Reseñas de «Los enamoramientos»

Del amor a la impunidad

Dadme un argumento sencillo y os escribiré una magnífica novela. Eso es lo que hace Javier Marías en Los enamoramientos, una novela en la que los hechos son mucho menos que la reflexión de los hechos. Lo cual no quiere decir que estos sean secundarios. Al contrario, en su momento ocurrirá algo que sorprenderá al lector y lo hará transitar de una obra psicológica a un relato detectivesco, con criminales, falsos indicios e inesperado desenlace.

¿Un thriller psicológico? No: uno a la manera de Javier Marías. Confieso que no había leído ninguna novela suya, solamente Vidas escritas, un estupendo libro de perfiles de escritores, y Letras de fútbol, que da cuenta de su amor por ese deporte y por su equipo del alma, el Real Madrid. Pero nunca es tarde para descubrir a un buen escritor y para unirse a su fervoroso club de admiradores, que hasta donde sé es muy grande en los países de lengua alemana, lo cual no deja de ser llamativo. Creo que no hay término medio con Marías: gusta o no gusta. O nos parecen excesivos los parlamentos de sus personajes, sus frases largas, sus oraciones subordinadas, o bien queda uno encantado con esa prosa hipnótica, opiácea, con un ritmo constante, que disecciona sin piedad los sentimientos. Qué gran español se aprecia leyendo a Marías. Rico sin barroquismos; elegante sin amaneramientos; gozoso sin gratuidad. El contenido nunca es opacado por el estilo. No solo lo leemos para disfrutar sus palabras y su fina ironía, sino para pensar lo que no habíamos pensado sobre el amor, el olvido, la maldad, y el inevitable deterioro y mutación de las pasiones. Aunque dichas sin dramatismos ni grandilocuencia -con el tono menor de una conversación de café-, no son muy alentadoras las verdades sobre los seres humanos que aquí nos son reveladas. Contrario a lo que se dice, lo prueba esta novela, es más cruda la ficción a la hora de mostrar el lado oscuro de la vida.

Nos habían dicho que la novela psicológica estaba agotada. Que, después del micrófono que Joyce le puso a Molly Bloom en su mente, la conciencia no tenía nada más que decir. Y lo creímos a pie juntillas. Sin embargo, en la literatura no hay caminos agotados ni leyes imprescriptibles. No todo ha sido dicho y los muertos enterrados prematuramente pueden regresar y desacomodar el mundo de los vivos. De eso, entre otras cosas, trata Los enamoramientos: de lo que queremos enterrar pero se niega a morir, de imaginar lo impensable que puede suceder. «La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se nos da, y en este caso nos permite imaginarnos los sentimientos de un muerto que se viera obligado a volver, y nos muestra por qué no deben volver. Excepto la gente muy trastornada, o anciana, todo el mundo hace esfuerzos por olvidarlos».

María Dolz se llama la protagonista y narradora, la voz femenina y la mirada que nos seduce. Un Javier Marías disfrazado, como lo está disfrazado en los otros personajes de la novela, nos lo advierten los conocedores de su obra. Y es cierto, pero lo increíble es que no nos importa y le perdonamos ese anacronismo de que los personajes hablen igual o como no les corresponde. Otro principio, otra norma literaria que se viola con beneplácito. María es una editora culta, discreta, inteligente y buena observadora. (Entre paréntesis: es muy divertido lo que cuenta de su trato cotidiano con los insufribles y vanidosos escritores). María desayuna todas las mañanas en una cafetería y allí se encuentra con una pareja -Miguel Desvern o Deverne y Luisa Alday- que le atrae por su belleza, por su elegancia, por lo bien que pasaban juntos. «Eran los dos los que me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto era eso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mí entender debía ser una pareja perfecta». Muy al comienzo de la historia ocurre algo absurdo: Miguel es salvajemente asesinado por un indigente. Una tragedia que cambia la vida de Luisa y le permitirá a María dejar de ser espectadora y convertirse en narradora implicada y testigo de ese duelo, de la otra cara de un cuento de hadas al revés

Semana (Colombia), 24 de septiembre de 2011

Frío, Frío

El enamoramiento trae debilidad. Es debilidad por definición, según Marías. Puede confundirse con el amor, pero no es lo mismo. El enamoramiento está más acá del deseo y más allá de la voluntad, y obvia con facilidad, incluso con cinismo, las consecuencias que puedan tener los actos que se cometen por satisfacerlo. Es el enemigo natural del sentido común y lleva a quien lo sufre —porque se sufre— a rendirse, a entregar las armas; incluso a cometer un crimen.

María Dolz, la voz que cuenta la historia de esta novela, o mejor aún, la que propicia la narración —porque se trata de una novela que apenas tiene una historia—, es una editora que por casualidad (o por voluntad, o por ser víctima del juego macabro de la suerte) construye un arquetipo de vida feliz solamente para confirmar que quien se aproxima demasiado a la foto solo puede encontrarse con la atrocidad.

Luisa y Miguel Desvern son una pareja, un matrimonio a todas luces bien avenido, que cada mañana se detiene a desayunar en una pequeña cafetería. Allí conversan con placidez. Se ríen. Parecen burlarse del tiempo, del cansancio o del fracaso enfrente de María, que, sola en otra mesa, los sigue con la mirada, husmea entre sus gestos y se inventa en ellos la vida conyugal perfecta dos días antes de que el cuerpo de Desvern se convierta en noticia de primera página al caer, cerca de su casa, acuchillado por un desconocido.

El azar es así. Quien hoy conversa plácidamente junto a su esposa y frente a una desconocida de los asuntos más triviales, mañana es indignamente fotografiado sin camisa, en la calle, mientras los paramédicos manipulan su cuerpo. Puede pasarle a cualquiera. Eso es lo que piensa María hasta que consigue acercarse a Luisa, conocer su casa, a sus hijos, y a Javier Díaz-Varela, el amigo más cercano del marido muerto.

Decía arriba que Los enamoramientos es más una novela de narraciones que una novela que cuente una historia. Ese es precisamente uno de sus aspectos más interesantes, pues en este libro Marías se da el lujo de tomar una de las historias más cotizadas —una historia negra— y usarla solo como pretexto para construir una novela acerca de la debilidad por mirar, del carácter inevitable de inventar y del gusto por el cuento que hay siempre tras la escritura.

