanto fama como denuestos, y en todas las demás épocas hasta hoy conocidas una ardiente admiración: el incomparable ritmo de su prosa, su ingenio inagotable, los inverosímiles juegos de palabras, la complicada estructura narrativa, la negación absoluta de una concepción lineal del tiempo, su vibrante y aguda escritura y su originalísima puntuación, su irónica aplicación a la novela de teorías filosóficas y científicas, su perfecto manejo de la parodia y sus numerosas extravagancias y osadías sintácticas y tipográficas, hablan por sí solos de su modernidad y nos hacen ver como simples imitaciones, ya anticuadas, a demasiadas “originalidades” contemporáneas.

Tristram Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más cercana al Quijote y a la del siglo en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.»

Javier Marías

Nota de Javier Marías

«El significado de la traición»

El significado de la traición

Al  principio de la II Guerra Mundial, William Joyce, un ciudadano británico nacido en Estados Unidos pero con pasaporte inglés inició desde Alemania unas emisiones radiofónicas que tenían como finalidad desmoralizar a la población de Inglaterra y convencerla de la inutilidad de oponer resistencia a las victoriosas iniciativas nazis. Debido a su casi instantánea popularidad, la prensa británica y los servicios de inteligencia  contraatacaron poniéndole el mote de Lord Chaw-Chaw (que suena como “chau-chau”). No mucho después, otro ciudadano inglés llamado John Amery se pasó asimismo a los nazis con la idea de armar una suerte de División Azul a la inglesa reclutando a sus integrantes entre los pilotos y soldados ingleses que en número creciente se hacinaban en los campos de prisioneros alemanes.

Ante la sorpresa general, cuando una vez acabada la guerra ambos personajes fueron capturados y trasladados a Gran Bretaña para ser juzgados se descubrió que no existía jurisprudencia al respecto porque nunca antes se había  juzgado a nadie por alta traición a la patria. Ya entonces (1948), la novelista Rebecca West fue contratada por el New Yorker para que  cubriese ese acontecimiento que iba a ser trascendental porque en él, tras examinar el significado de la traición, se establecerían las bases éticas y morales que debían fundamentar el juicio a una conducta particular considerada como altamente lesiva para los intereses de un país.

La intuición de Harold Ross, el  director del New Yorker al que está dedicado el libro, resultó ser providencial porque apenas terminados los juicios contra William Joyce y John Amery (ambos condenados a muerte y ejecutados en la horca) surgió un problema aún peor: en cierto modo, esos pioneros de la traición eran unos ideólogos, algo enloquecidos si se quiere y terriblemente desencaminados, pero que actuaban basándose  en sus creencias. La clase de traidor que se iba a poner en boga con el exponencial crecimiento de la Guerra Fría era todavía más moralmente condenable porque actuaba, bien por dinero, o bien con plena conciencia del dañó que estaba causando a su país porque se trataba de hombres de elevada formación y que ocupaban puestos de alta responsabilidad administrativa y militar. Y me estoy refiriendo, obviamente, al espía.  Con la bomba atómica dejada a medio hacer por los científicos alemanes, la carrera nuclear se convirtió en una cuestión obsesiva y saber en qué punto del desarrollo atómico se encontraba el enemigo se consideró esencial. De paso, toda información relativa a despliegues e ingenios militares empezó a tener un valor desorbitado y fueron muchos los que, ocupando puestos que ponían en sus manos secretos más o menos valiosos, no supieron resistir a la tentación de contactar con embajadas enemigas para poner a la venta el material que sacaban a escondidas de sus trabajos.

Cuando el propio mundo del espionaje pasó a ser un valor en sí mismo, y pareció vital saber quién era quién en la doble vida de los informadores, se empezó a perfilar ese horizonte medio sombrío y medio folklórico en el que pululaban  espías  simples, espías dobles y aun espías triples, y  que acabaría labrando una fortuna para los John Le Carré y sus seguidores. Se da además la circunstancia de que, junto a los profesionales de la traición, no iba a tardar en surgir, fundamentalmente en Gran Bretaña, una generación de universitarios profundamente influidos por el socialismo y que no dudaron en colaborar con vistas al triunfo de la Revolución. Si durante la Guerra Mundial se dijo que los informes del servicio de inteligencia británico eran los  mejor redactados del mundo (desde Lawrence Durrell al frío y distante E.M. Foster todos los escritores de esa generación inglesa estuvieron pasando informes), lo mismo cabría decir de los despachos de la KGB, muchos de los cuales estarían redactados por gente como Donald Maclean, Guy Burgess, Harold Philby o Anthony Blunt, todos ellos formados en Oxford y Cambridge, y el último un experto en arte que ejercía de consejero de la Corona. Todos ellos, en sus ratos libres, hacían de espías comunistas.

Es de resaltar que pese a la clase de material que manejó, Rebecca West no hizo un trepidante libro de espías y mataharis. La suya es una reflexión ética  sobre la traición y las bases morales que sustentan el juicio contra un traidor.  Lo que ocurre es que, al mismo tiempo, es una excelentísima narradora y muchas veces organiza el material judicial con criterios puramente narrativos, aparte de que en ocasiones no puede resistir la tentación de hacer literatura de altura. Y si no, qué decir de  ese miembro del parlamento que está siguiendo  una de las intrincadas cuestiones en el juicio contra William Joyce y al que le toca vivir “unos de los momentos más dolorosos de su vida”, pues al rozar con el dedo la solapa de su gabán descubre espantado que la polilla le ha hecho un agujero tremendo. O ese otro asistente al juicio cuya voz es “más caballerosa y más esmerada que la de cualquier caballero inglés porque su muy ambiciosa y anglófila familia había planchado todas las arrugas de acento irlandés que pudieran resonar en su habla”.  Al final incluso sale Lod Profumo, aquél ministro de la guerra inglés que se paseaba por los locales de moda londinenses llevando atada con una correa de perro a Christine Keeler cuando ésta, a su vez, era amante de un alto diplomático soviético. Cualquier otro se hubiera dejado de pesquisas morales para ir “al fondo del asunto” y sacar el máximo partido posible de aquella banda de extravagantes, descerebrados, traidores y espías. Pero no Rebecca West, que escribió un libro serio y apasionante.

