LA ZONA FANTASMA. 31 de julio de 2011. ‘Quién será el enemigo’

Siempre ha habido un gran atractivo en la derrota de los poderosos y en la resistencia a la autoridad, sobre todo entre los jóvenes y los aduladores de jóvenes, sobre todo cuando la autoridad y los poderosos han sido manifiestamente opresores e injustos. Cuánto habríamos celebrado, durante el franquismo, que una parte de la población, o un grupo de vecinos, se hubieran opuesto a una detención arbitraria -lo eran un elevadísimo número de ellas- hasta el punto de impedirle a la policía llevarla a cabo. Nos habríamos sentido exultantes y poco menos que héroes, y, en efecto, la hazaña habría rozado la heroicidad, porque las consecuencias de semejante rebelión habrían sido graves para cuantos hubiéramos participado en ella. Sin duda nos habrían detenido con posterioridad, habríamos sido juzgados severamente y nos habrían caído penas de larga cárcel. Tras cumplirlas, es muy probable que hubiéramos sido objeto de represalias, hubiéramos tenido dificultades para encontrar trabajo; por supuesto habríamos quedado fichados y con antecedentes penales que nos habrían valido, entre otras cosas, la pérdida del pasaporte. En comisaría o en la antigua Dirección General de Seguridad nos habrían dado una tunda de palos o tal vez nos habrían torturado. Pero lo más seguro es que esos palos nos los hubiéramos llevado ya in situ, durante la revuelta o rebelión, si es que no algo peor. La policía de una dictadura -como los grises de entonces- no se suele andar con prudencia ni miramientos. Ante una especie de motín popular que obstaculice una detención, no vacila en cargar contra los amotinados -a caballo y con porras largas, tantas veces en las manifestaciones estudiantiles contra el franquismo-, y bastante poco en disparar. ¿Cuánta gente murió a lo largo de aquellos treinta y seis años porque un gris o un guardia civil «se vio obligado a efectuar tiros al aire», según la fórmula monótonamente repetida por la prensa esbirra de entonces, siempre con tan mala suerte que «en el aire» flotaban los supuestos delincuentes o «individuos subversivos»?

Ese es el problema: que, precisamente porque se sabía que la autoridad era opresora e injusta, y a menudo despiadada -también lo eran las leyes-, nadie se atrevía a intentar frustrar una detención. Más bien se confiaba en no acabar igualmente en el furgón policial. Si uno se libraba, podía seguir haciendo algo en la clandestinidad. Lo que está sucediendo ahora tiene poco que ver. En un régimen democrático se presupone que la policía no actúa como la de una dictadura: que, lejos de perseguir a los ciudadanos, los protege; que no practica arrestos arbitrarios o injustificados y desde luego no se lleva a nadie por sus ideas o sus opiniones. Sin embargo, se está poniendo de moda ver a esa policía como «enemiga» en todas las ocasiones y como «opresora» en sí misma, cuando -de nuevo- se presupone que no lo es, sino que está sujeta a regulaciones democráticas -es decir, sancionadas por el conjunto de la sociedad- y además ha de responder de sus excesos, sus abusos o su posible desproporción: no son escasos los guardias que se han sentado en el banquillo y han acabado destituidos o en prisión. A diferencia de la dictatorial, la policía democrática no es impune y ha de rendir cuentas, como el resto de la ciudadanía, si comete un delito o un atropello.

La moda en cuestión ha llevado a que en varias oportunidades, en la región de Madrid -un par de veces en el barrio de Lavapiés, una en el de Carabanchel, otra en Getafe-, la policía haya sido acorralada, increpada, intimidada y ahuyentada por grupos de vecinos -quizá con el apoyo de algunas fracciones del llamado «Movimiento 15-M»- y haya debido retirarse y desistir de una detención. Una cosa es que se impida el desahucio de una pobre familia -las más de las veces injusto y cruel, por muy amparado que esté por la ley- y otra propiciar la libertad y fuga de un delincuente, como al parecer han logrado ya esos vecinos amotinados. Claro que, pese a las presuposiciones antes mencionadas, la policía democrática puede cometer injusticias, abusar y avasallar. Pero hay que partir de la idea de que se tratará de excepciones -porque si no estaríamos ante una policía propia de una dictadura- y de que, llegado el caso, pagará por ello. Resulta muy bonito -quién lo niega- impedir que se enchirone a un pobre inmigrante ilegal que sólo intenta buscarse la vida en medio de su desdicha. Pero no es tan bonito -si se generaliza la noción de que la autoridad es el enemigo siempre- que muchedumbres abertzales hagan imposible la detención de un etarra que haya cometido atentados; que quienes en Galicia o Andalucía se benefician directa o indirectamente de las mafias de la droga obstaculicen el arresto de un narco o un sicario con delitos de sangre; que los vecinos de un pueblo se opongan a que se lleven a «uno de los suyos» porque haya vapuleado a su mujer; que los militantes valencianos de tal partido se nieguen a que sean juzgados sus políticos corruptos a los que han votado masivamente; que los barrios madrileños se alcen contra la encarcelación de un delincuente o un asesino, sólo porque es la policía la que va contra ellos. No ha alarmado esta moda apenas, o incluso se la ha aplaudido acrítica y demagógicamente como si se tratara de escenificaciones de Fuenteovejuna. Contra una dictadura o una tiranía es así. Contra una democracia -por mucho que se la tilde de «sólo formal», y desde luego sea mejorable-, esa moda puede acabar conduciendo al reinado de la impunidad para los corruptos, criminales y asesinos, y a la desprotección absoluta de la sociedad.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 31 de julio de 2011

[La zona fantasma de Javier Marías regresará en septiembre]

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«Los enamoramientos» y el diccionario de Covarrubias

Banquete para lectores refinados

[…]

He querido ponderar por medio de dos características la importancia que tiene esta obra cuyo centenario conmemoramos. Querría añadir que su lectura no solo es manjar reservado al gusto de los filólogos, sino un banquete para lectores refinados, como Luisa Alday, personaje de la última novela de Javier Marías, Los enamoramientos, que acude a ese «voluminoso libro verde» que es el diccionario de Covarrubias, para introducir a la envidia en el relato, en tanto que, según el lexicógrafo, se trata del veneno que «suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos».

[…]

JOSÉ MANUEL BLECUA

El País, Babelia, 30 de julio de 2011

Javier Marías recibe el Premio de Literatura Europea como autor de una obra que «expande la conciencia»

La burgomaestre de Salzburgo, Gabi Burgstaller; Javier Marías; Ángeles González-Sinde y la ministra austríaca de Cultura, Claudia Schmied

Vídeo

El escritor Javier Marías recibió hoy en Salzburgo el Premio austríaco de Literatura Europea al conjunto de una obra que «expande la conciencia de lector», con un discurso irónico y brillante sobre el poder de la ficción y la soledad buscada del artista.

Ante un nutrido auditorio presidido por la ministra de Cultura de Austria, Claudia Schmied, y su par española, Angeles González-Sinde, Marías agradeció que, con el premio, su nombre se agregue al de otros ilustres ganadores a los que admira, como el poeta Wystan Hugh Auden, el novelista Italo Calvino y el dramaturgo Eugene Ionesco.

Diploma del premio

La obra de Marías (Madrid, 1951), fue calificada de «maestra», capaz de «expandir la conciencia del lector» y dotada de una prosa «digna de ser leída en voz alta, como un poema», según el encargado del discurso de encomio, Alexis Grohmann.

La ministra austríaca le agradeció haber «poblado con algunos personajes memorables el continente literario europeo, como Teresa Aguilera, de Corazón tan blanco; Peter Wheeler, de Tu rostro mañana, y Cromer-Blake, de Todas las almas«.

Y González-Sinde arrancó las risas de los asistentes al recordar «la rara oportunidad» que como ministra tenía para hablar de Marías, ya que éste no aceptaba premios estatales españoles.

La responsable española le transmitió «el orgullo y la admiración sincera de millones de españoles que le siguen y le quieren», y le agradeció «por contribuir de forma tan significativa a construir la europa contemporánea basada en la cultura».

En su intervención, el escritor comenzó por ironizar sobre la pretensión de los escritores jóvenes por ser «casi únicos, más que un miembro intercambiable de una generación» para finalmente acabar reconociendo que «lejos de ser únicos, tenemos mucho en común con nuestros predecesores y con nuestros contemporáneos».

«Nada irrita más a un escritor que aquellos críticos, profesores y comentaristas culturales que insisten en etiquetarlo o contextualizar lo que hace o en establecer vínculos entre su obra y la de otros contemporáneos», afirmó.

«En describirle como realista, histórico, o escritor literario, esa tautología absurda que se ha convertido tan popular en nuestro estúpido tiempo. O como escritor posmoderno, algo que nunca he sabido qué significa aunque, por fortuna, está cayendo en desuso», dijo.