Javier Marías es un prolífico escritor de ficción —ha publicado hasta ahora doce novelas, tres libros de relatos y cinco de ensayos— y un juicioso traductor de autores entre los que se encuentran, nada menos, Thomas Hardy, Joseph Conrad, William Faulkner y Lawrence Sterne (su versión de La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy le valió el premio de traducción Fray Luis de León en 1978). Con Los enamoramientos confirma, además, que se trata de un escritor frío.

Frío como otros escritores de su generación. Como Antonio Muñoz Molina o Enrique Vila-Matas, por ejemplo, cuya narración inteligente y diestra propone un juego, llena la cabeza, pero mantiene al lector siempre a prudente distancia. El lector ve cómo se amarran con precisión las formas de la arquitectura narrativa, y asiste al, cómo llamarlo, desfile de la novela. Pero nunca participa del viaje en el que el escritor —su amigo, su cómplice— se arriesga, se equivoca en una frase demasiado larga que, sin embargo, lo va a llevar a aventurarse por donde no se había imaginado: por una descripción inútil que en un giro nuevo le mostrará el brillo exacto de un objeto que en otra ocasión solo hubiera sido de utilería.

No deja de llamar la atención que Javier Marías, quien ostenta el título de monarca de una isla que no existe bajo el nombre de Xavier I, resulte apenas un muy buen narrador, un profesional. También un republicano puede ser rey por vanidad.

JAVIER H. MURILLO

Arcadia.com, septiembre de 2011

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LA ZONA FANTASMA. 25 de septiembre de 2011. ‘El fin de un idilio’

Son tantas las librerías que he visitado a lo largo de mi vida, en diferentes países, que me he encontrado en ellas con toda clase de individuos, a menudo pintorescos o excéntricos, sobre todo en las de viejo, lance, anticuario o segunda mano. Lo que nunca me había ocurrido, hasta el pasado agosto, es que me echaran de uno de estos establecimientos por mí tan queridos.

Durante mis años en Inglaterra conocí a numerosos libreros extravagantes o maniáticos, y de algunos he hablado en otras ocasiones. Recuerdo a una mujer que solía viajar de feria en feria -de esas que se celebran en vestíbulos de hoteles o en claustros de iglesias-, con su preciado cargamento selecto. Tanto apego le tenía que se debatía entre su necesidad de venderlo, para ganarse la vida, y su aversión a desprenderse de él. Era como si quisiera poner impedimentos a los compradores que por otra parte le resultaban vitales, de manera que, antes de separarse de algún volumen, interrogaba a fondo al cliente sobre sus conocimientos del autor por el que se interesaba. Y, si veía que eran escasos o su interés espúreo (sí, yo escribo «espúreo», como Galdós y otros; me da igual lo que diga el DRAE), si percibía un ánimo especulativo, iba subiendo el precio sobre la marcha, una vez y otra, hasta disuadir al pretendiente. Más delirante era el dueño -un hombre elegante- de una librería sin mota de polvo y llena de grandes tesoros (ediciones firmadas por Sterne o Dickens o Henry James, rarezas bibliográficas descomunales). Cada vez que uno inquiría el precio de alguna joya, respondía invariablemente: «Ah, ese volumen no está en venta». Cuando le pregunté, desesperado, exactamente cuáles estaban en venta, para así acabar antes, me respondió ofendido: «Oh, la mayoría, la mayoría, ¿usted qué cree? No voy a atentar contra mi negocio». Pero, al intentarlo de nuevo con dos o tres ejemplares más, me decía: «Está visto que hoy no es su día de suerte. Ese tampoco está en venta». Supe luego por un amigo de Oxford que el hombre era un impostor: un coleccionista que había adquirido un local y fingía ser librero porque, tras hacerse con una magnífica y costosa biblioteca, no soportaba que nadie se la admirara, envidiara y codiciara. Su mayor disfrute era ver cómo sus ingenuos clientes anhelaban sus posesiones, para dejarlos siempre con un palmo de narices.

La librería de este agosto no era anticuaria, sino normal, y está en la calle Kohlmarkt de Viena. Aunque no leo alemán, no me sé resistir a entrar en esos locales. Quería ver si se había publicado algo nuevo de o sobre el austriaco Thomas Bernhard, uno de mis autores favoritos, y hacerme, si lo encontraba, con un DVD de entrevistas con él -una rodada en Madrid, otra en Palma-, para verlo y oírlo hablar, aunque no fuera a entender lo que decía. Me constaba que se vendía sólo en librerías. El dueño era un individuo que en seguida me recordó a Monóstatos, como era adecuado en Viena. Monóstatos (disculpe quien lo recuerde) es un personaje secundario de la ópera de Mozart La flauta mágica, quizá el más malvado y grotesco. Se lo suele representar calvo y torvo, y es el carcelero de la heroína, Pamina, a la que mantiene cautiva y desea callada e inútilmente. Este librero era completamente calvo, torvo y con larga barba, y parecía el carcelero de su propia tienda. Le pregunté si hablaba inglés. Respondió altanero: «¡Por supuesto!» (lo hablaba, pero mal, por cierto). Inicié mi segunda pregunta: «¿Tiene usted por casualidad un DVD …?» No me dejó terminar, y con desprecio me soltó: «Aquí no vendemos DVDs. Sólo libros». «Ya, pero es que iba a preguntarle por un DVD de un escritor …» Me volvió a cortar en seco y con malos modos: «Ya le he dicho. ¡No DVDs! Sólo vendemos libros». No pude reprimirme: «Dudo que vendan ninguno, si ni siquiera deja terminar sus preguntas a los clientes». Busqué los libros de Bernhard y saqué un volumen que me llamó la atención, del estante. Estaba retractilado, así que ni siquiera lo hojeé, miré sólo la contraportada. Se acercó feroz, devolvió el libro a su sitio y me abroncó: «¡No coja nada! ¡Pregúnteme a mí antes!». No daba crédito: «¿Es que aquí no se pueden mirar los libros?» «¡No, no se puede! ¡Me pregunta a mí antes de tocar ninguno!», respondió colérico. La primera librería del mundo en la que no se permitía echar un vistazo. No era posible, me pregunté si le había caído yo fatal por algún motivo. «Pero, ¿a usted qué le pasa?», no pude por menos de decirle. «¡No! ¿Qué le pasa a usted?», me contestó al borde de la apoplejía, y en seguida añadió: «¡Mejor se marcha! ¡Márchese, márchese, márchese!» Y me señaló la salida con su rígido dedo monostático. Aunque lo vi muy histérico, no estaba por largarme sin más (soy combativo), pero Carme, mi acompañante estupefacta, me convenció de dejarlo correr. Así que cogimos la puerta y me despedí con un sarcástico: «Ha sido usted muy amable». Monóstatos le había tomado gusto a repetir mis palabras, porque absurdamente me respondió: «¡No, usted ha sido muy amable!»