 JAVIER FERNÁNDEZ DE CASTRO

El Boomeran(g), 17 de octubre de 2011

Libreros de cabecera

[…]

José Manuel Blecua, filólogo, director de la Academia de la Lengua, nos lleva directamente al sótano de la Casa del Libro, en la Gran Vía. No necesita orientación; la orientación es la estantería, «ahí tienes la escalerita, te subes, miras, y siempre la estantería te da alguna sorpresa». Viene todas las semanas, o casi, y ahora, que ha venido para complacernos, también ve novedades filológicas que no vio en la última visita. El viernes se llevó «un libro sobre el léxico que aparece en las gramáticas del español para extranjeros en el Siglo de Oro. de Diana Esteba». Y si empezara a mirar, dice el profesor, «me lo llevaría todo». Tiene en Barcelona una librería de uso frecuente (y universal), Platón, «ahí voy todos los días, cuando estoy en Barcelona». ¿Y qué busca? «Depende. Lo que me diga Montserrat», que es la librera. Ahora acaba de leer Los enamoramientos, de Javier Marías, «fulgurante comienzo, lo he leído tres o cuatro veces; técnicamente sorprendente». Una librería, dice, es la sorpresa del que se deja sorprender. Tiene todos los garcilasos, «siempre que sale uno nuevo con notas, ahí estoy para comprarlo». ¿Una manía? «No, una manera de vivir otra vez el libro, de mirarlo con los ojos de un nuevo estudioso». ¿Internet sustituirá este espacio? «Es muy difícil que Internet sustituya lo que tiene mi Montserrat en Barcelona».

[…]

JUAN CRUZ

El País (VSD), 22 de octubre de 2011

LA ZONA FANTASMA. 23 de octubre de 2011. ‘Ojo, no tenemos otras’

Ni siquiera hice la mili, por miope, así que les ruego que disculpen mi desconocimiento de las condecoraciones. Pero recuerdo que hará unos años, tras un atentado en Afganistán en el que murieron varios soldados españoles, se decidió concederles a título póstumo … pongamos que fuese la Cruz del Mérito Militar. Al parecer, esta Cruz (o lo que sea) la hay o había de dos clases: con distintivo amarillo, de menor categoría, y con distintivo rojo, de mayor. A los soldados asesinados (creo que les estalló una bomba al paso de su vehículo) se los quiso honrar con la primera. Habían perdido la vida «defendiendo a su país» muy lejos de él, desde luego, pero entendí que, con anterioridad al triste suceso, no habían llevado a cabo ninguna hazaña, y de ahí el distintivo amarillo. Pero como hoy todo parece poco a la gente, los deudos protestaron y exigieron para sus fallecidos el rojo, la máxima condecoración. ¿Qué más se puede hacer que morir en el cumplimiento del deber?, debió de ser el argumento. Y así, el amarillo que pretendía homenajearlos se convirtió de pronto en un agravio. Como todo el mundo se pliega hoy a todo y nadie se mantiene firme ni soporta un reproche, el Ejército rectificó y concedió el rojo, que, si no me equivoco, ha pasado a otorgarse en cualquier ocasión luctuosa similar. Bueno. Me pregunto, sin embargo, qué quedará entonces para aquel soldado que, además de morir, haya hecho antes algo heroico. Para el que haya salvado la vida de sus compañeros, o haya tomado él solo una posición enemiga, o se haya sacrificado por coronar con éxito una operación vital.

Hay algunas publicaciones que a los libros o películas o discos que reseñan les ponen además estrellas, a modo de calificación o nota. Si la más alta es cinco estrellas, y cuatro supone ya gran aprecio, no es raro que los autores de las obras que reciben estas últimas se las tomen como una ofensa, no digamos ya tres, que en principio son aún algo positivo. Dentro del ámbito literario, no es infrecuente que quienes son galardonados con el llamado Premio de las Letras, del Ministerio de Cultura -que se da a toda una trayectoria, como el Cervantes, pero es de rango y dotación económica inferiores-, se sientan más vejados que agradecidos porque ese Premio no es el Cervantes, sino sólo una especie de «pre-Cervantes».

En fin. Si todos los distintivos son rojos y un día (ojalá no haga falta) un soldado se destaca por algo más que el infortunio de perecer, supongo que el Ejército podría crear un distintivo azul temporalmente, hasta que todo el mundo exigiera éste. Si las cinco estrellas se asignan con liberalidad para que nadie se mosquee, cuando haya un libro, película o disco en verdad extraordinarios, los críticos podrán darle seis excepcionalmente. Etcétera. Pero, ojo: las palabras no se inventan ni se improvisan ni puede nadie sacárselas de la manga según la necesidad, y con ellas está ocurriendo lo mismo que con los distintivos, las estrellas y los premios. Y aún es más: las palabras se gastan, se estropean y pueden resultar inútiles si se emplean demasiado, o indebidamente, o se apropian de ellas malhechores. Recuerdo lo que me contó el escritor alemán Hubert Fichte en 1978, en Hamburgo: cómo su lengua, tras el maltrato, la manipulación y el abuso a que la habían sometido los nazis durante tres lustros o más, les había parecido casi inservible a muchos autores de los años cincuenta y sesenta.