El autor de Los enamoramientos reflexionó sobre la soledad que el escritor necesita, en parte elegida y en parte porque carece de alternativa, para acabar un libro que cuando haya finalizado será «una gota en el océano».

También sostuvo que «el escritor sabe que el país en el que ha nacido y la lengua en la que escribe, aunque importante, es sólo secundaria. Incluso hasta un punto accidental».

Y con sarcasmo agregó que «la lengua es un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo (…) No es un factor determinante, quizá sólo para algunos escritores ornamentales que, por ejemplo, en español, parecen esperar que los lectores griten ‘olé’ después de cada frase explícitamente elegante».

El también académico de la RAE trató sobre el tiempo actual, en el que la inmediatez se imponen hasta el punto de que «todo es viejo en el momento en el que nace».

«Siempre hubo algo ligeramente ridículo y patético en la idea de posterioridad. Ahora parece directamente grotesco dado que la vida de las cosas es incluso más corta», afirmó al reflexionar sobre la tarea de escribir en un mundo en cambio permanente.

«Es como si la idea de durabilidad perteneciera a otra edad» y sólo estuviera en poder de gigantes de la literatura como Shakespeare, Montaigne, Cervantes y Conrand, concluyó.

Javier Marías se ha convertido en el segundo escritor español, después de Jorge Semprún, en obtener este premio, dotado con 25.000 euros (36.000 dólares), que se lleva entregando desde 1965 y que han recibido también Vaclav Havel, António Lobo Antunes y Umberto Eco, entre otros.

LUIS LIDÓN

Efe, 30 de julio de 2011

La Nueva España

Foto. APA

Staatspreis für Europäische Literatur an Javier Marías

Die 25.000 Euro dotierte, österreichische Auszeichnung geht heuer an den spanischen Autor Javier Marías. Die Verleihung fand am Samstag durch Kulturministerin Claudia Schmied in Salzburg statt.

Der Österreichische Staatspreis für Europäische Literatur 2011 ist Samstagnachmittag an den spanischen Autor Javier Marías vergeben worden. Der 60-jährige Marías wurde für sein literarisches Gesamtwerk ausgezeichnet, der Staatspreis ist mit 25.000 Euro dotiert.

Ceremonia de entrega del premio

Die fünfköpfige Jury, unter ihr die Literaturkritikerin Sigrid Löffler und der Präsident des Österreichischen Verlegerverbandes Benedikt Föger, begründete ihre Entscheidung für den Spanier so: «Marías’ erzählerisches Werk ist von wahrhaft europäischer Dimension, in dem sich die Reflexion über die abgründige Menschennatur mit dem Nachdenken über Moral, Geschichte und Politik verbindet.»

In seiner Laudatio sagte Alexis Grohmann, Professor für spanische Literatur an der Universität Edinburgh, wie keinem anderen spanischen Autor komme Javier Marías das Verdienst zu, die spanische Sprache substanziell erneuert zu haben. «Selten bekommt man Texte zu lesen, in denen sich intellektuelle Brillanz und sprachlicher Stil so organisch miteinander verbinden.»

Bei der Preisverleihung im Europasaal in der Edmundsburg der Universität Salzburg sagte Kulturministerin Claudia Schmied in Anwesenheit der spanischen Kulturministerin Angeles Gonzales-Sinde Reig, Marías sei ein Autor, der aus dem Zentrum Europas schreibe. «Seine Bücher sind auf europäisch geschrieben und werden weltweit verlegt und gelesen.»

Tatsächlich sind die elf Romane, zwei Geschichten-Sammlungen, 17 Sammlungen von Essays, unzählige Zeitungsartikel und Biografien in 40 Sprachen übersetzt. Zudem hat sich Marías, der in Oxford spanische Literatur lehrt, einen Namen gemacht als Übersetzer der Werke von Robert Louis Stevenson, Laurence Sterne, Thomas Hardy oder William Butler Yates. Marías gilt als einer der vielfach favorisierten Nobelpreis-Kandidaten.

Der Österreichische Staatspreis für Europäische Literatur wird seit 1965 vergeben. Ausgezeichnet wurden unter anderen Autoren wie Vaclav Havel, Harold Pinter, Italo Calvino, Pavel Kohout, Simone de Beauvoir, Friedrich Dürrenmatt, Stanislaw Lem, Milan Kundera, Marguerite Duras, Salman Rushdie, Peter Esterhazy, António Lobo Antunes, Umberto Eco, Claudio Margris und im Vorjahr Paul Nizon.

Kleine Zeitung, 30 juli 2011

Die Presse
APA-OTS
Salzburg.at
ORF.at

Fotos de la ceremonia de entrega del premio
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Javier Marías: la eficaz recreación de la burguesía

Vídeo en ORF TV

El escritor español Javier Marías recibe hoy en Salzburgo el Premio austríaco de Literatura Europea, el segundo galardón extranjero, tras el italiano Nonino, que logra este año un autor que tiene por norma «no aceptar nada de lo que venga del Estado de mi país, menos aún algo que lleve aparejado dinero».

El también académico de la RAE, traductor y articulista nacido en 1951, recibe el premio al conjunto de una obra «de auténtica dimensión europea», según el jurado, y muestra en una entrevista telefónica su «contento y alegría» por recibir semejante distinción de un país de gran tradición literaria.

«Es un premio que se viene dando desde 1965 y que han ganado personas que uno casi ve como míticas, porque están ya lejanas en el tiempo, como el poeta (Wystan Hugh) Auden, Italo Calvino o Simone de Beauvoir. Ídolos de la primerísima juventud», afirma.

Quien es uno de los mejores escritores europeos contemporáneos, en opinión del Nobel de Literatura J.M. Coetzee, y posiblemente el autor español contemporáneo más reconocido internacionalmente, considera que los galardones foráneos son «probablemente más limpios que los españoles o más desprovisto de factores tal vez espurios».

Y aunque precisa que en España nunca ha ganado en sus 40 años como escritor «ni siquiera un premio nacional de narrativa», en caso de obtener alguna distinción de ámbito estatal, no la aceptaría.

Obra “poco española”

«Creo que el Estado no tiene por qué dar nada a un escritor. Dado que ésa es mi norma, si alguna vez se me ofreciera algún premio de los que llamamos estatales u oficiales, pues no lo aceptaría», subraya.

Ante el contraste de los numerosos premios que recibe fuera con los escasos obtenidos en España, afirma: «Es posible que haya simpatías y antipatías que intervienen. Y es posible que dentro de lo que podemos llamar el ‘establishment’ literario español tal vez tenga más antipatías que simpatías y eso haya podido influir».

Dotado de una prosa de inconfundible estilo, envolvente y cargada de resonancias, en sus novelas los personajes principales se mueven en un ambiente cosmopolita y políglota.

Esta circunstancia, recuerda, hizo que en un principio algunos editores extranjeros pusieran algún reparo al considerar su obra «poco española».

«De España se esperaban cosas más folclóricas, dramas rurales o grandes pasiones, navajas por aquí y por allá. Evidentemente esto ha cambiado ya mucho. Luego resulta que la literatura que yo he escrito ha sido bastante apreciada fuera de España, y en ese sentido me alegraría también pensar que he contribuido un poco a la normalización de la percepción que de España o de su literatura se ha tenido en el extranjero», destaca.

Burguesía interesante

«Alguna vez se me ha reprochado incluso que la mayoría de mis personajes son personas cultivadas, que hablan bien. Lo que sí he procurado es dar voz a un tipo de personajes que han existido siempre en España. Una burguesía equiparable a la de cualquier país europeo, más o menos cultivada, más o menos educada, que tiene cosas que decir y que se expresa más o menos bien», indica.

Marías considera que en la tradición literaria española se ha desatendido a «ese tipo de gente que es la mayoría, gente digamos que de nivel medio, relativamente cultivada».

Al autor de Corazón tan blanco, al que aún le sorprende el éxito de sus escritos, no le interesa el Nobel de Literatura, de hecho, responde con una risa cuando se le pregunta.  «Una de las razones por las que creo que no hay ninguna base para pensar en ello es precisamente que en Suecia se me ha traducido poco, comparado con otros países. Se dice más en el mundo anglosajón que en la propia España, que no se dice apenas. Pero vaya, es una cosa que no me preocupa lo más mínimo»

El secreto y las repercusiones de conocer lo que no se debiera, son algunos de los grandes asuntos que recorren sus novelas, valores que cotizan a la baja en la era de las redes sociales en Internet.

Inmediatez

«Todo lo que uno cuenta sobre uno mismo puede ser utilizado en su contra. Y eso es una percepción que quienes vivimos parte de nuestra vida bajo la dictadura de Franco, teníamos muy claro. Teníamos un concepto muy fuerte de que había que ser reservado y que había que tener cuidado con lo que uno contaba y dónde. Hoy parece que eso se ha perdido. No hay una dictadura, pero si hay mecanismos que asemejan mucho a los de una dictadura y que pueden utilizar lo que uno dice de uno mismo en su contra», sostiene.