Remoloneé ante su escaparate, dudando si entrar de nuevo y preguntarle -como exigía- por todos y cada uno de sus intocables libros, y hacerle así perder la tarde, además de sacarlo aún más de quicio. Lo dejé estar. Pero para mí fue un día de luto: a partir de esa fecha sufro el insólito agravio de haber sido expulsado de una librería. No sólo me permiten ganarme la vida, vendiendo lo que escribo (y me he dejado una fortuna en ellas), sino que tal vez sean los lugares del mundo que más venero. El librero vienés Monóstatos me ha arrojado un baldón y ha terminado con mi inacabable idilio con esos establecimientos, en los que me había sentido tan a gusto siempre.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 25 de septiembre de 2011

Javier Marías cree que hombres y mujeres son iguales al contar y reflexionar

Foto. EFE

Javier Marías no cree que la literatura escrita por hombres sea diferente de la firmada por mujeres. Unos y otros son similares a la hora de «contar, ver y reflexionar» y por eso no le costó trabajo meterse en la piel de la mujer que protagoniza su última novela, Los enamoramientos.

«Mi narradora es de la misma familia que los narradores masculinos de mis anteriores novelas», decía hoy Marías en el «Hay Festival» de Segovia, durante el diálogo que mantuvo con el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez en lo que era uno de los actos más esperados de esta edición del festival.

Marías (Madrid, 1951) es uno de los narradores más importantes de la literatura en lengua española de las últimas décadas, y hoy había expectación por escuchar a este escritor que cumplió sesenta años el pasado día 20 y que lleva ya cuarenta como novelista, con obras tan importantes como Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí o los tres volúmenes de Tu rostro mañana.

El escritor está aún «bajo la impresión» de su sesenta cumpleaños y no acaba de aceptarlo. Ese hecho le «traumatiza más» que los cuarenta años que hace que publicó su primera novela, Los dominios del lobo, una obra, por cierto, por la que Marías siente «particular simpatía», quizá porque al ser tan joven la escribió «con absoluta irresponsabilidad».

Ni entonces ni en las novelas que vendrían después acató «esa tiranía tan propia de España de decirle a la gente lo que tiene que hacer». Siempre escribió sobre los temas que quiso y situó sus novelas en los escenarios que le apeteció en cada momento.

En su diálogo con Juan Gabriel Vásquez, último Premio Alfaguara de novela por El ruido de las cosas al caer, Javier Marías aseguró que, en sus novelas, él nunca hace «trampas de mala ley» ni engaña. Esa es la razón por la que desde hace años optó por un narrador en primera persona para sus libros, porque de esa forma «tiene que justificar todo lo que sabe».

El autor de Negra espalda del tiempo cree que la novela «tiene una extraña capacidad» para hacer vivir las cosas, y por eso, muchas veces, si alguien quiere saber del siglo XVII, acude al Quijote más que a las crónicas de la época.

Pero la literatura es, en opinión de Marías, no solo conocimiento sino «reconocimiento», en especial aquella que nos permite «reconocer como verdaderas cosas que sabíamos pero que no teníamos ni idea de que las sabíamos hasta que las vemos reflejadas en un libro». «Uno tiene la sensación de descubrimiento».

Los lectores de Marías están familiarizados con ese «reconocimiento» del que habla el autor, que hoy confesaba que, cuando lee un libro, y se encuentra con ese tipo de «revelación o descubrimiento», le produce «tal emoción» que ningún otro elemento de la novela puede superar.

Ante los centenares de espectadores que abarrotaban la iglesia de San Juan de los Caballeros, Marías contó algunas anécdotas personales, entre ellas que cuando él nació, en su casa, donde ya había cuatro varones, esperaban una niña y tenían previsto llamarle Constanza.

«Me tuvieron vestido de rosa durante un tiempo», dijo con humor el escritor, quien en otro momento de la charla también aludió al artículo que en los años setenta publicó con seudónimo de mujer en la revista Vindicación feminista.

Por aquella época el escritor vivía en Barcelona y utilizó un seudónimo para contar la historia de una mujer que sufría «un grave problema de maltrato» y que le pidió a Marías que reflejara su historia en un artículo.

El haber publicado en una revista con semejante nombre le podía servir al escritor para aplacar las iras de las feministas que a veces le atacan por estar en desacuerdo con algunos de sus artículos, decía Marías.

En realidad, el escritor no se mete con las feministas sino que critica esa costumbre tan extendida hoy día, y tan innecesaria, de decir «españoles y españolas», «ciudadanos y ciudadanas», o cosas peores como «cancilleresa».

De Marcel Proust se dice a veces que escribía como una mujer, y uno de los asistentes, animado quizá por lo del nombre de Constanza que le iban a poner al escritor, le dijo hoy a Marías que era «el Proust español».

«Yo no creo en ningún caso que se escriba como hombre o como mujer, excepto cuando el escritor se esfuerza en que se le note», aseguró Marías.

ANA MENDOZA/EFE

Abc, 23 de septiembre de 2011

Foto. Daniel Mordzinski

La novela como arte de reconocimiento

Constanza Marías jamás vino a este mundo. Iba a ser la cuarta en una familia entera de varones y se la esperaba en casa para dar un aire más delicado al ambiente. En su lugar nació Javier -primero Xavier, en castellano antiguo- y hubo que acostumbrarse. «Durante un buen tiempo tuve que andar vestido de rosa». Quizá por eso ahora, al escritor maduro y ya consagrado internacionalmente, no le ha costado meterse en la piel de María Dolz para narrar en primera persona como protagonista Los enamoramientos (Alfaguara), su última novela. Así se lo confesó ayer él mismo al autor colombiano Juan Gabriel Vásquez en una conversación con aforo completo en la iglesia de San Juan de los Caballeros, dentro del Hay Festival de Segovia.

Las difusas, cambiantes, dubitativas, etéreas y ondulantes voces de la narrativa de Marías tienen un componente líquido y obsesivo. Tanto, que Constanza es un nombre que, de haber nacido mujer, le habría hecho justicia. Por la perseverancia, por el empecinamiento, por esa tendencia al aislamiento consagrado a la literatura tan marcado en él. Valga un ejemplo técnico. «No hago trampas. Por eso escribo en primera persona. Es una decisión que tomé hace tiempo, en 1986, con El hombre sentimental y desde entonces no he dejado de buscar maneras de sortear las dificultades que me supone», aseguró.