La situación no es tan grave ahora, por fortuna, pero, ante cualquier injusticia o vileza, la mayoría de la gente no se conforma con calificarlas de tales, o de lo que corresponda, sino que recurre al término más exagerado que se pueda imaginar. Si a un policía se le va la mano en una manifestación, será tildado de «torturador», y uno se pregunta qué podrá llamarse entonces a los verdaderos torturadores, por ejemplo los que obedecían a Pinochet o a los jemeres rojos de Camboya. A una adolescente que aborta y a quien la asiste se los tacha de «asesinos» (bueno, el beato Prada los considera además «poseídos» o «endemoniados», algo que él mismo, en sus vehemencias, parece estar a punto de estar), y uno se pregunta qué queda entonces para un Gadafi o un El Asad. «Racista» se aplica ya a toda circunstancia de menosprecio o discriminación, aunque no haya la menor diferencia de raza entre quienes los practican y padecen. Es como si «clasista», «machista», «homófobo» o «antiandaluz», según los casos, no parecieran suficientemente graves. ¿Qué queda entonces para los miembros del Ku-Klux-Klan, que aún los hay? Vi la foto de una protesta de personal sanitario en Barcelona. Un manifestante enarbolaba una pancarta en catalán que rezaba: «Recortar en sanidad es genocidio». Sin duda es irresponsable, peligroso y ruin, incluso infame (y mucho más de eso veremos seguramente tras el 20 de noviembre). Pero ¿genocidio? Junto con «holocausto», es una de las palabras que hoy se utilizan más a la ligera y para cualquier cosa, y uno se pregunta qué queda entonces para denominar lo que los nazis hicieron con los judíos o los hutus con los tutsis en Ruanda. A diferencia de lo que ocurre con las condecoraciones y las estrellas, las palabras no se crean de la noche a la mañana, requieren de un lentísimo proceso hasta que el conjunto de los hablantes las acepta y las usa. Hoy están casi todas abaratadas, manoseadas, devaluadas, y no tenemos otras de recambio. Así que hagan el favor.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 23 de octubre de 2011

«Vida de este capitán»

Estampas del Siglo de Oro

Vida de este capitán

Alonso de Contreras

Reino de Redonda

Prólogos de Arturo Pérez-Reverte y José Ortega y Gasset

Además de las crónicas de Indias, como la de Díaz del Castillo, el Siglo de Oro verá nacer otras manifestaciones historiográficas conexas, destacándose, por su potencial literario, las memorias o autobiografías de soldados. La más célebre es la compuesta por el capitán Contreras. En esta, como en las demás obras del género, el autor es un personaje de sí mismo, que no se construye ante los ojos del lector mediante la demorada introspección ni la detallada descripción de estados de ánimo, sino, al viejo estilo de la épica, gracias a la vigorosa actividad desplegada. En consonancia, «Contreras escribe así, escueto y sobrio, sin adornos ni bravuconadas, con espontaneidad y conocimiento íntimo de la materia. Nos dice lo que hizo y lo que fue, que no es poco. Su memoria es su orgullo, y para recordar no necesita adornos» (Pérez-Reverte).

ALBERTO MONTANER FRUTOS

El País, Babelia, 22 de octubre de 2011

Javier Marías ficha por la editorial Penguin

El escritor será uno de los escasos autores en lengua española en formar parte de los clásicos modernos del sello inglés

La prestigiosa editorial Penguin, en su colección Modern Classics, publicará a partir de agosto de 2012 siete libros de Javier Marías: Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Cuando fui mortal, El hombre sentimental y Vidas escritas. Marías pasará de este modo a ser uno de los pocos autores en lengua española incluidos en esos clásicos modernos, reservado hasta ahora en este idioma a García Lorca, Borges, Neruda, Octavio Paz y García Márquez.

Creado con la intención de otorgar a los grandes escritores del siglo XX un estatus similar a los clásicos históricos como Homero o Dickens, Penguin Modern Classics cuenta en su nómina con nombres como Proust, Nabokov, Scott Fitzgerald, Capote, Virginia Woolf y Joyce, entre otros.

Además de la inclusión en Penguin, otro sello de prestigio literario, la norteamericana Knopf, será quien edite su última novela, Los enamoramientos, en EE UU y Canadá, así como otros cinco títulos para lanzarlos en bolsillo a través de Vintage Books. En Inglaterra, la obra será editada por Hamish Hamilton. En ambos casos el libro estará en librerías en 2013, con traducción de Margaret Jull Costa. El director editorial de Hamish Hamilton, Simon Prosser ha dicho: “No podría sentirme más feliz con la contratación de ningún otro escritor vivo. Javier Marías es lo que aparece tan rarísima vez: un autor que ha inventado un nuevo lenguaje para la escritura de ficción”.

Los enamoramientos apareció en España publicada por Alfaguara el pasado mes de abril, fecha desde la que lleva más de 100.000 ejemplares vendidos. Los derechos de traducción a otras lenguas de la nueva novela de Javier Marías, que ha sido un éxito de crítica y lectores en castellano, han sido vendidos en dieciocho países. Entre las editoriales extranjeras que le publicarán cabe destacar, Fischer Verlag en Alemania, Gallimard en Francia, Einaudi en Italia, Alfaguara en Portugal, Companhia das Letras en Brasil, Shangai 99 en China, Bonniers en Suecia, Meulenhoff en Holanda y Corpus Books en Rusia. Además de otras en Islandia, Noruega, Hungría, Finlandia, Polonia, Grecia, Croacia, Israel y Dinamarca.