Para Marías, los tiempos actuales en los que se exige una inmediatez permanente también suponen un problema para encontrar el poso necesario para dar con una voz propia, algo que él consiguió en su «cuarta o quinta novela».

Por ello considera que si empezase a editar ahora, «es posible que no hubiera podido llegar a la tercera o cuarta novela porque no habría habido paciencia para esperar, y quizá a la tercera o la cuarta los editores habrían dicho: mire no le publicamos ya más».

«Las cosas ahora son más rápidas, veloces, impacientes. Quizá se están perdiendo posibles escritores que lo que necesitan es más tiempo», concluye.

El Informador (México), 30 de julio de 2011

Efe

El Mundo

El Nuevo Herald

Javier Marías recibe el premio estatal austriaco de literatura

El escritor se convierte, tras Semprún, en el segundo español con este galardón que han ganado Ionesco y Kundera

El escritor Javier Marías recibirá este sábado 30 de julio el premio estatal austriaco de literatura europea 2011, con lo que se convertirá, tras Jorge Semprún -quien lo obtuvo en 2006-, en el segundo autor español destinatario de este galardón, creado en 1965 y dotado con 25.000 euros.

Marías (Madrid 1951), que recibirá la distinción en Salzsburgo de manos de la ministra de Cultura austriaca, Claudia Schmied, entra a formar parte de un ilustre grupo de galardonados que incluye a Eugène Ionesco (1971), Milan Kundera (1987), Inger Christensen (1994) y A.L. Kennedy (2007).

En palabras del jurado, «será honrado un autor que narra desde el centro de la historia europea del siglo XX y cuyas obras están escritas en europeo».

La dimensión europea del galardón caracteriza muy bien a Marías que ha vivido en Madrid, Venecia, Barcelona, París, Oxford (Reino Unido) y en New Haven, Connecticut, y Wellesley, Massachusetts, (EE UU).

En estas dos últimas ciudades pasó parte de su infancia debido a que su padre, el filosofó Julián Marías, represaliado durante el franquismo, se le prohibió impartir clases en universidades españolas por lo que tuvo que trasladarse con su familia de cuatro hijos al extranjero.

Marías y su familia vivieron en Wellesley, Massachusetts, en la planta inferior de una casa cuyo piso superior habitaba Vladimir Nabokov, uno de los autores favoritos del escritor español.

No fue hasta que publicó a los 40 años Corazón tan blanco (1992), su séptima novela que alcanzó el reconocimiento internacional.

La gran crítica que hizo de la obra en su popular programa televisivo el gran gurú alemán de literatura Marcel Reich-Ranicki hizo que el libro subiera a los primeros puestos entre los superventas en alemán, lo que contribuyó a su conocimiento y reconocimiento como autor y al de su novela no solo en el mundo de habla germana sino también en otros, ha asegurado en diversas ocasiones Marías.

«Mis personajes son intercambiables, no están adscritos a ningún país», suele decir el autor, quien afirma que «en la lengua en la que uno escribe tiene una importancia secundaria, pues se trata solo de un medio para ayudarse a expresarse y ser comprendido».

Marías nunca ha escrito adecuándose al gusto del público y dice estar convencido de que sin la presión de conseguir nuevamente un éxito se trabaja mejor. No intenta escribir novelas «normales», según sus propias palabras, con «presentación, nudo y desenlace», sino que como autor se toma la libertad «de escribir historias que discurren paralelamente porque de esa manera ocurren las cosas en la vida, de forma desordenada. Uno nunca sabe lo que va a suceder».

Los diarios austriacos en la edición del sábado coinciden en destacar la diversidad y productividad de Marías, novelista, autor de libros de relatos, ensayos y literatura infantil, traductor, lector en la universidad de Oxford, editor y articulista. También, miembro de la Real Academia Española desde 2006.

«Quizá justamente ese desbordamiento, esa universalidad es lo que da sentido a este escritor, quien es fiel a su pasión por el fútbol», escribe el diario austriaco Der Standard.

Su última novela, Los enamoramientos, publicada la pasada primavera, ha sido nuevamente un éxito de crítica y lectores en España, a falta de que haya sido traducida aún a otras lenguas.

Aunque entre Los enamoramientos y su anterior obra, Veneno y sombra y adiós (2007), han transcurrido más de cuatro años, no se ha dejado meter prisa por su editorial y tan solo cuando le gustó su última corrección, permitió su publicación, recuerdan los diarios.

«Escribo únicamente sobre temas que me incumben en mi vida. Tengo un interés personal en el tiempo en el que vivo y en temas como la traición, la desconfianza, el secreto y el engaño», que son los que aparecen con frecuencia en su obra.

GLORIA TORRIJOS

El País, 29 de julio de 2011

Der Standard

Javier Marías explicado a los jóvenes

Pocos escritores han sido tan admirados en los últimos  veinte años, dentro y fuera de España, como Javier Marías. Pocos como él han sufrido el desprecio (¿despiste?) de las generaciones más recientes. Le pedimos a Gonzalo Torné, un narrador joven y español una reflexión acerca de esta apa­rente disociación entre los nuevos lectores y el autor de Tu rostro mañana. Esta es su respuesta.


1

Cuesta explicar hoy lo que supuso, para los lectores que entonces teníamos veinte años y éramos jóvenes de verdad, la publicación, con dos cursos de diferencia, de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. No se asiste todos los años (apenas todas las décadas) al espectáculo de ver cómo un escritor despliega la alas ante nues­tros ojos y alcanza todo su potencial. La mezcla de sensaciones (sobre todo si uno aspira a escribir) incluye pasmo, agradecimiento, entusiasmo, y la noble y risible responsa­bilidad de crecer de una vez e intentar intervenir en ese espacio. Que esos libros fuesen tan bien leídos y compra­dos por miles de personas dejaba, además, el agradable sabor de que los buenos también podían ganar.

Lo que, entretanto, se ha aclarado, más allá de los temas y de las técnicas compositivas, es lo que aportaron esas dos novelas a nuestra tradición: Marías emplea una frase larga, rica en cláusulas y aclaraciones, y que por su respi­ración sosegada y claridad arquitectónica, está más cerca de James o Proust que de los borbotones abruptos e inspi­rados de Faulkner que tanto influyeron en escritores asilvestrados como Onetti o Benet. Marías se distingue de todos ellos por el empleo obsesivo y mesurado de partícu­las disyuntivas y adversativas, y de cláusulas especificati­vas. Esta textura sintáctica le permite abrir a partir de cada acontecimiento varias posibilidades que socavan el pacto de literalidad que el lector establece con la voz narrativa cuando esta se limita a enunciarl. No se trata de un narrador inseguro -ni mentiroso, ni idiota, ni canalla- ­sino de uno que nos complica el acceso a los hechos al extraer de cada suceso diversas posibilidades semánticas que van anudándose en una serie de hipotéticas configu­raciones. La «realidad» del relato (el referente imaginado) se atenúa y queda a merced de las diversas versiones (de dicha «realidad») que compiten entre sí, no sólo en virtud de su veracidad sino también por el atractivo de su hechi­zo melódico y su interés narrativo.

No en vano la fragilidad de la narración y la responsabili­dad del narrador, la escucha y el secreto, son los consabidos temas de estos libros: derivan de su inesperada sintaxis.

Otro logro es su peculiar sentido del tiempo que renie­ga de la adecuación a los sucesos (un ritmo, por otro lado, convencional), y que Marías aprendió mientras traducía a Sterne. Sus protagonistas narran a una distancia de los hechos que permite «razonados» cuando todavía no hemos alcanzado una compresión sólida. Estas ralentiza­ciones del tempo narrativo abren dilatados periodos con­templativos, grietas en las que caben comentarios de pelí­culas, recuerdos de infancia, anticipaciones, digresiones filológicas, puyas o humoradas. Quizás lo mejor de la par­ticular temperatura emocional de las novelas de Marías proviene de estas inesperadas yuxtaposiciones.

La textura hipotética y la ralentización del texto le pro­curan a Marías medios y espacio (en los huecos del tempo lento que separa los sucesos) para abordar el mundo con­temporáneo con la amoralidad propia de la mirada nove­lesca. Apoyándose, sin sumisión a la consignas de moda, en escenas y personajes, Marías aborda cuestiones muy poco trabajadas (por novedosas) en la narrativa castellana: el divorcio, el adulterio, la narratividad del matrimonio, la sentimentalidad de los anuncios de contactos y las relacio­nes esporádicas, o las distribuciones del afecto en el nuevo desorden familiar.