Lejos queda hoy del solvente y académico Marías el chaval de 19 años que escribió Los dominios del lobo. Ahora, con 60, algunos le siguen llamando el «joven Marías». Y lejos está él de renegar de aquella primera novela. «Es mi obra más divertida». Una reivindicación de la imaginación y el territorio del escritor frente, dice él, «al daño que nos hizo el realismo social». Desde entonces hasta ahora han pasado 40 años y un recorrido de éxito constante, la búsqueda de un estilo basado en la indagación interior, la verdad íntima, la especulación como manera de conocer la verdad que le ha llevado a la conclusión de que la novela es un arte de reconocimiento: «Lo mismo que otros géneros lo pueden ser de conocimiento, la novela lo es de reconocimiento. Y digo esto en cuanto a que nos permite saber cosas que sabíamos, pero no teníamos idea de ellas hasta que no las leemos en una novela». Una gran verdad que le ha llevado a afirmar también, como recordaba Vásquez, «que el ser humano necesita conocer lo posible además de lo cierto y lo que pudo ser, además de lo que fue».

Y a través de ese camino, alejados de las verdades líquidas de Marías, […]

JESÚS RUIZ-MANTILLA

El País, 24 de septiembre de 2011

 

El Adelantado

El Norte de Castilla

The Telegraph

 

Foto. Alberto Benavente

Vídeo

LA ZONA FANTASMA. 18 de septiembre de 2011. ‘Iconoclastas a hurtadillas’

No lo recuerdo con precisión, pero lo recuerdo. Se estaba redactando el borrador de la Constitución cuando se produjo una filtración de su contenido a la prensa. A mi padre, Julián Marías, le pareció erróneo y aun disparatado, lleno de detalles impropios de un texto tan fundamental, y escribió un artículo al respecto dando la voz de alarma. Dicho artículo no sólo tuvo mucho eco, sino que el mismo día de su publicación mi padre recibió una llamada del entonces Presidente Adolfo Suárez, que, sumamente preocupado, lo invitó a visitarlo para que le expusiera sus objeciones en persona y más por extenso. La redacción de la Constitución -hubo luego más reacciones- se inició de nuevo, o poco menos. Quedó libre de adherencias absurdas o interesadas y lo bastante presentable para ser sometida al refrendo de los españoles, en 1978. La actitud de Suárez contrasta sobremanera con la de Zapatero, Rajoy y el resto de políticos actuales. ¿Se los imaginan sobresaltándose por lo que opine un intelectual y convocándolo en seguida para escuchar su parecer y sus posibles consejos? Quienes tengan estima por Julián Marías podrán argüir que tampoco hay hoy ninguna figura equivalente a la suya. Es cierto que no la hay idéntica, pero en cada época hay figuras equivalentes a las de cualquier pasado. Fernando Savater, de quien discrepo a veces, lo es a todas luces en cuanto a su capacidad de razonamiento y argumentación, su independencia y su impredecibilidad. Pero ni Zapatero ni Rajoy creen precisar de su concurso ni del de nadie, o les basta con lo que les dictan Merkel y Sarkozy, cuya altura intelectual nadie pone en duda porque carecen de ella.

Desde su aprobación en 1978 -treinta y tres años-, la Constitución ha sido intocable, y tanto el PSOE como el PP se han esforzado al máximo por que lo fuera. A ambos partidos se les ha llenado la boca diciendo defenderla, en incontables ocasiones. Hasta el punto de que ni siquiera se ha tramitado una enmienda que ya clama al cielo, a saber: que en esta Monarquía Constitucional les sea posible reinar a las mujeres. Modificación tanto más necesaria cuanto que la descendencia del Príncipe Felipe es, por ahora, exclusivamente femenina. (Eso por no hablar de la injusta Ley Electoral que padecemos desde hace tres décadas.) Y de pronto, en pleno agosto y por vía sospechosamente urgente, esos dos partidos se ponen de acuerdo -nunca lo están en nada- para reformar la Constitución de manera poco democrática, dada su anterior y proclamada inviolabilidad. Y, pese a los centenares de millares de firmas reclamando un referéndum, se saltan éste a la torera e imponen la reforma desde el Congreso. Rajoy ha tenido la desfachatez -en fin, su partido se caracteriza por ser falaz casi siempre- de asegurar que, puesto que una abrumadora mayoría de diputados ha votado a favor de ella, también lo ha hecho una abrumadora mayoría de españoles, olvidando, o más bien escondiendo, que dicha reforma no figuraba en el programa del PP ni del PSOE cuando hubo elecciones por última vez, en 2008. Ningún español, por tanto, ha aprobado nada de lo que ellos se han sacado de la manga a última hora, cuando la presente legislatura está agotada y el Presidente del Gobierno no va a seguir siéndolo.

No tengo conocimientos para saber si conviene o no que se limite el déficit y se establezca un techo de gasto mediante enmienda constitucional. Puede ser. Aunque juraría, desde el sentido común, que hay otras formas de conseguir eso -¿decreto ley, aplicación y cumplimiento de las leyes ya existentes?- sin necesidad de tocar el texto fundamental. Y, en todo caso, creo imprescindible que la modificación se someta a referéndum. Han salido voces, a menudo inteligentes, como las de Peces Barba y otros, que sin embargo han soltado inesperadas sandeces en contra de ese referéndum, como «¿Para qué hacer una consulta popular si ya se cuenta en el Parlamento con una mayoría suficiente?» O les da lo mismo, o no han caído en la cuenta de que es posible -sólo posible- que dentro de unos meses el PP goce de mayoría absoluta en dicho Parlamento y que, con este precedente peligrosísimo y los argumentos de Peces Barba y sus colegas por bandera, se sienta facultado para cambiar la Constitución a su antojo y cuantas veces le plazca, dejándonos a merced del criterio y el provecho de un solo partido que jamás se ha distinguido por su respeto a la ciudadanía. Con esta reforma impuesta se ha abierto, asimismo, la caja de Pandora: ya ha salido uno reclamando que se incluya en la Constitución el derecho a la «autodeterminación»; otro, el federalismo; un tercero, que si Monarquía o República; un cuarto, que se reconozca la «singularidad» de su pueblo, y así hasta el infinito.