Javier Marías (Madrid, 1951) es autor de Los dominios del lobo, Travesía del horizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental (Premio Ennio Flaiano), Todas las almas (Premio Ciudad de Barcelona), Corazón tan blanco (Premio de la Crítica, Prix l´Oeil et la Lettre, IMPAC Dublin Literary Award), Mañana en la batalla piensa en mí (Premio Fastenrath, Premio Rómulo Gallegos, Prix Femina Étranger, Premio Mondello di Palermo), Negra espalda del tiempo, de los tres volúmenes de Tu rostro mañana:1 Fiebre y lanza (Premio Salambó), 2 Baile y sueño, 3 Veneno y sombra y adiós, y de Los enamoramientos; de los relatos Mientras ellas duermen y Cuando fui mortal; de las semblanzas Vidas escritas y Miramientos; de la antología Cuentos únicos; de sendos homenajes a Faulkner y Nabokov y de quince colecciones de artículos y ensayos. En 1997 recibió el premio Nelly Sachs, en Dortmund; en 1998, el Premio Comunidad de Madrid; en 2000, los Premios Grinzane Cavour, en Turín, y Alberto Moravia, en Roma; en 2008 los Premios Alessio, en Turín, y José Donoso en Chile; y en 2011, el Premio Nonino, en Udine, y el Premio de Literatura Europea de Austria, todos ellos por el conjunto de su obra. Entre sus traducciones destaca Tristram Shandy (Premio Nacional de Traducción 1979). Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han publicado en cuarenta y un lenguas y en cincuenta y un países, con más de seis millones de ejemplares vendidos. Es miembro de la Real Academia Española.

Alfaguara, 21 de octubre de 2011

Javier Marías ficha por la prestigiosa editorial Penguin

LA ZONA FANTASMA. 16 de octubre de 2011. ‘La perversión de viejos’

Mucho se ha escrito a lo largo de la historia sobre los sinsabores y lacras de la vejez, al parecer incontables y desde luego infinitamente mayores que sus ventajas. Entre estas últimas destacaban sobre todo tres: sabiduría, respeto de los más jóvenes y la llamada «dignidad de las canas». La primera hace ya tiempo que se comprobó o reconoció que no existía, es decir, que, o bien estaba ya en cada persona antes de alcanzar la ancianidad, o no hacía acto de aparición con los años, así, como por ensalmo. Y es más, a medida que uno los va cumpliendo, no es raro descubrir que sus certezas menguan, lejos de crecer. Quizá en eso consista en parte la sabiduría, en dudar y ver más matices y más penumbras, pero francamente, de ser así, se trata de una sabiduría poco útil y desconcertante, si es que no descorazonadora, porque uno la asociaba siempre con la idea de mayores discernimiento y claridad. En cuanto al respeto, eso desapareció de nuestra faz de la tierra cuatro o cinco décadas atrás, y su falta no ha hecho sino ir en aumento. De la manera más contradictoria que cabe imaginar, cuanto mejor se conserva la gente y más le tarda en llegar la verdadera ancianidad, no la del calendario; cuanto más longeva es la población y más le dura la plena posesión de sus facultades, antes se la considera «vieja» para lo que realmente importa: para trabajar, para intervenir, para aconsejar y traspasar su experiencia. Hay numerosas personas a las que se prejubila con cincuenta años o menos, y lo habitual es que, con esas edades, nadie les ofrezca ya un nuevo empleo. A muchos de esos individuos los aguardan tres decenios o más de estar mano sobre mano, aburridos e insatisfechos, sintiéndose casi parásitos de la sociedad.

El pretexto para semejante disparate (y a menudo humillación) es que hay que hacer hueco a los jóvenes. Pero hoy son precisamente los jóvenes quienes se ven más faltos de oportunidades, con trabajos muy precarios y mal pagados, o sin perspectiva, siquiera, de ir a conseguir ninguno, de poderse estrenar en el mundo laboral. Uno se pregunta a veces quién diablos está ocupado y «produce» en nuestro país, y cómo es que a esa especie en aparentes vías de extinción, en vez de protegerla y tratarla con mimo las autoridades varias, todas ellas la machacan a diario y procuran por todos los medios impedirle ejercer su tarea. Pero esto sería asunto de otro artículo, aunque ya creo haber dedicado alguno a la cuestión.

Volvamos a la tercera supuesta ventaja de la vejez, la dignidad de las canas, por seguir con la expresión clásica. Eso es algo que, con excepciones, también se ha procurado desterrar, mediante lo que llamaría la perversión o corrupción de los ancianos, algo en verdad novedoso. Corrupción de menores y de la juventud siempre ha habido, pero ¿de los viejos? Una de las características de esta época haragana y reacia al esfuerzo es la tendencia a persuadir a todo el mundo de que no tiene que avergonzarse ni arrepentirse de nada y ha de estar muy orgulloso de como es. Tradicionalmente las personas poseían cierta conciencia de sus limitaciones, defectos o imperfecciones, y buscaban ponerles remedio si era posible, o si no disimularlos, nunca exhibirlos. El ignorante intentaba dejar de serlo; el zafio observaba y aprendía a comportarse; el inmensamente gordo adelgazaba o se vestía con ropas que no hicieran resaltar su obesidad, sino que la atenuaran; el demasiado peludo no iba por la calle con una camiseta sin mangas, y quien padecía unas carnes fláccidas no las enseñaba. La prédica actual es que no hay por qué esconderse ni sentir el menor pudor (esa noción anticuada y «represora»). La propaganda vigente es la de los brutos, que siempre han existido pero no eran predominantes: «¿Qué pasa? Soy así, y a mucha honra. Soy ignorante, soy zafio, soy una foca, soy un orangután, soy un pellejo colgante, y como tal me exhibo, orgulloso de mi ser».