2

Estas farragosas explicaciones se vuelven transparentes en cuanto se abren los libros y se empieza a leer. ¿A qué viene entonces este artículo? ¿No es Marías ya un autor lo bas­tante conocido y traducido, y multipremiado?¿No tene­mos casi todos los jóvenes escritores de menos de 45 años una «a lo Marías» en el escritorio? ¿No siguen publicán­dose novelas importantes como El país del miedo o Anatomía de un instante marcadas por el fraseo de Marías o bajo su camuflaje sintáctico?

Lo lleva señalando Vilas en esta misma revista (con bas­tante más gracia, desde luego): la canonización en España es un camino pedregoso. Añadiría que uno de sus sínto­mas inequívocos es la emisión por parte de colegas y criti­castros de una suerte de aforismos negativos2, en los que se sustituye la lectura polémica y extensa por un breve man­tra defensivo. Marías hace tantos años que sirve de tente­tieso que podemos recopilar una antología de greatest-hits: «Marías escribe como traducido», «Marías escribe en inglés», «Las frases son muy largas», «Todos los persona­jes hablan igual» (lo que apenas significa que Marías es más respetuoso con su estilo que muchos colegas con la inteligencia de sus lectores cuando sus andaluces dicen «ozú», sus espadachines «menester» o sus transgresores «joder» o «coño» ), «Ya, ya, pero en los artículos es un pesado … «, «Escribe sólo para mujeres», «Es una estafa editorial», «No es un escritor de su tiempo» … Cada lector tendrá sus favoritas, la mía es: «Su poética todavía le puede dar para dos buenas novelas más3«.

Todo lo anterior es chismorreo, envidia, pereza y resquemor combinados con diversas dosis de imbecilidad. Nada preocupante y que puede, llegado su debido momento, estimular la creatividad. Pero ciertas alteracio­nes en nuestro sistema literario me empujan pensar que estamos olvidando cómo convivir con novelas como Corazón tan blanco. Que a instancias de las cosas que escri­bimos o dejamos de escribir los jóvenes escritores de menos de 45 años, los jóvenes lectores y escritores de menos de 30 años podrían pasar por encima de estos libros. Y aunque me equivoque de plano, el paseo puede ser divertido.

A Marías no le beneficia que su canonización en vida venga acompañada de la loa presumida, acrítica y mecá­nica que le prodiga a cada libro la crítica que se dedica a encerar el escalafón, y que mientras se atragantaba hablando de grandes temas, profundas cuestiones huma­nísticas fundamentales y progresos del espíritu pasó por alto (con la puntual excepción de Masoliver) los bajones que precipitan a la tercera parte de Tu rostro mañana al borde del fiasco literario4.

Menos todavía le favorece que la moneda corriente en la red, donde los escritores jóvenes de menos de 45 años nos afanamos en incrementar nuestro valor simbólico, sean el intercambio afectivo, la propiedad intransitiva de la cita favorable, los portales con más colaboradores que reseñas (los currículos más largos que las reseñas); la sensación de que mientras nos autoexplotamos trabajando gratis los jóvenes escritores de menos de 45 años lo daríamos todo (diríamos cualquier cosa, ¡la pondríamos por escrito!) a cambio de un abrazo. En este convivium sienta como un tiro la gelidez con la que Marías trata a discípulos y jóvenes5. Responderíamos que ningún escritor está en la obligación de ser simpático, pero este argumento no impide que Marías proyecte la imagen de no enterarse de nada. Una suerte de figurón anquilosado que no lee libros de Anagrama, no sabe quién es Foster Wallace, y que cuando se decide a contribuir al entrañable género de sacudir a la nocilla mutante su argumentación pase por citar (sí, otra vez, de nuevo) a Aliocha Coll. Pero esta imagen quedaría incompleta si no recordáramos que Marías no sólo dina­mizó la presencia editorial de Faulkner, Nabokov o Stevens, sino que contribuyó decisivamente al impacto sobre la literatura castellana de Bernhard, Coetzee, Cormac McCarthy, Ashbery y Sebald. Su silencio ante la literatura posterior a 1995 puede deberse a la desidia, la táctica o a un juicio severo, pero difícilmente a la falta de entendimiento.

Durante el III Congreso de Nuevos Narradores Iberoamericanos (de menos de 45 años) celebrado en Madrid el año pasado, Rodrigo Fresán (en calidad de moderador), les preguntó a los jóvenes escritores qué obra maestra tenían en mente como estímulo, y le contestaron que había que desterrar esa idea absurda. No sé si estos jóvenes (mayores de 30 años, en cualquier caso), propu­sieron alguna alternativa, ni en qué modelos estaban pen­sando ni qué le pareció su respuesta a Fresán. Pese a la deplorable narración que acabo de escribir, la anécdota es ilustrativa de un cambio atmosférico en la percepción que la comunidad de escritores y críticos tienen de la literatu­ra y del alcance de su trabajo. Marías ha sido un escritor sumamente ambicioso que pretendía (y ha conseguido) intervenir en la literatura entendida como una sucesión de novelas independientes y singulares que se vinculan de manera misteriosa; imposible de predecir. En esta concepción de la literatura, tan parecida a una constelación, donde el novelista aporta los cuerpos de materia luminosa mientras la crítica establece las relaciones, el reto del autor consistía en desarrollar un estilo personal con el que escri­bir las novelas que sólo él podía escribir.

Mal encaja esta ambición en un sistema literario donde (por motivos que sería francamente divertido, pero tam­bién bien antipático, esclarecer) las voces han sustituido a los autores, los textos a las novelas y la trayectoria a la obra. En lugar de concentrarse en escribir una novela cocida en jugos que trabajan exclusivamente a favor de sus propósitos personales, se prefiere la actividad conjunta, las soporíferas generaciones6, las estéticas relacionales (de las que el lector de Quimera tiene noticias puntuales gracias a las cartografías de Jorge Carrión) que avanzan hacia obje­tivos colectivos: ya sea la crítica difusa del Poder o la actualización de las novedades tecnológicas7.

Estos hábitos redundan en una concepción silvicultora de la literatura donde los esfuerzos y las mayores energí­as intelectuales se encaminan a preservar especies en peli­gro como el cuento, a la cuidadosa introducción de exten­siones de árboles foráneos como el Haiku o el Haibun, o al amoroso cultivo de especies nuevas como se puede comprobar en la ensimismada y medio histérica promo­ción del microrelato. La silvicultura supone el triunfo de la novelística sobre la novela, y al extender su preeminen­cia sobre la mayor parte del sistema contribuye a la modi­ficación de los hábitos de la crítica, abocada a valorar en los «textos» la aplicación de consignas previamente dicta­das por la presunta modernización o por «la escuela de la denuncia social difusa». El crítico nutrido en esta atmós­fera aplica (dicho esto apenas sin matices peyorativos) cri­terios homogeneizadores de corrección (estilística, for­mal, cognitiva), y pierde vista para reconocer el valor de las novelas que van a su bola, con un estilo y con propósitos propios, con los que proponen una legalidad y unas condiciones de verosimilitud singulares. Para los críticos silvicultores novelas como las de Marías siempre serán marcianas o defectuosas, como lo eran (recuerden, recuerden) las de Bolaño antes de que la muerte suavizase sus bordes, o como lo serían Mantra y Jardines de Kensings­ton si en lugar de contemplarse domesticadas por los ante­ojos pop se leyesen como el punto de desarrollo máximo (hasta el momento) del estilo y el mundo que sólo Rodrigo Fresán podía escribir, esto es, como las extraordinarias obras que son.

CODA PARA JÓVENES ESCRITORES (MENORES DE 45 AÑOS)

Los autores que han sido importantes para nosotros viven una suerte de posteridad laica en nuestras cabezas a medi­da que las fechas de publicación se alejan del presente. El recuerdo de esas obras se condensa en un puñado de imá­genes que deben convivir con las nuevas mientras el artis­ta siga emitiendo. Ningún otro corre más riesgo de decepcionarnos que el novelista. Una fotografía, una película, un poema, un cuadro, pueden ser revisitados con cierta frecuencia y revitalizar el afecto por su autor. Releer una novela supone un esfuerzo mayor, debemos confiar en el valor recordado. El novelista queda así expuesto a una feroz competencia con sus propios logros. En un campo como el literario, donde los peores actos no provocan mayores males que el disgusto pasajero del lector, los escri­tores deberían identificarse con lo mejor que hayan fir­mado. Lo intentamos, claro, pero no es sencillo renunciar a esta clase de juegos sádicos, al espectáculo de un retro­ceso, al encanto de la decadencia. Quizás no sea imperti­nente recordar que cuando se trata de las mejores novelas de Marías cuesta encontrar palabras capaces de sobreva­lorarlas.

GONZALO TORNÉ

Quimera, n. 332-333, julio de 2011

Notas

1. No podríamos avanzar si a cada paso dudásemos si es verdad que llueve o no cuando el narrador dice: »llovía».

2. Ya saben: «Cela era un facha y un delator con cultura de portera que se apunto a última hora a la vanguardia» o «Benet escribía libros inteligibles que, además, no se entienden, una prosa de ingeniero que sólo defienden cuatros snobs, ansiosos por escribir en El País a quienes además, Benet, invitaba a beber en su casa».