¿Cómo pueden ser nuestros políticos tan obtusos? En un momento en que hay una creciente y manifiesta aversión hacia ellos; en que se ha producido un movimiento que no debe tomarse a la ligera, el del 15-M, el cual ha subrayado las imperfecciones de nuestra democracia y el progresivo distanciamiento entre nuestros representantes y sus representados; justo entonces, no se les ocurre otra cosa que reformar a hurtadillas -es «a hurtadillas» todo lo que no sea consultar a la población al respecto- el texto que hasta ahora era intocable y sacrosanto. Es como si los obispos se hubieran convertido en iconoclastas de sus veneradas efigies de Semana Santa. Eso es lo que han hecho el PP y el PSOE: dinamitar lo que se han pasado treinta y tres años jurando que defendían y reverenciaban. ¿Quién va a creerles a partir de ahora una palabra? Lo de «a partir de ahora» es sólo un decir, no me tomen por tan tonto.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 18 de septiembre de 2011

LA ZONA FANTASMA. 11 de septiembre de 2011. ‘Hasta que se agoten las lágrimas’

La reciente visión de la serie televisiva Carlos, de Olivier Assayas, sobre el terrorista que se apodó con ese nombre y cometió numerosos atentados y crímenes entre los años setenta y su tardía detención en 1994, me ha provocado tal sensación de extrañeza o «ajenidad» que, una de dos: o mi memoria flaquea, y he olvidado cómo era el mundo en mi juventud, o la velocidad con que cada presente actual desplaza al inmediatamente anterior se ha hecho tan vertiginosa que todo, hasta lo más cercano, se convierte al instante no ya en antiguo, sino en remoto. Seguramente es una mezcla de las dos cosas. Lo cierto es que en diciembre de 1975 yo tenía veinticuatro años, no era ningún niño. En esa fecha, el terrorista Carlos dio uno de sus golpes más audaces, y, visto en la película de Assayas (bien documentada al parecer), su ejecución o escenificación resulta completamente inverosímil desde el punto de vista de hoy, en efecto «ajena» a nuestro mundo: Carlos, disfrazado de guerrillero (con una boina a lo Che Guevara, para dar más pistas), se dirige, junto con cinco compinches muy malcarados y también sospechosamente ataviados, al edificio vienés en que se está celebrando una cumbre de la OPEP, Organización de Países Exportadores de Petróleo. Entran, le preguntan a una recepcionista si aún están reunidos los miembros de la conferencia, la mujer les responde que sí, que están «arriba»; sin más ni más, el ominoso grupo sube las escaleras portando varias bolsas, de las que sacan armas y granadas, en un pasillo, con toda tranquilidad. A continuación irrumpen en la sala, se cargan a algún escolta -o similar-, secuestran a los delegados de la OPEP, se hacen fuertes allí y empiezan con sus exigencias. Sólo más tarde hay un tiroteo entre ellos y las fuerzas del orden, que tratan de entrar por las bravas y sin mucha preocupación por la suerte de los rehenes.

En una época hipervigilada e hipercontrolada como la actual, la escena parece marciana. Y no es que aquel fuera el primer golpe de aquellos años: ya había frecuentes secuestros de aviones y barcos, y se había producido la matanza de los atletas israelíes en Múnich, en 1972. Es de suponer -la verdad es que aquí mi memoria falla, o ha borrado, o me engaña- que el mundo no estaba dispuesto a ceder a los terroristas más espacio del que ocupaban, ni a brindarles el triunfo de vivir en permanente estado de pavor. Quizá prefería correr riesgos antes que renunciar enteramente a su espontaneidad y a su libertad, o, por así decir, a la normalidad.

Esto cambió radicalmente hace hoy diez años, con los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Hemos aceptado y nos hemos acostumbrado a convivir con el miedo, a llevarlo incorporado cada vez que viajamos, no sólo en avión, sino en tren -desde los atentados madrileños de 2004-, autobús o metro -desde los londinenses posteriores-; es decir, en todo momento. Nuestra seguridad es y será siempre relativa, pues es muy difícil parar a quien está resuelto a matar y no le importa perder la vida en su acción. Nuestro miedo, en cambio, es absoluto. Nuestra libertad y nuestra privacidad, infinitamente menores.

Diez años es poco y mucho. Nadie olvidará lo sucedido en Nueva York y Washington en 2001, ni lo acaecido en Madrid y Londres algún tiempo después. Pero nadie puede pensar en ello continuamente, eso tampoco. Excepto, quizá, los familiares y allegados de los muertos, marcados para siempre, asimismo «muertos» por su desgracia. ¿Continuamente? No sé. Sí en un día como hoy, desde luego, cuando se conmemora oficialmente a las víctimas, y «oficialmente» quiere decir con artificialidad y no excesiva sinceridad, como quien cumple con un deber de calendario. En 1658, el médico inglés Sir Thomas Browne, a quien traduje al español, escribió lo siguiente (y sé que he citado estas frases muchas veces, pero es que acuden a mi mente a menudo): «Apenas recordamos nuestras dichas, y los golpes más agudos de la pena nos dejan tan sólo punzadas efímeras. El sentido no tolera las extremidades, y los pesares nos destruyen o se destruyen. Llorar hasta volverse piedra es fábula: las aflicciones producen callosidades, las desgracias son resbaladizas, o caen como la nieve sobre nosotros; lo cual, sin embargo, no es un infeliz entumecimiento. Ignorar los males venideros, y olvidar los males pasados, es una misericordiosa disposición de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros escasos y malvados días; y, al no recaer nuestros liberados sentidos en hirientes remembranzas, nuestras penas no se mantienen en carne viva por el filo de las repeticiones».

En los más de tres siglos y medio transcurridos desde estas palabras, no creo que su verdad haya cambiado, pero nos afanamos por desmentirla. Artificialmente y con no mucha sinceridad, como una obligación, o la expiación de una culpa. Las víctimas de cualquier atentado merecen nuestra compasión y merecen ser recordadas, mientras las recordemos efectivamente y de veras, sin forzarnos a ello. Pero es cierto que toda pena se aleja, que hasta las más terribles tragedias se hacen remotas y «no se mantienen en carne viva». Cada vez, sin embargo, somos menos capaces de aceptar la «misericordiosa disposición»; de pensar y decirnos: «Tuvieron muy mala suerte, como tantos otros desde la noche de los tiempos, de la que nada sabemos. Sí, fueron asesinados cruel y cobardemente, como tantos otros a lo largo de la historia, que jamás se detiene ni espera, y se suplanta a sí misma sin pausa. Llorémoslos, sí, hasta que se agoten las lágrimas, o nuestras vidas. Pero ya no después».