Era natural que a los viejos se los convenciera de lo mismo, es decir, se los pervirtiera. Yo he tratado con muchos, de los dos sexos, y si algo tenían todos era una enorme dignidad, independientemente de su educación. Y sentido del ridículo, y conciencia de lo que no se adecuaba a su edad. Casi todos vestían con esmero, pulcritud o incluso elegancia. Pocos soltaban un taco, la mayoría mostraba serenidad, y ninguno hacía el ganso. Ahora se los ha convencido de que deben ir cómodos y «modernos», de que la edad es sólo un «estado mental» y de que por lo tanto conviene juvenilizarse o infantilizarse hasta la misma puerta del ataúd. Uno pasea por las calles de nuestras ciudades y ve de continuo a vejestorios con pantalones cortos y camisetas criminales con lemas, o luciendo bajo techado estúpidas gorras de baseball con la visera hacia atrás; a rotundas matronas mostrando el inencontrable ombligo entre lorzas o exhibiendo muslos elefantiásicos. Pone la televisión y los oye contar con regocijo groserías y obscenidades impropias hasta en adolescentes, no digamos en ellos. Los ve haciendo el ganso y el idiota por doquier. Los ve intentando ligar patéticamente, cuando otra de las ventajas que se presuponían a la vejez era que hombres y mujeres podrían descansar por fin de la fatigosa tarea de «impresionar» a los del otro sexo y, consecuentemente, de hacer el memo (todos hacemos el memo cuando nos a aplicamos a eso, a cualquier edad). Sí, a los viejos actuales se los ha pervertido y con ello se los ha condenado al bochorno, una de las pocas cosas de las que -en medio de sus sinsabores- solían estar a salvo.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 16 de octubre de 2011

Nuevo libro de Reino de Redonda: «El significado de la traición» de Rebecca West

EL SIGNIFICADO DE LA TRAICIÓN

REBECCA WEST
Duchess of Redonda (1951)

Epílogo de Juan Benet

Traducción de Panteleimón Zarín

Revisión de Antonio Iriarte

Reino de Redonda, septiembre de 2011

Distribuye ÍTACA

Este vigésimo segundo volumen del Reino de Redonda está dedicado in memoriam a Juan Benet (1927-1993), con quien mucho hablé de este libro y del significado de la traición y que escribió penetrantes páginas, aquí también incluidas, sobre su necesidad

EL EDITOR

ÍNDICE

Introducción a la edición de 1982

Preámbulo

PRIMERA PARTE. EL REVOLUCIONARIO

SEGUNDA PARTE. LA NUEVA FASE

TERCERA PARTE. DECADENCIA Y CAÍDA DE LA TRAICIÓN

CUARTA PARTE. CONCLUSIÓN

Sobre la necesidad de la traición (Epílogo) por Juan Benet

APÉNDICES

Appendix I/Apéndice I: M P Shiel’s and John Gawsworth’s Redonda/La Redonda de M P Shiel y John Gawsworth (updated/puesta al día 2011).

Appendix II/ Apéndice II: Jon Wynne-Tyson’s Redonda/La Redonda de Jon Wynne-Tyson (updated/puesta al día 2011).

Appendix III/Apéndice III: Javier Marías’s Redonda/ La Redonda de Xavier Marías (updated/puesta al día 2011).

Sobre la necesidad de la traición

“… el espía son dos; como el matrimonio; una actividad llevada a cabo por una pareja: un espía que procede del campo adversario y un traidor salido del campo propio que –no necesariamente por dinero- rompe en secreto el juramento de fidelidad a su rey, a su constitución o a su pueblo, vende su alma al diablo y pasa a colaborar con aquél por el triunfo de unos ideales o unos principios muy distintos de aquellos en los que se formó.

[…]

Lejos de alcanzar su meta el traidor, tras su fracaso, provoca un refuerzo de los vínculos tribales y el Estado, con su castigo, obtiene un doble beneficio: la garantía de que su oferta es la mejor y la prolongación del crédito que le concede el ciudadano. Así que, por grandes que sean los estragos que cause, el traidor suele ser bienvenido en el concierto del Estado.”

JUAN BENET

«Un libro magnífico y poco conocido, pero yo lo consideraría lectura obligada para cualquiera interesado en la Segunda Guerra Mundial y en la traición en sí misma»

JAVIER MARÍAS

Contenidos de la RAE: sigue la polémica

El lunes de la semana pasada la Real Academia Española (RAE) cumplió 298 años. Tres días después Clarín informó que la institución estaba intimando a sitios de Internet que comparten enlaces a su popular Diccionario de la Real Academia Española y a otras de sus publicaciones. La presión periodística y el murmullo en los foros de Internet obligó a la RAE a difundir un comunicado en el que recordaba que “El Diccionario y otros recursos académicos son de acceso libre y gratuito en Internet” y que estarían abiertos a recibir peticiones de sitios que quisieran difundir sus publicaciones sin “lucrar” con ellas.

Miembros de las 22 Academias de la Lengua Española –autoras también de muchas obras de la RAE– cerraron filas y manifestaron su acuerdo con la declaración de la institución. Sin embargo, la presión de internautas e investigadores no cesó y algunas academias podrían revisar su posición.