3. El poeticómetro parece un invento formidable, y quizás sea una responsabilidad civil ex ponerlo en público.

4. Los que se. rindieron en la «condonmaquia» se perdieron la lucha a cuchillo con el malvado Custardoy, pero también las espléndidas treinta páginas finales.

5. El resumen sería que: o bien Marías no ha leído a ningún escritor español naci­do después de 1955, o que si lo ha hecho le pareció algo tan horrible y bobo que sólo merecía reproches generales o un piadoso silencio.

6. En España al malabarismo semántico que tolera varias «generaciones» en una misma franja de edad biológica, se añade el milagro metafísico de que en esas mis­mas «generaciones literarias» se amontonen escritores de diversas franjas de edad.

7. Cabe romper aquí una lanza a favor de Marías, jaleado en su momento por los periodistas culturales por integrar en sus tramas el contestador automático.

8. Y léase este párrafo no solo como un cierre extravagante sino también como un intento de constelar novelas distintas en lugar de agrupar los textos por su predeci­ble similitud.


Javier Marías recuerda a Vicente Aleixandre

La colección ‘Poetas y ciudades’ viaja a la Málaga añorada por Aleixandre

[…]

Los escritores Javier Marías y José Manuel Caballero Bonald contribuyen con textos preliminares a esta reedición de Sombra del paraíso. El autor de Corazón tan blanco rememora las visitas a la casa del poeta, que conservaba a pesar de su avanzada edad una extraña pureza que le mantenía bondadoso y le permitía exhibir «una capacidad de sorpresa admirable». Para Marías, Aleixandre era un hombre de cualidades infrecuentes en España. «Nunca fue muy conocido del público, ni siquiera cuando recibió el Premio Nobel, y es una verdadera lástima que un país como éste, en el que no abundan los personajes a la vez generosos, inteligentes y cálidos, se lo perdiera en gran medida como persona», lamenta…

Diario de Sevilla, 25 de julio de 2011

LA ZONA FANTASMA. 24 de julio de 2011. ‘Tacañería y tosquedad y pereza’

Creo haberlo contado alguna vez: cuando mis hermanos y yo éramos adolescentes, teníamos la tendencia a contestar a mis padres con monosílabos o poco más (reconozco que yo me llevaba la palma), como por otra parte es y ha sido propio de casi todos los chicos en la edad ingrata. No era sólo que no quisiéramos dar parte de nuestras andanzas (ya saben: «¿Dónde vas?» «Por ahí». «¿De dónde vienes?» «De por ahí»), sino que nos cansaba y aburría dar respuestas articuladas, así que las reducíamos a «Bueno», «Vale», «Ya», «Que sí» o incluso a algún gruñido. Y recuerdo que mi madre, ante tanta desgana, nos reprochaba: «No seáis tacaños con la lengua, por favor. Es lo último. No seáis perezosos con las palabras; ni que hablar bien costara dinero». La pobre tenía la batalla perdida en aquella época, porque, en efecto, a esa edad los chicos no sólo se convierten en holgazanes, sino que sienten que está mal visto entre sus compañeros expresarse con propiedad, hacer uso de un vocabulario preciso y amplio, y, aunque estén en posesión de él, prescinden avergonzados, no los vayan a tomar por redichos o raros. En la adolescencia el temor a la manada es enorme, hay pánico a ser rechazado. Por eso los quinceañeros suelen ir vestidos igual, se aficionan obedientemente a las mismas cosas, utilizan los mismos giros y abrazan una especie de dialecto limitado, todo con el solo propósito de que los demás oigan su grito: «Eh, ¿no veis que soy de los vuestros?» En lo que se refiere a la lengua, se retrocede voluntariamente a una fase cuasi gutural, inarticulada.

Por lo general esa fase terminaba al cabo de unos años. Hoy ya no es así, y constituye una prueba más de la infantilización inducida o deliberada del mundo. Cada vez hay más gente adulta a la que le da reparo mostrar un buen dominio de la lengua, hacer gala de un léxico rico, comunicarse con claridad y exactitud, lo cual lleva rápidamente a que dé lo mismo lo que se diga, con el pretexto de que en todo caso «se me ha entendido». También se entendían en lo fundamental los prehistóricos que carecían de lenguaje. El desarrollo y perfeccionamiento de éste, su progresiva sutileza, han sido sin embargo el mayor logro de la humanidad, al que los actuales humanos -por lo menos los españoles- parecen deseosísimos de renunciar. Hasta el punto de que leí hace poco en una novela: «Fue incapaz de gesticular palabra». No sé si era un escritor al que le sonaba «-ticular» para esa expresión y tanto le daba el verbo que eligió como «articular», o bien uno ya convencido de que, a este paso, las palabras serán pronto sustituidas por los gestos y las señas, regresándose así a la noche de los tiempos.

Una de las más claras muestras del deterioro de nuestra lengua es el desconocimiento existente -entre políticos, periodistas, locutores de telediarios, a los que se presupone cierta formación- de los verbos específicos de cada cosa. Por algo los hay, pero están cada vez más barridos del habla de nuestros contemporáneos. De la misma manera que un gato no ladra ni un perro maúlla, que un elefante no croa ni una rana barrita, hay sustantivos que necesitan un verbo determinado. Hoy, «dar» o sobre todo «hacer» valen para todo. En español nunca se «da» un discurso, como se hartan de decir en las noticias (en inglés sí, y probablemente de ahí viene la plaga, de los millares de traductores pésimos en activo), sino que se pronuncia, o coloquialmente se suelta o se larga. La corresponsal de TVE en Londres se quedó tan ancha tras comunicarnos que «Cameron ha hecho un mea culpa». ¿Ha hecho? Un mea culpa se entona, o si acaso se expresa, pero jamás «se hace». He oído que alguien «había hecho un buen polvo» (por «echado», se sobreentiende), y pedir -posible catalanismo, en este caso-: «Anda, hazme un beso». Hay una serie de verbos absurdos que se utilizan para todo y que han eliminado a otros mejores. Todo el mundo hoy «traslada» lo que sea, su malestar, su opinión, su postura, sus condolencias, un mensaje, cuando ese verbo, justamente, implica más bien un desplazamiento físico. Nadie comunica, ni transmite, ni hace partícipe, sino que sin cesar «traslada». Otro tanto ocurre con «compartir»: «Comparte con nosotros tu experiencia», en vez de «Cuéntanosla»; o «No comparto el veredicto», en vez de «No lo apruebo» o «No estoy de acuerdo». Lo de «escuchar» por «oír» (esa catetada) ya clama al cielo. Cuando a Bisbal se le quebró la voz en un concierto, la locutora dijo que «Se vino literalmente abajo», y yo no lo vi por los suelos. Hay más ejemplos; hasta «Se quedó literalmente muerto» he oído. ¿Qué creerán que significa «literalmente»? Todo se mezcla: una redactora de TVE afirmó que tal ciclista «conoce los Alpes como anillo al dedo», luego supongo que a ella un regalo oportuno «le vendrá como la palma de su mano». Escritoras renombradas confunde «éste» con «aquél». Y en el programa único de Tele 5 apareció en pantalla esta pregunta para los espectadores: «¿El servicio ha actuado de chivo expiatorio?» Se referían a los criados de alguien, que por lo visto se habían dedicado a espiar, que no a expiar, al señorito, y sin disfrazarse de cabras. Lejos aquellos tiempos en que, como me recordaba hace poco Antonio Gasset, la gente se escandalizaba de que el Doctor Cabeza, Presidente del Atleti, reaccionara indignado ante la pregunta: «¿Se considera un chivo expiatorio?» «Alto ahí», contestó el médico. «Por ahí no paso, por que me llame chivo». ¿Cómo va a escandalizarse hoy nadie, si imperan la tacañería, la tosquedad y la pereza lingüísticas que nos reprochaba nuestra pobre madre cuando nos tocó ser mastuerzos? El mundo pertenece hoy a éstos, sólo que son adultos.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 24 de julio de 2011

‘“Mientras ellas duermen”: sugestiva reflexión sobre tiempo, dominio, amor y muerte’

Javier Marías, uno de los mejores escritores nacidos en la segunda mitad del siglo XX, hace un análisis filosófico profundo sobre las relaciones humanas, sean amorosas, fraternales, entre jefe y subordinado o hasta fantasmales, en una selección de relatos, tan interesantes como ingeniosos, reunidos bajo el título de Mientras ellas duermen.

El volumen contiene 14 narraciones que van del más flemático estilo del suspenso inglés a la disertación metafísica y existencial, estructuras que Marías maneja a la perfección.