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 11 de septiembre de 2011

MIRA QUE TE LO TENGO DICHO: ‘Javier Marías’

Los artículos de Javier Marías tienen, entre otras muchas virtudes, la virtud de la enumeración, de la clasificación de los hechos y de la búsqueda y el contraste de los datos. En ese sentido, y en otros, son artículos estrictamente periodísticos, a los que, por supuesto, les añade el autor de Negra espalda del tiempo la pimienta abundante de sus propias opiniones. Su último artículo en El País Semanal, publicado el domingo 4 de septiembre, trata de la visita del Papa a Madrid con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Es una descripción del ambiente que ese momento eclesiástico creó en la tórrida capital de España, y es una demostración de las capacidades narrativas del escritor que fue vecino (ahora el Ayuntamiento está en otra parte, para su fortuna) del muy concurrido despacho de Alberto Ruiz-Gallardón. En algún momento de su artículo, que ha generado regocijo en los que opinan (opinamos) como él y rechazo en los que no están de acuerdo con sus juicios, Marías desliza esta frase, a partir de otras evidencias que dejó atrás el paso de Benedicto XVI y sus seguidores católicos: «Pero qué truculenta despedida la de Zapatero: calzándole los escarpines rojos a ese Papa ´fashion victim`, convirtiendo la capital del país que gobierna en el escenario más reminiscente de la vida bajo el franquismo que yo haya contemplado desde que Franco murió. La misma sensación de agobio y de no tener escapatoria, de claustrofobia, de cautiverio». Exactamente eso fue lo que pasó. Sin duda, otros tendrán (y la han expresado en sus múltiples órganos de expresión multitudinaria) ideas distintas de la mancha blanca (o amarilla) que quedó aquí tras las jornadas que presidió el Papa, pero lo cierto es que esa abundancia de beatitud y de arrobo era una secuela de esa España católica a machamartillo que llenaba nuestras plazas y nuestras iglesias en los años más oscuros de la dictadura, cuando era obligatorio arrodillarse ante el paso del Santísimo cuando éste era acompañado por las notas marciales de nuestro himno nacional. La descripción de Marías incluye a Zapatero calzándole los escarpines al Papa. Aparte de la metáfora, que tiene que ver con ese momento concreto de las jornadas de la JMJ, lo cierto es que la política española sigue mezclando en exceso a la Iglesia católica en sus celebraciones, y esa mezcla es verdaderamente atosigante en algunas comunidades autónomas, como la mía en Canarias, donde no hay una procesión donde no aparezcan, sin tener por qué, obligados sin duda alguna por el qué dirán, políticos y cargos públicos de todo signo, que se hacen la señal de la cruz para ganar votos de los que, en caso contrario, dirían que son peligrosos rojos que ni se santiguan. Respeto para la Iglesia, cómo no, pero respeto también para los que no queremos que la Iglesia siga teniendo, en la vida civil, el poder que mantiene, para dibujar conciencias, para crear culpas. Ah, y no se pierdan, en el artículo de Marías el capítulo de las excomuniones. El artículo se titula, precisamente, “Excomuniones de quita y pon”.

JUAN CRUZ

El País, 9 de septiembre de 2011

Fe
por David Trueba

LA ZONA FANTASMA. 4 de septiembre de 2011. ‘Excomuniones de quita y pon’

España tiene cuatro millones de parados, un 20% de la población. Las perspectivas son malas y el desempleo entre los jóvenes alcanza el 45%. No hay un euro para nada salvo para las fiestas de cada localidad -ninguna las cancela nunca, para la diversión municipal e idiota no hay crisis-. La gente sale cada vez menos en verano: una semana, diez días, quince a lo sumo. Agosto es ya un mes normal en las grandes ciudades. Éstas no se quedan vacías jamás y la mayoría de sus comercios permanecen abiertos, por necesidad. Los que disponen de vacaciones pero no de dinero para marcharse intentan hacer lo que no pueden el resto del año: dormir más, descansar, pasear, llevar un ritmo sosegado, recuperar fuerzas. A sabiendas de todo esto, al Gobierno de la nación y al Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid no se les ha ocurrido otra cosa que paralizar, bloquear y dividir la capital del Estado durante ocho días seguidos -ocho- para entregársela sin restricciones al Papa y a la Iglesia Católica, en detrimento de los pobres madrileños, que, una de dos: o se convertían rápidamente y se sumaban a las hordas de «peregrinos», o se veían encarcelados en sus domicilios y asediados desde el exterior. Durante ocho días -ocho- es como si hubiéramos padecido dos Muros de Berlín que nos confinaban a una pequeña porción de nuestra ciudad, casi a un barrio. Resultaba imposible cruzar la Castellana a menos que uno diera un monstruoso rodeo a pie bajo temperaturas tórridas; otro tanto sucedía, en perpendicular, con la Gran Vía y Alcalá. Las dos arterias principales, vedadas al tráfico; las líneas de autobús, imbécilmente suprimidas o desviadas cuando más se las necesitaba, dado que habían llegado de golpe «un millón de peregrinos», según los organizadores de las Jornadas Mundiales de la Juventud papal, quienes han invadido y tomado Madrid. En el metro, por tanto, no podía ni entrarse: los que se aventuraban salían planchados como Tom y Jerry o sucumbían a lipotimias.

El espectáculo ha sido dantesco y de un primitivismo descorazonador: las jóvenes huestes uniformadas (unas parecían de Falange, otras boy-scouts) deambulando sin sentido, en riadas, gritando y cantando antiguallas sin cesar (muy cívicas no han sido, sin ningún respeto por el trabajo o el descanso de los habitantes), esperando a vislumbrar a Ratzinger para luego exclamar cosas propias de tarados mentales («¡Lo he visto un segundo, ha sido superemocionante y superimpresionante!»), tratando de parecer alegres y resultando irremediablemente tristes. ¿Qué tiene la Iglesia Católica para conseguir la sordidez incluso allí donde la media de edad es de veintidós años y el motivo -se supone- uno de júbilo para ella? No sé, quizá lo aclaraba una participante al referirse a la «juerga» de la noche anterior: «Ay, nos quedamos hasta las dos de la madrugada, en una macrofiesta de vida consagrada» (sic). Sea esto último lo que sea, como gran jolgorio no sonaba muy prometedor.