El autor Arturo Pérez Reverte –también miembro de la RAE–, dijo en Twitter que: “Hay una ofensiva de demagogia y política en la Argentina respecto a la RAE y el español”. Javier Marías, en cambio, sólo se manifestó ante la consulta de Clarín y por fax, ya que que no usa computadoras ni Internet. “Me gustaría que esa institución no cobrase por ningún servicio, pero no es una ONG ni una organización gubernamental sufragada con dinero público, aunque cuente con alguna ayuda estatal. Es una institución de carácter privado e independiente y lo fue incluso bajo la dictadura de Franco, a la que era muy difícil y muy arriesgado llevar la contraria”, explicó.

Ricardo Soca, moderador de elcastellano.org –uno de los sitios intimados por la RAE– publicó un petitorio online para que la RAE “ponga los contenidos de su sitio web a disposición de los 450 millones de hispanohablantes”. Ayer tenía 2259 firmas.

GUIDO CARELLI LYNCH

Clarín, 11 de octubre de 2011

Preguntas y respuesta completas:

Preguntas de Clarín:

¿Qué opinión le merece que la RAE cobre para acceder a algunos de sus servicios y diccionarios online? ¿No atenta eso contra la difusión del bien común que se supone que es la lengua? ¿Cómo juzga el hecho de que la RAE intime a sitios web que replican sus servicios?

Respuesta de Javier Marías:

Dado que no formo parte de la junta de la RAE ni tengo ordenador (ni por tanto uso Internet), ignoraba lo que me comenta. En principio no suena muy bien, pero debe usted tener en cuenta que los trabajos de la RAE (incluido el Diccionario) cuestan dinero a la institución, al estar remunerados, como es justo y de rigor. Tal vez a eso se deban las medidas de las que me informa: lo mismo que quien quiere tener el Diccionario o la Gramática en papel, los compra en una librería, supongo que no es descabellado que algo se pague por acceder al trabajo de otros. La “difusión de la lengua”, según su expresión, no se puede ver afectada por nada. La RAE no es, obviamente, dueña de la lengua común, pero sí, me imagino, de sus trabajos y estudios sobre esa lengua. No confundamos las cosas, por favor. En lo que a mí respecta, me gustaría que esa institución no cobrase por ningún servicio, pero no es una ONG ni una organización gubernamental sufragada con dinero público, aunque cuente con alguna ayuda estatal. En todo caso es una institución de carácter privado e independiente, y lo fue incluso bajo la dictadura de Franco, a la que era muy difícil y muy arriesgado llevar la contraria.

Madrid, 5 de octubre de 2011

 

Carta al director en EPS

¡Libros, no tocar!

Admirado Javier Marías, probablemente no le sirva de consuelo, pero sí al menos saber que no ha sido la única persona que ha sido expulsado de la librería vienesa de la calle de Kohlmarkt. Tengo el honor de compartir con usted esa desagradable experiencia. A mi esposa y a mí nos gustan los libros y pasar un rato en una librería mirando u hojeando algún ejemplar. Esa era nuestra intención la tarde que entramos en “la librería”. Antes de acercarnos a una estantería, la señora que creímos sería la propietaria nos preguntó, en su idioma, si hablábamos alemán. A pesar de que nos defendemos en ese idioma, preferimos decir que solo un poco. Volviendo a la señora librera, sus palabras siguientes, en un inglés al menos comprensible, fueron: “En esta librería solo tenemos libros en alemán. Por tanto, si no hablan alemán es mejor que se vayan”. Sin decir nada más, completó la invitación dirigiéndose a la puerta, abriéndola y haciendo un signo con la mano que no dejaba lugar a dudas. Mi esposa y yo no dábamos crédito a lo que nos estaba pasando. No soy capaz de recordar las facciones de la señora en cuestión. No la puedo relacionar, como usted hace, con el personaje operístico que supongo es su marido. Efectivamente, señor Marías, utilizando sus palabras, fue un día de luto, que ni tan siquiera el café y el apfelstrudel de Demel lograron hacernos olvidar. Hoy, cuando he leído su artículo, me he dicho: “No hay mal que por bien no venga. Tengo el honor de compartir agravios con uno de mis escritores preferidos y que mejores momentos de lectura me ha brindado. Tengo un pretexto para escribirle unas líneas al señor Javier Marías”.

Joan Mercé. Correo electrónico

LA ZONA FANTASMA. 9 de octubre de 2011. ‘El lento y rápido viaje de los abrigos’

El Almirante se murió hace poco más de dos semanas. Así era como todos conocíamos y llamábamos, en la Real Academia Española, a Don Eliseo Álvarez-Arenas, almirante auténtico, con una larga carrera militar. Si digo la verdad, nunca he leído nada escrito por él. Tengo la vaga idea de que en esa institución siempre ha habido un miembro ilustrado de su profesión (pero quizá me equivoque), necesario para la correcta definición de los innumerables y precisos términos marinos que contiene el español. El Almirante estaba en la misma comisión que yo (nos repartimos en cinco, y cada una va revisando y poniendo al día la parte del Diccionario que le corresponde), así que lo vi y lo traté bastantes jueves. De hecho, sin duda, todos los que yo he acudido a esas sesiones menos el último, ya que él nunca faltaba, a diferencia de mí. En esa última ocasión, antes del verano, Don Arturo Pérez-Reverte, que ahora quedará como mayor experto náutico, se extrañó de su ausencia. «Qué raro», dijo, «debe de estar malo». No hablaba demasiado el Almirante. Puntualizaba lo justo, no sólo en su terreno, y de vez en cuando hacía algún chiste tirando a malo (o quizá era sólo anticuado), lo cual resultaba gracioso, valga la contradicción. Siempre iba pulquérrimo y carraspeaba. Su mirada era benévola y algo irónica. Lo echaremos de menos, estoy seguro, y, cuando regrese yo la próxima vez, mi gabardina o mi abrigo habrán avanzado un paso más.