Esta compilación incluye una asombrosa variedad y riqueza de géneros, por los que el autor -quien desde 2006 es miembro de la Real Academia Española de la Lengua- recorre los intrincados rincones de la mente a través de situaciones provocadas por la interrelación de sus personajes, estudiados minuciosamente para presentar un amplio espectro de temperamentos, además situados en un espacio y tiempo indeterminados.

La obra, publicada en 2007 por DeBolsillo (edición económica de Random House/Mondadori), recopila textos dispersos a lo largo de la carrera de Marías, que dan testimonio de su proceso de transición como escritor.

Mientras ellas duermen resalta la temporalidad indefinida en algunos cuentos, en los cuales nada tiene un lugar definitivo, sobre todo los hechos.

En esta compilación, Javier Marías regala al lector una prosa magnífica, con un estilo sobrio y elegante, así como un uso impecable del idioma.

Todos los cuentos recolectados en este volumen de 186 páginas ponen de manifiesto que Marías es uno de los escritores contemporáneos esenciales en lengua española, pues mezcla con gran destreza situaciones arrancadas de la cotidianeidad con un realismo mágico obsesionado con el universo de los aparecidos.

Sus argumentos pueden alcanzar grados de tensión y profundidad más allá de lo imaginable, pues en ellos juega con los periodos y los lugares, lo cual le permite que la mayoría de ellos tenga finales inesperados o desenlaces abiertos a la mente del lector.

Entre las ficciones más impactantes pueden citarse “La dimisión de Santiesteban”, que se instala en una atmósfera sobrenatural capaz de inquietar la curiosidad humana hasta un punto tal en que el fin de la historia da al lector la oportunidad de hacer sus propias conjeturas.

También “El espejo del mártir”, larguísimo monólogo de un militar, estructurado como una disertación de lo que podría estarle diciendo a alguien de grado inferior a manera de regaño; palabras que tal vez él escuchó cuando se iniciaba en el ejército. Es el testimonio de un capitán del ejército de Napoleón durante la campaña de Rusia, que deja la interrogante para el lector: ¿será el propio Louvet de Bonaparte?

Asimismo, “Portento, maldición”, que describe una relación entre padrino y ahijado basada en el odio-temor, en la envidia-admiración, en el éxito-fracaso, en la opresión-liberación, en el esplendor-decadencia, lleva al lector a reflexionar acerca de una lucha interna del hombre entre las vetas de su propia personalidad.

De igual forma destaca “Gualta”, episodio que parte del encuentro de un hombre con su exacto doble, situación que lo hace empezar a odiarse a sí mismo e iniciar un proceso de cambio radical de conducta y aspecto; sin embargo, descubre con gran desasosiego que el otro también lo hizo y siguen siendo iguales. Este cuento recuerda la novela ‘El hombre duplicado’, de José Saramago.

La cereza del pastel es la narración que da título al libro, “Mientras ellas duermen”, la historia de un voyeurista obseso cuya atención se centra en un hombre que filma incesantemente a su pareja, una mujer joven de belleza plástica, en una playa española. No conforme con sólo espiar, el protagonista busca el momento de dialogar con el individuo sobre su obstinación de captar en celuloide cada movimiento de ella, lo que deviene en un interesante razonamiento sobre el tiempo, la posesión, el amor y la muerte.

Mientras ellas duermen tiene el valor agregado de un extraordinario prólogo de Elide Pittarello y una nota aclaratoria del propio autor.

NORMA L. VÁZQUEZ ALANÍS

Texcoco (México), 22 de julio de 2011


Para la ciudad de Buenos Aires, digna de todos los enamoramientos, con los mejores deseos,

Javier Marías

Un amor en pocas palabras

SILLÓN DE OREJAS

HH enamorada de Marías, mientras Penguin adquiere su fondo

El autor español firma nuevos contratos con Penguin y Hamish Hamilton

Hamish Hamilton ha adquirido la nueva novela del galardonado autor español Javier Marías, Los enamoramientos, por una cantidad de cinco cifras, mientras Penguin Modern Classics se hace con siete títulos de su fondo, en un contrato simultáneo, asímismo de cinco cifras.

[Hasta ahora, los únicos autores de lengua española que el catálogo de Penguin Modern Classics tenía incorporados eran García Lorca, Borges, Neruda, Paz y García Márquez. En esta prestigiosa colección de clásicos modernos figuran escritores como Proust, Nabokov, Scott Fitzgerald, Camus, Virginia Woolf, Orwell, Evelyn Vaugh, Rilke, Capote, Ford Madox Ford, Freud, Yeats y Joyce, entre otros.]

Marías nació en Madrid en 1951, y su obra de ficción ha sido traducida a 40 lenguas y publicada en 50 países. Corazón tan blanco, que obtuvo el premio IMPAC en 1997, ha vendido dos millones de ejemplares en todo el mundo, según Penguin. La edición de Los enamoramientos de Hamish Hamilton aparecerá a principios de 2013, traducida por Margaret Jull Costa. El director editorial, Simon Prosser, adquiere los derechos para el reino Unido y la Commonwealth, excluyendo Canadá, a través de la agencia de Barcelona Casanovas&Lynch. El editor ha dicho que la nueva novela de Marías trata del estado de enamoramiento, de la imposibilidad de conocer nunca la verdad, sobre todo la de nuestros propios pensamientos. El director editorial de Hamish Hamilton, Simon Prosser, añadió: “No podría sentirme más feliz con la contratación de ningún otro escritor vivo. Javier Marías es lo que aparece tan rarísima vez: un autor que ha inventado un nuevo lenguaje para la escritura de ficción”.

Al mismo tiempo, Adam Freudenheim, editor de Penguin Classics, ha comprado los derechos para el Reino Unido y la Commonwealth, excluyendo Canadá, de los siguientes siete títulos de su fondo, también a través de María Lynch: Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Cuando fui mortal, El hombre sentimental y Vidas escritas, que serán publicados a primeros de agosto de 2012 en la colección Penguin Modern Classics. Vidas escritas fue publicado anteriormente por Canongate, y el resto por Vintage, de Random House.

Freudenheim ha declarado: “Llevo mucho tiempo siendo fan de Javier Marías, de modo que es un privilegio poder publicar buena parte de su obra, tan original como altamente disfrutable, en Penguin Modern Classics”.

CHARLOTTE WILLIAMS

The Bookseller, 8 de julio de 2011

‘El escritor enamorado’

¿Por qué diablos un libro que se titula Los enamoramientos empieza con una muerte? Y no una muerte cualquiera, sino el vil asesinato de un productor de cine a manos de un «gorrilla» [sic] indigente, cuya única emoción parece ser la rabia de un trastornado mental. La respuesta a esta pregunta solamente se dará bien entrada la segunda parte de esta nueva novela envolvente del prolífico Javier Marías. Después de haberse sumergido durante mucho tiempo en el mundo oscuro del espionaje británico en la trilogía de Tu rostro mañana, en esta novela vuelve a Madrid y a una trama que aparenta ser menos enredada.

La voz narrativa pertenece a María Dolz, de «treinta y algo» años, quien trabaja de editora en una casa editorial de la capital española. La profesión de esta le permite a Marías lanzar sus pullas habituales contra la industria del libro, luciendo a jefes sin ninguna imaginación y a autores engreídos (e incluye lo que quizá sea un guiño irónico hacia su propia persona, en la figura ridícula de Garay Fontina, aspirante al Premio Nobel que siempre está a la espera de la llamada de Estocolmo).

No obstante, las páginas dedicadas a los esperpénticos escritores españoles son pocas, y no de las más importantes para el desenvolvimiento del libro. Más pertinente es el hecho de que María Dolz conocía de vista al productor de cine (Julio Desverne) apuñalado, a quien había visto con su pareja muchas veces desayunando en el mismo café. Después de la muerte de Desverne, en un momento dado se acerca a su viuda, Luisa Alday, para darle el pésame. Las dos mujeres simpatizan, y quizá podrían haber llegado a iniciar una relación más cercana.

Sin embargo, no va a ser así. En lugar de esto, lo que ocurre es que, en la casa de Luisa, María conoce a un tal Javier Díaz-Varela, al parecer un amigo íntimo de la pareja Desverne. Y es ahora cuando Marías nos presenta el primer enamoramiento, el que María siente por Javier. Para el novelista, enamoramiento no es exactamente el amor, sino un estado en el que «centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar».

El autor da entonces otra vuelta de tuerca al desarrollo narrativo. Tal y como sucede en las canciones populares, Javier Díaz-Varela está a su vez enamorado hasta la locura, no de María, sino de la viuda Luisa, quien a su vez sigue fiel al recuerdo de su marido. Aunque le resulta doloroso, María se resigna a aceptar esta situación, puesto que otro componente del enamoramiento es la debilidad de la persona que lo padece. Pero se desestabiliza cuando se entera por casualidad que Javier sabe mucho más de la muerte de su amigo de lo que ha querido contarle hasta este momento.