La Iglesia española no ha tenido bastante este año con su abuso de Semana Santa. En Madrid ha celebrado una segunda, multiplicada por cien. En pleno agosto todo ha sido ocupado por procesiones, hemos vuelto a ver desfilar a sus deprimentes y falleras efigies (que para muchos no son más que tótems), nos han breado a misas y alocuciones, nos han llenado el Retiro de confesonarios grotescos -como si no hubiera bastantes templos vacíos-, las calles de feligreses chillones. TVE, que se debe a todos, ha estado monopolizada y ha retransmitido cada pasito del Sumo Hechicero de una tribu, como si no hubiera más en el mundo y sólo católicos practicantes en el país. De los beatos Gallardón y Aguirre, de los beatos todos del PP, no otra cosa se podía esperar. Pero qué truculenta despedida la de Zapatero: calzándole los escarpines rojos a ese Papa fashion-victim, convirtiendo la capital del país que gobierna en el escenario más reminiscente de la vida bajo el franquismo que yo haya contemplado desde que Franco murió. La misma sensación de agobio y de no tener escapatoria, de claustrofobia, de cautiverio. En Madrid, durante ocho días, nadie pudo trabajar, ni desplazarse, ni comprar, ni descansar, ni pasear, ni respirar. Claro que ha habido pérdidas, y no sólo económicas: de salud democrática y de salud mental. Parecía 1961, no 2011. Y qué decir de los obispos españoles: Rouco, con su rouca faz; Martínez Camino, con su retorcido colmillo; Braulio Rodríguez, con su peculiar idea de lo que son «paletos». Además de eso, han llamado «parásitos» a quienes se oponían al boato de esta visita papal, esa palabra, «parásitos», que precisamente ellos nunca deberían pronunciar. Han hablado de «acoso» a la Iglesia… mientras se adueñaban de una capital a cuyos ciudadanos acosaban ellos sin contemplaciones. Y Ratzinger ha cargado contra quienes, «creyéndose dioses, desean decidir qué es o no verdad, lo que es bueno o malo, justo o injusto»… cuando no otra cosa lleva dos mil años haciendo la institución que él preside, con la agravante de imponérselo a los demás.

Con todo, el cinismo, la frivolidad y el mercantilismo de la Iglesia han hallado su más nítida expresión en este detalle: según ella, hay pecados tan horribles que acarrean la excomunión, en este mundo no hay posible perdón para ellos… salvo si se confiesan ustedes en Madrid en estos días de agosto, que el Papa necesita masas y hay que atraerlas como sea. Entonces sí les levantaremos la excomunión. Bueno. Es asunto de la Iglesia, claro está, pero no me digan que no es esto lo mismo que lo que en publicidad se llama una «superoferta» o un «ofertón».

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 4 de septiembre de 2011

‘El escritor aislado’

  Creo que la mayoría de los escritores tendemos a sentirnos aislados y además deseamos estarlo, sobre todo a partir de cierta edad. Quizá no sea así al principio -y para los que empiezan jóvenes-. En años tempranos se produce la ilusión de pertenecer a un nuevo grupo o generación, supuestamente renovadores. A menudo se desprecia a los autores que nos precedieron justo antes, principalmente a los del propio país o a los de la propia lengua. Se los juzga equivocados, desfasados, antiguos, no se tiene ninguna conmiseración por ellos y hay prisa por jubilarlos. De manera a veces injusta, se les niega toda valía y se los considera un tropiezo en la historia de la literatura, destinado a pasar pronto al olvido. Esos jóvenes saltan por encima de sus padres literarios y con frecuencia «recuperan» a sus abuelos, a los que ya ven débiles, poco amenazantes y en retirada. Pero esta sensación de compañía y combate, de formar parte de un grupo «innovador», no dura mucho. En el momento en que un escritor deja de mirar a su alrededor, deja de preocuparse por el «estado» o el «futuro de la literatura» en su país o en su lengua -descubre que eso es lo que menos le importa y que además no es responsabilidad suya-, y se dedica a lo que le toca dedicarse, es decir, a escribir su obra como si no hubiera ninguna otra en el mundo, en ese momento comienza a sentirse aislado. En parte por su propia voluntad, en parte porque no le queda más remedio si quiere sacar adelante sus escritos.

 No se trata sólo, claro está, de la famosa -y cierta- soledad en que lleva a cabo su tarea, sobre la cual mucho se ha escrito y que no tiene mayor transcendencia: es la forma de pasar sus días que el novelista elige -el novelista más que el poeta, el dramaturgo o incluso el ensayista-, como otros individuos eligen o se ven obligados a pasarlos en una oficina o en una fábrica, en permanente acompañamiento. Se trata, más que nada, de la necesidad que siente de ser casi único, de no verse ya nunca más como mero miembro intercambiable de una generación o grupo, ni siquiera como «hijo de su tiempo». Nada molesta tanto al verdadero escritor como los críticos, los profesores y los periodistas culturales, que se empeñan en ponerle etiquetas y encuadrarlo, en establecer relaciones entre su obra y la de sus contemporáneos, en adscribirlo a tendencias a las que presuntamente pertenece, o a movimientos, o a modas, en calificarlo de «novelista realista» o «histórico» o de «autor literario» -esa gran estupidez y redundancia que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestra estúpida época-, o de cultivador de la «autoficción» -otra de las majaderías hoy reinantes-, o de «escritor postmoderno» -nunca he sabido lo que significaba ese adjetivo, que por suerte ya va cayendo en desuso-. También le revienta, al verdadero escritor, que se le busque y adjudique un «lugar» en la tradición de su país o de su lengua, que se lo «entronque» con esa tradición o con los viejos maestros. El escritor sabe que el país en que nació y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podría haber existido en italiano o inglés, Lampedusa en español o alemán, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en francés o portugués: sabe que la lengua no es más que un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso sólo en los autores «ornamentales», aquellos que en español, por ejemplo, parecen querer oír «¡Olé!» tras cada frase castiza, primorosa o garbosa. De poco le sirve al escritor compartir el idioma con Shakespeare o Dante, Montaigne o Hölderlin, Conrad o Nabokov o Wittgenstein. Menos aún cuando recuerda que los tres últimos cambiaron de lengua en algún momento de sus vidas y eligieron en cuál deseaban expresarse.