Desde que hace tres años «tomé posesión» de mi plaza (ese es el término que se emplea allí), me he dado cuenta de que la Academia tiene, para sus miembros, algo de inquietante y algo de tranquilizador, además de otros elementos buenos y malos, claro está. Es tradición que la mayoría de sus integrantes sean longevos. Por hablar sólo de los vivos, Don Martí de Riquer nació en 1914; Don José Luis Sampedro, en 1917; Don Antonio Mingote y Don José Luis Pinillos, en 1919, así que los cuatro son nonagenarios. Octogenarios hay diez, y el propio Almirante se acercaba a los ochenta y ocho, muy bien llevados. Este es el factor «tranquilizador».

En la Academia, sin embargo, hay un perchero corrido, por así decir. De él habló Don Arturo en un memorable artículo, hace ya tiempo y en otro lugar. En la parte superior del perchero hay un gancho, y sobre él una etiqueta enmarcada con el nombre de cada miembro, de modo que todos sabemos dónde debemos colgar nuestro abrigo, gabardina o paraguas. En la parte inferior (una mesa o casi pupitre, también corridos), se nos deja el correo que allí nos llega, en un montoncito. Así que no hay posibles pérdida ni confusión. Cada nuevo académico ve su etiqueta agregada, en el último lugar de la fila. Pues bien, lo «inquietante» es que, a pesar de la longevidad imperante, en los tres años transcurridos desde que mi nombre fue esmeradamente añadido, lo he visto avanzar demasiado rápido para mi gusto, y supongo que para el de cualquiera. En ese periodo de tiempo, si mal no recuerdo, han desaparecido las etiquetas de Don Carlos Castilla del Pino, Don Miguel Delibes, Don Francisco Ayala, Don Valentín García Yebra, Don Luis Ángel Rojo y ahora Don Eliseo Álvarez-Arenas. Poco antes lo habían hecho las de Don Ángel González, Don Fernando Fernán-Gómez, Don Antonio Colino y Don Claudio Guillén. Todos ellos, si no yerro en los cálculos, octogenarios, nonagenarios o incluso centenarios. Nada, por tanto, demasiado fuera de lo natural.

Pero, qué diablos, ese lento y a la vez rápido avance en el perchero es un discreto y tácito, pero innegable recordatorio de nuestra mortalidad, pese a que el orden no lo dicte la edad, sino la antigüedad en la institución. Y así, por ejemplo, el cuarto académico más veterano en la actualidad es Don Pere Gimferrer, que nació tan tarde como en 1945 y a quien auguro una vida centenaria (los poetas duran mucho, ellos en particular). Si me refiero a todos mis colegas anteponiéndoles el «Don» es porque así establece el reglamento que nos dirijamos y aludamos unos a otros no en las comisiones, pero sí en los plenos, por mucho que nos conozcamos y buenos amigos que podamos ser. En estas sesiones nos refrenamos, y a quien un minuto antes hemos llamado un asilvestrado «Paco», le diremos: «Profesor Rico, no puedo estar más en desacuerdo con usted». O nos referiremos, a quien toda la vida ha sido «Álvaro», como al «señor Pombo, cuyas propuestas son invariable y afortunadamente excéntricas». No me parece mal que sea así, como tampoco que acudamos con corbata, prenda que no suelo ponerme en casi ninguna otra ocasión. En una sociedad tan zafia y confianzuda como la española, es de agradecer que quede algún reducto -privado, eso sí- de cortesía y civilidad, aunque éstas sean artificiales (toda educación es en realidad artificial, y, en contra de lo que cree gran parte de nuestra sociedad simplista, nada hay tan brutalizador como «lo natural»).

Tampoco me parece mal ese lento y rápido viaje de los abrigos, por inquietante que sea, en ese lugar. Cada vez que colgamos el nuestro de un gancho más avanzado, dedicamos un breve recuerdo a los que ya se fueron, y adquirimos mayor conciencia de que el tiempo va pasando, se va acercando. Pero también de que el tiempo casi siempre da tiempo, de que suele ser urbano y gentil y de que, a pesar de las impresiones, probablemente transcurrirán muchos jueves antes de que ese abrigo nuestro se atreva a dar un paso más.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 9 de octubre de 2011

Un gran autor, una gran biblioteca

Antonio Gamoneda le bautizó como «el inspector de bibliotecas». Desde 2007, el periodista Jesús Marchamalo visitó las casas de 20 autores. Husmeó con libertad en sus estanterías: «No hubo que embaucar a nadie, incluso gente famosa por su privacidad se mostró dispuesta, había una voluntad expresa de hablar de libros». Disfrutó como un niño. Esas incursiones -varias publicadas en Abc- se recogen ahora en Donde se guardan los libros (Siruela).

[…]

Las estanterías de Javier Marías sirvieron a la publicidad durante años. Desvela Marchamalo que el fabricante se enamoró de la obra, una vez rebosante de libros, y la usó en revistas. Marías atesora unos 20.000 volúmenes, apilados por toda la casa. Con los años, ha acabado pareciéndose al hogar de sus padres, donde los libros crecían de un día para otro. La gran diferencia, cuenta el periodista, es que el novelista los ordena y en la casa paterna se dejaban sueltos esperando que ellos mismos se acomodasen.