La intriga y el suspenso van en aumento hasta un desenlace en el que María decide por fin callar todo lo que sabe: «que la materia pasada sea muda y que las cosas se diluyan o escondan, que se callen y no cuenten ni traigan otras desgracias». Esta es la primera vez que Marías elige la voz de una mujer para narrar su novela en primera persona. Sin embargo, como siempre en su obra, los personajes son más bien como la pantalla vacía de los psicoanalistas, en la que Marías proyecta todas las emociones, fantasías y divagaciones que suscitan los hechos. Dice de uno de los personajes que «tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión». Pues este es exactamente el credo literario de Marías: dar un empuje para que el mecanismo de la ficción empiece a andar, para después considerar de manera hiperdetallada las posibles consecuencias, sobre todo en cuanto a las repercusiones éticas de la conducta de cada persona. En Los enamoramientos esta investigación no solo se centra en los efectos de la muerte de una persona y en todos los que fueron de alguna manera cómplices de su desaparición, sino también en los extremos a los cuales nos lleva la renuncia de nuestras capacidades críticas en el amor.

El hecho de construir su mundo ficticio alrededor de este tipo de preocupación ética –que al mismo tiempo se revela a sabiendas como un ejercicio lúdico con palabras– parece no ser del agrado de mucha gente en España (es notable, por ejemplo, que todas los elogios de sus libros anteriores citados en la cubierta de este libro provengan del mundo anglosajón). Y, sin embargo, Marías ha de tener razón cuando dice en esta novela: «Lo interesante son las posibilidades e ideas que [las novelas] nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta».

Esta profesión de fe en el poder de la ficción se ve plenamente corroborada en esta novela escrita para cautivar. Al fin y al cabo, el gran enamorado resulta ser el propio Marías, que revela aquí una vez más su pasión por las palabras y los esfuerzos constantes que hacemos por enfrentarnos al desafío de adecuar el mundo a nuestro deseo.

NICK CAISTOR

Revista de libros, nº 175-176, julio-agosto de 2011

LA ZONA FANTASMA. 17 de julio de 2011. ‘Las cegueras voluntarias’

Durante las tres semanas transcurridas entre la publicación de mi artículo «La historia doblemente increíble» y el día en que escribo este otro, he recibido cartas y comentarios que oscilaban entre la «indignación» (el sustantivo de moda para copiones) y la regañina. En aquel texto, como su propio título indica, señalaba lo absurdas e inverosímiles que resultaban las dos versiones que, a retazos e incompletas, nos habían llegado a través de la prensa sobre lo sucedido en la suite de un hotel neoyorquino entre Dominique Strauss-Kahn y una camarera o limpiadora, cuyo nombre -me entero hoy- es Mafissatou Diallo. Más me burlaba de la aparente versión del político francés, según la cual -había de inferirse- una mujer treinta años más joven que él habría caído rendida ante sus encantos en plena jornada laboral y sin dinero por medio, que de la de la limpiadora, que simplemente parecía disparatada y difícil de creer. No tomaba partido por ninguno, no daba más crédito a uno que a otro, admitía que todo puede ser.

Como imaginarán, no me preocupan las discrepancias -ni siquiera la «indignación»- con lo que escribo. Son lo normal, faltaría más. Más me preocupan los no escasos lectores (las cartas a menudo publicadas en El País Semanal son una prueba) que no leen lo que escribo sino lo que ellos creen o quieren creer o deciden que escribo, o los que se fijan en una sola frase y reaccionan airadamente a partir de ella, sin atender a nada de lo que la rodea, es decir, al resto y por tanto al artículo mismo. Pero quienes más me preocupan son las mujeres (y algún hombre también) que, en cualquier asunto relacionado con una o varias de ellas, parten de las siguientes convicciones inamovibles: a) Las mujeres son siempre buenas y desinteresadas; b) nunca mienten cuando acusan, siempre dicen la verdad; c) en todo litigio con ellas, son siempre las víctimas; d) llevan siempre la razón; e) la justicia ha de dársela, y si no lo hace será corrupta. Todo lo cual conduce a que, si un varón es acusado de abuso, acoso, agresión sexual o violación, numerosas congéneres de la acusadora consideren culpable en el acto al presunto acosador o violador y no admitan otro desenlace judicial que su condena. Es más, si se demuestra su inocencia, es muy probable que dichas congéneres sigan creyendo en su culpabilidad, en una especie de acto de fe, y atribuyan su absolución a la sociedad machista en que vivimos, a que el juez fuera hombre, a una triquiñuela legal o a lo que se les ocurra. Nada ni nadie las moverá de su convencimiento. Entre las regañinas que recibí por aquella columna mía, estaba la de una amiga inteligente y ecuánime y a la que mucho aprecio: reconocía que exponía bien lo inverosímil de las dos versiones, la de Strauss-Kahn y la de Diallo tal como nos habían sido contadas, pero le «incomodaba» -ese fue el verbo que empleó- que yo pudiera poner en duda que la limpiadora hubiera sido violada analmente en la suite de aquel hotel. Claro que se puede violar en y por cualquier parte a una mujer, siempre y cuando el violador tenga un arma (entonces hará lo que le dé la gana) o haya recurrido a una violencia previa que amedrente y paralice a la víctima y la haga obedecer. Pero ninguna de esas cosas había sido mencionada en el asunto Strauss-Kahn. Mi amiga añadía: «Quizá me incomoda por ser mujer». Yo le contesté: «¿Qué tiene eso que ver? ¿Es que una mujer no puede mentir? ¿Es que no puede inventarse algo, por despecho, trastorno, afán de lucro o de venganza?» Debo decir que a eso no me respondió (se trataba de una correspondencia escrita).

Entre esta amiga y la remitente de una carta aquí publicada, que alineaba mi artículo con otro de defensa a ultranza de Strauss-Kahn a cargo de su amigo Bernard-Henri Lévy, media un abismo de capacidad intelectiva. Pero las dos actitudes adolecen de la misma perspectiva sesgada y maniqueísta: las mujeres son veraces, son los hombres quienes mienten. Semejante simplismo es enormemente preocupante, sobre todo porque indica, en los casos extremos, que hay una porción de la población femenina mundial a la que le trae sin cuidado la verdad. A la que sólo le importa que en un pleito entre varón y mujer, ésta lo gane, aunque se trate de una falsaria. Esta ceguera voluntaria y fanática se ha dado en otras ocasiones, por razones políticas, religiosas o raciales. Cuando se celebró el famoso juicio contra el ex-jugador de fútbol americano O J Simpson por el asesinato de su esposa y del amante de ésta, muchos negros vitorearon su exoneración pese a que todo lo señalara como culpable. Esa actitud, cada vez más extendida, es grave. Pero más grave aún me parece cuando ni siquiera hay política, religión ni raza por medio, sino sólo diferentes sexos. ¿Cuándo algunas mujeres empezaron a considerar a los hombres como a extraterrestres, como a seres de otra especie a los que no se sentían vinculadas?

El día que escribo esto la fiscalía de Nueva York resta credibilidad a la versión de Mafissatou Diallo, le atribuye contradicciones, revela que no se escondió y luego corrió a denunciar los supuestos hechos delictivos sino que antes limpió otra habitación y regresó a hacer lo propio con la pecaminosa suite 2806, y que al día siguiente de la detención del político francés habló por teléfono con su novio presidiario sobre el posible provecho de mantener su acusación de violación. Aun así, no descarto que el antipático Strauss-Kahn sea culpable. Nunca lo descarté. Como tampoco descarto que la limpiadora haya levantado un falso testimonio, a diferencia de sus obcecadas congéneres que cada día abundan más y que han decidido, extrañamente, no ver en los varones de su especie ni rastro de humanidad.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 17 de julio de 2011

‘El espantoso futuro del héroe’

Por mucho que algunos optimistas se empeñen en hablar, cada cierto número de años, de unas posibles vigencia o resurrección del western, me temo -y bien que lo lamento- que se trata de un género casi muerto y enterrado, perteneciente a otros tiempos más crédulos, más inocentes, más emotivos y menos aplastados o sofocados por la plaga atroz de lo políticamente correcto. Cada vez que se estrena una nueva película del Oeste, con todo, voy a verla, aunque ya con poca esperanza. En el último decenio recuerdo tres inútiles remakes muy inferiores a sus modelos, cuando además éstos no eran precisamente obras maestras: El tren de las 3:10, de James Mangold; El Álamo, de John Lee Hancock, y Valor de ley, de los hermanos Coen, todos ellos hechos rutinariamente y sin convencimiento, mucho menos inspirados que los ya irregulares originales de Delmer Daves, John Wayne y Henry Hathaway, respectivamente. También recuerdo la interesante pero mortecina El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Andrew Dominik, la sosísima y carente de alma Appaloosa, de Ed Harris, la insoportable Enfrentados, de David von Ancken, y la australiana La propuesta, de John Hillcoat, de la que mi memoria no ha guardado una imagen. Los únicos westerns recientes que han logrado entusiasmarme han sido televisivos: Los protectores, de Walter Hill, y la serie Deadwood, cuya tercera y última temporada nadie se ha dignado publicar en DVD en España, lo cual da idea del escaso éxito que en ese mercado debieron de cosechar las dos magníficas primeras. Un poco más antigua que todas estas producciones, Open Range, de Kevin Costner, es el último western realizado para la gran pantalla que a mi modo de ver valió la pena, pese a que esté de moda, desde hace lustros, poner por los suelos cuanto hace ese estimable actor y director.