 Al escritor le fastidia todo esto, y es conveniente que le fastidie. Porque sólo si trabaja en la falsa creencia de que su libro es el único libro existente en el mundo, logrará sacarlo adelante y completarlo. Si levanta la cabeza de la máquina o del ordenador -yo escribo aún a máquina-, si mira hacia el pasado o hacia el futuro y ve su trabajo reducido a un nombre más en una inacabable lista; o si mira hacia el presente y se distrae preguntándose cómo les va a sus colegas, qué estarán haciendo y qué han conseguido y cuánta originalidad o profundidad hay en ellos; o si piensa en sus predecesores y no digamos si se deja aplastar por cuanto de maravilloso se ha escrito antes y seguramente se escribirá después de su vacilante paso por la tierra, entonces está perdido. Por eso el escritor precisa aislarse, mientras escribe. No hace falta decir que sólo entonces. En realidad sabe bien que su creencia, como acabo de decir, es falsa y además pasajera. Sabe que su obra, una vez que salga de su habitación y se exponga a otros ojos y sea publicada, se confundirá con centenares de millares de otras obras, y la verá como una gota en el océano que, como todas las demás, pedirá ser atendida. Tendrá la sensación de que, si algo es, es superflua.

 Al escritor actual, además, no le cabe ya la posibilidad o consuelo de pensar en la posteridad, de refugiarse en lo venidero lejano, de confiar en que el tiempo haga su labor de selección misteriosa y lo señale un día en el que él ya no estará presente. Pensar en la posteridad siempre fue un poco ridículo y un bastante patético. Hoy en día es grotesco, cuando la duración de las cosas se va reduciendo siempre más y más -y a velocidad de vértigo-; cuando la aparición de una película, una música, un libro, los convierte ya en «cosa pasada»; cuando da la impresión de que sólo existe lo que aún no existe y se anuncia, y de que la mera existencia de algo -la película que ya puede verse, la música que ya puede oírse, el libro que ya puede leerse- dictamina su caducidad, lo hace «pretérito». Esto ya está visto, oído, leído, venga ahora algo nuevo, es decir, que debamos aguardar todavía. Es como si la idea de perdurabilidad perteneciera ya sólo a otras épocas, y dicha perdurabilidad, por tanto, estuviera nada más al alcance de aquellos que ya la lograron -Shakespeare, Montaigne, Cervantes, incluso Conrad y Nabokov- en los tiempos en que tal idea tenía cabida o era posible. Como si ya no fuera alcanzable para ninguno de los que estamos vivos. Pensar hoy que se nos recordará está reñido con el hoy que vemos, en el que todo resulta «viejo» por el simple hecho de haber nacido. Es incompatible con cuanto nos rodea; es, en efecto, grotesco, y el escritor actual se siente por ello aún más aislado y fugitivo. «En realidad sólo existo mientras escribo», piensa. «Es decir, mientras nadie me ve y mientras nadie conoce lo que estoy haciendo. Paradójicamente, existo sólo mientras mi tarea y yo estamos ocultos, cuando para el mundo aún no somos. Dejaremos de existir, en cambio, y nos confundiremos con la turbamulta impaciente y veloz que todo lo engulle y digiere y expulsa, en cuanto aparezcamos». «Publication is the auction of the mind of man”, escribió Emily Dickinson, y es una cita a la que recurro a menudo: «La publicación es la subasta de la mente del hombre», o «de la mente humana», como se prefiera. Es el infame contacto con lo exterior, con la muchedumbre, con los millones de páginas parecidas a las nuestras, animadas por semejante impulso. Es la obligación de vernos enmarcados en la tradición, sea la de nuestro país, la de nuestra lengua o la de la historia entera de la literatura (como nota a pie de página, probablemente). Es la evidencia de que, lejos de ser únicos, tenemos mucho que ver con nuestros predecesores y con nuestros contemporáneos: de que los primeros, a los que tal vez ni siquiera hemos leído, hicieron lo mismo que nosotros mucho antes; y de que los segundos, sin conocernos ni saber de nuestra existencia, escriben cosas enojosamente conectadas con las nuestras. Es el doloroso momento de aceptar que hay un Zeitgeist, y de que estamos involuntaria e inconscientemente a su servicio.

 De vez en cuando hay un recordatorio aún mayor de que somos un nombre más que se añade a otros muchos, de que formamos parte de una lista. Esta ocasión es uno de esos recordatorios, aunque se revista de la forma más agradable posible. Creo que, entre los premios que he recibido (la mayoría extranjeros, rara vez españoles), nunca había sido honrado con uno tan antiguo como este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, que comenzó a otorgarse, según he visto en su lista, en 1965. En ella encuentra uno nombres, por tanto, que no sólo admiró desde muy joven -cuando sólo era lector, y ni siquiera escritor oculto-, sino que le parece que estuvieron a tiempo de alcanzar la posteridad, puesto que su época admitía aún ese concepto: nombres como el del gran poeta Auden y el dramaturgo Ionesco, el magnífico Italo Calvino y Simone de Beauvoir, Dürrenmatt y Manganelli. Figuras que uno vio como extraterrestres, en algún caso desde la infancia, y con las que estuvo seguro de no tener nada que ver, inalcanzables, por la distancia de edad y por la distancia artística. Luego ve otros nombres admirables, pero de escritores aún vivos o recién muertos y pertenecientes, en consecuencia, a los tiempos confusos, desmemoriados y raudos en que nos movemos: Kundera y Rushdie, Esterházy y Lobo Antunes, Eco y Semprún, Barnes y Enquist y Magris. A alguno de ellos lo he conocido brevemente, incluso, pero -cómo decirlo- para mí siempre han sido «ellos», «los otros», aquellos a quienes leía y de quienes me sentía separado. De modo que al recibir este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, no puedo evitar experimentar una gran perplejidad (a la vez que agradecimiento) al ver mi nombre añadido a una lista que me hace ser menos yo y existir menos. O tal vez me haga existir un poco más, quién sabe, cuando, como ahora, no estoy encerrado en mi habitación, o a escondidas, tecleando en mi vieja y anacrónica máquina (o «jugando en casa, como un niño, con papel», como dijo Stevenson), y en modo alguno puedo creer que mis libros estén aislados. Cuando con benevolencia y claridad se me muestra, por el contrario, que, me guste o no, forman parte de una muy larga y noble cadena llamada literatura europea. Muchas gracias.

JAVIER MARÍAS

El País, Babelia, 3 de septiembre de 2011

[Javier Marías recibió el pasado mes de julio en Salzburgo el Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco . Este es el discurso que pronunció en la entrega del galardón.]