[…]

TEREIXA CONSTENLA

El País, 3 de octubre de 2011

LA ZONA FANTASMA. 2 de octubre de 2011. ‘Noventa y nueve patadas y media’

Hace siete años y medio publiqué aquí una columna titulada «Noventa y ocho patadas». Estaba escrita dos semanas antes de su aparición, como todas, pero salió exactamente el 14 de marzo de 2004, es decir, el día de las elecciones y tres después del mayor atentado terrorista de la historia europea, que nadie había podido prever. En aquel artículo mostraba mi incomprensión hacia quienes se abstienen o votan en blanco, sobre todo hacia estos últimos, ya que, si se toman la molestia de llegarse hasta las urnas, eso indica que la política no les es indiferente. El problema del voto en blanco es que, por mucho que se intente presentar como un rechazo a cuantos partidos concurren o incluso al sistema mismo, se trata por fuerza de una protesta muda y que no computa. Computan sólo los votos «positivos», y serán éstos los que determinen quiénes van a gobernarnos, por escasa que sea la participación. Es así y no hay vuelta de hoja, no al menos mientras no se enmiende la delirante Ley Electoral que sufrimos y que ninguno de los grandes partidos ha tenido el menor interés en modificar y por tanto no lleva trazas de ir a cambiarse jamás. Es lo que hay.

En aquella vieja columna -no era ni imaginable que Zapatero fuera a ganar, qué lejos queda aquello-, aludía al dicho de nuestra lengua «Me da cien patadas», con el que expresamos nuestra profunda aversión o antipatía hacia algo o alguien, y reconocía que no había ninguna formación política que no me diera noventa y ocho como mínimo, lo cual era muy grave para quien siempre se ha interesado por la cosa pública y además vivió el suficiente franquismo para anhelar la existencia de la democracia, del derecho a voto y de las elecciones. Supongo que es por esa razón por la que nunca me he abstenido ni he votado en blanco, pese a haber estado tentado de hacerlo ya varias veces. Siempre se me impuso, al final, un particular sentido del deber, así como el reconocimiento íntimo de que, por mucho que me reventaran todos los partidos y candidatos, había alguno que me daba ciento veinte patadas y algún otro que me daba «sólo» noventa y ocho. Muchas son, en todo caso. Admito, así pues, que llevo unas cuantas elecciones -qué remedio- votando más contra quienes me horripilan que a favor de quienes «solamente» me resultan desagradables, incompetentes e imbéciles. Me temo que estoy lejos de ser el único en semejante situación.

Pero estos políticos nos lo ponen cada vez más difícil, y ya tiene mérito. Los últimos años de gobierno del PSOE (deberían impedirse las segundas legislaturas en nuestro país, porque todos nuestros Presidentes enloquecen en ellas sin falta) han sido tan torpes y desastrosos, y tan antipáticos, y tan ridículos, que ese partido me alcanzó las cien patadas y aun me las sobrepasó. Los que se dicen a su izquierda sólo han crecido en simpleza y en ceguera. Los nacionalistas jamás crecen ni decrecen: son iguales a sí mismos, monolíticos, reiterativos, llevan toda una vida encerrados con un solo juguete. En cuanto a los de la derecha, en nada se distinguen de aquel gobernante llamado Aznar que a una gran parte de la población acabó dándole no cien, sino mil patadas. Así que preveía yo que en esta ocasión -estamos a mes y medio de las elecciones- podía ser de los que se quedaran en casa o depositaran una papeleta impoluta en la urna, en contra de mis convicciones. Nada bueno espero del PSOE ni del PP, menos aún tras su indecente acuerdo para reformar la Constitución, del que hablé hace dos domingos.

Ha aparecido, sin embargo, un candidato que me parece inteligente, oh milagro. Su partido lo considero completamente idiotizado desde hace tiempo, pero a él lo veo inteligente, a años luz de todos los demás. Y tampoco creo estar solo en esa apreciación, dado que es siempre el político mejor valorado en los sondeos -o el menos denostado, si se prefiere-. Sin duda es artero y ocasionalmente demagógico, pero nadie que se dedique a su profesión está a salvo de eso, y quizá no deba estarlo, más le vale. Lo cierto es que Rubalcaba argumenta y razona y explica, lo cual se diría lo mínimo que ha de exigírsele a un candidato y sin embargo es casi insólito en España. No chilla, no se desgañita, no suelta una tras otra frases hueras y altisonantes. No da la impresión de tener la cabeza vacía, como les sucede a Rajoy y a Cayo Lara, o llena sólo por una idea fija hipertrofiada, como les ocurre a Urkullu, Mas, Rosa Díez y otros cuantos. Da la sensación de ser un hombre flexible y hábil, con capacidad de maniobra y de diálogo y poco proclive a las ocurrencias «ornamentales» que han jalonado los dos mandatos de Zapatero (y es de agradecer que se abstenga de la cantinela pedestre del «todos y todas» a la que están abonados casi todos -y todas- los de su partido). Tampoco parece alguien falto de escrúpulos, y eso es fundamental. Su gran inconveniente es que ha formado parte de los últimos Gobiernos. Es mala cosa, no lo voy a negar. Pero, qué quieren, visto el panorama: Rajoy formó parte de todos los Gobiernos de Aznar, lo cual no es ya mala, sino pésima cosa. Si el principal argumento contra Rubalcaba es que es «el pasado», habría que decir que, por desgracia, Rajoy es «el pasado remoto», aquel que nos llevó a la Guerra de Irak con falacias y nos mintió -sin escrúpulos, precisamente- sobre la autoría de los atentados del 11-M, sucedidos tres días antes de que yo publicara aquí aquel artículo desesperado. Este de hoy lo es todavía más, no se crean, y de ahí su título.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 2 de octubre de 2011