"Deadwood"

¿Qué ha sucedido, para que un género que dio en el pasado incontables obras maestras y aún más incontables películas estupendas, o por lo menos dignas, languidezca de forma harto penosa? Quienes hoy lo abordan ocasionalmente lo hacen por capricho y con amaneramiento en el mejor de los casos, si es que no con ampulosidad y con espíritu arqueológico. Lo que nunca tienen es naturalidad ni frescura ni algo de ingenuidad, elemento este último imprescindible. Dicho de otro modo: no se creen lo que cuentan y muestran, no se atreven a creérselo, la épica les parece anticuada, ridícula cuando no vergonzosa, y, absurdamente, desconfían de la posible complejidad de sus personajes y de sus historias. Si digo «absurdamente» es porque el western ha ofrecido algunos de los personajes e historias más complejos del arte cinematográfico. John Ford no es menos profundo que Orson Welles -era éste quien admiraba a aquél-, ni Anthony Mann que Bergman, ni por supuesto Peckinpah que tantos charlatanes hoy venerados como Von Trier o González Iñárritu.

Quizá algo tenga que ver lo siguiente: el western ha sido un género que tradicionalmente ha expuesto como aceptables -en serio, y no como caricatura- sentimientos y conductas que hoy escandalizan a la hipócrita masa mundial de biempensantes voluntariosos; es decir, de aquellos que se esfuerzan con ahínco por apartar de sí, y además condenan, una serie de pasiones connaturales a la humanidad de todas las épocas. En el western el odio no está mal visto, ni el afán de venganza, ni la ambición, ni la obstinación infinita en la persecución de un enemigo, el deseo de hacerle daño o matarlo, ni la búsqueda de reparación a un agravio, también la de justicia a veces. Los personajes interpretados por James Stewart en Winchester 73 y El hombre de Laramie, ambas de Anthony Mann (por ejemplo, y por recurrir a dos películas no especialmente violentas ni despiadadas), son capaces de abandonarlo todo y dedicarse en cuerpo y alma a la caza de quienes acabaron con la vida de su padre y su hermano menor, respectivamente. El primero, Lin McAdam, no tiene otra ocupación que la de perseguir por medio Oeste a un individuo llamado Dutch Henry Brown, que no es sino su propio hermano y que asesinó al padre de ambos por la espalda. El segundo, Will Lockhart, se instala en un absurdo pueblo en el que nada se le ha perdido, Coronado, porque allí se lo ha maltratado y arrastrado con un lazo y porque se malicia que algún individuo del lugar vendió a los apaches los rifles de repetición con los que éstos emboscaron y mataron a su joven hermano, soldado de Caballería. Por así decir, nada más cuenta para McAdam y Lockhart, el resto de su existencia -si hay resto- está a la espera, indeterminado, suspendido por la única tarea que les importa. Los personajes del Oeste a menudo carecen deliberadamente de futuro, o es más: temen que, una vez concluida la misión que se han impuesto, se les aparezca esa noción incómoda, la de futuro, sin la que la humanidad de nuestros días es en cambio incapaz de vivir y por la que andamos todos endeudados y esclavizados. Tal vez por eso en los westerns se nos suele hurtar o escamotear esa fase: las películas terminan casi siempre cuando el protagonista ha hecho lo que sentía que debía hacer; se nos suele evitar ese momento horrible en el que levanta la cabeza, mira a su alrededor y, como si saliera de un sueño, ya apaciguado, ha de preguntarse: «¿Y ahora qué? No he muerto en este empeño. ¿Qué me toca hacer ahora con esta vida que he conservado?».

"El hombre que mató a Liberty Valance"

Una de las mejores películas de la historia del cine, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, no nos muestra tampoco esa vida, pero nos obliga a imaginárnosla. Es éste, en verdad, un western que marca un antes y un después en la historia del género, por varios motivos, no sólo por el apuntado, del que me ocuparé más tarde. Contiene un breve tratado de política, una disertación shakespeareana sobre la libertad de expresión y de elección y un dilema ético explícito. El personaje de nuevo interpretado por James Stewart, Ransom Stoddard, viene del Este, es abogado, se sorprende y espanta ante la brutalidad del bandido Liberty Valance y la impunidad de que goza, amparado por los grandes rancheros que lo contratan de vez en cuando y por el miedo que siembra entre la población de Shinbone, otro pueblo perdido en el que Stewart decide asentarse porque sí, porque allí ha sido afrentado y tundido con el mango de un látigo. Pero pretende imponer la ley y llevar a Valance a juicio y a la cárcel, ante la irrisión o el pavor generalizados. (La historia es bien conocida a estas alturas; quien se la sepa, que me disculpe). El personaje que encarna John Wayne, Tom Doniphon (que tiene una de las historias más tristes que yo he conocido), le advierte desde el primer momento que deberá procurarse un arma y aprender a usarla, que allí no hay ley ni juicios que valgan. Stewart se resiste, pero al final no le quedará más remedio y, contra toda verosimilitud y pronóstico, mata a Liberty Valance en un aparente duelo desigual: el pistolero experto, jactancioso y temido cae ante un hombre vestido con un delantal de cocina y que jamás había disparado contra nadie. Más adelante, cuando Stewart se niega a aceptar un nombramiento político -con el que iniciará una larga carrera que lo llevará hasta el Senado- por estar su prestigio basado en un hecho de sangre que contraviene todos sus principios, John Wayne le explica lo sucedido: fue él, y no Stewart, quien, oculto en un callejón, mató a Valance con una escopeta que disparó a la vez que Stewart disparaba su único y atolondrado tiro. Ante la sorpresa mayúscula de éste, que le pregunta por qué lo hizo, por qué le salvó la vida condenándose así a perder a la mujer que amaba, Hallie, que aquella misma noche descubrió o reconoció su amor por Stewart al verlo al borde de la muerte, Wayne responde con sobriedad (ningún otro actor ha sido capaz de expresar tantas cosas con una sola mirada, en ésta y en otras películas): «Asesinato a sangre fría. Pero yo puedo vivir con eso». No puede resumirse mejor en tan pocas palabras la profundidad y la complejidad frecuentes en los westerns: en ellos se tiene en cuenta que no todos los hombres son iguales, que unos son capaces de arrostrar ciertos hechos, ajenos o propios, y otros no (Stewart no habría sido capaz, desde luego); que a algunos el futuro no les importa nada, aunque exista, como en el caso de Tom Doniphon, que por encima de todo deseaba la felicidad de Hallie aunque eso supusiera su propia desdicha, y que para conseguir aquélla cometió un asesinato a sangre fría con el que permitió que viviera el hombre a cuyo lado se quedaría ella (dicho sea de paso, uno de los personajes, en la memorable interpretación de Vera Miles, más conmovedores de John Ford, y eso es decir mucho).

La película empieza y termina con el entierro de Wayne, al que acuden desde Washington el ahora senador Stoddard y su mujer, Hallie, envejecidos, muchos años después de los hechos. Los periodistas de Shinbone, que desean saber por qué tan importante político se ha desplazado tan lejos, hasta un lugar perdido del Oeste, sólo para asistir a un entierro, se preguntan al principio: «¿Quién ha muerto en el pueblo?». Ni se han enterado. Y cuando se les dice el nombre, Tom Doniphon, ni siquiera saben de quién se trata. El espectador atento se ve obligado, como dije antes, a imaginarse los largos años de soledad y ostracismo y olvido del personaje de John Wayne, aislado en su pequeño rancho de las afueras junto con su fiel criado negro Pompey, viendo pasar los decenios sin esperanza ni cambios -su suerte echada para siempre-, probablemente abismado en el recuerdo de aquella lejana noche en la que cometió un asesinato a sangre fría (de un individuo bestial, bien es cierto; «Un asesinato. No más», como dijo una vez el mosquetero Athos), que en modo alguno le convenía. Es uno de los pocos westerns en que, si no asistimos a él, sí nos vemos forzados a figurarnos el espantoso futuro del héroe, una vez que ha cumplido con su cometido. Una vez que ha llevado su elección a cabo.

Nuestra sociedad no admite que todos los hombres no son iguales, como tampoco lo son las mujeres. No admite que unos se horrorizan de lo que se ven obligados a hacer, o acaso lo escogen, y otros no tanto, los que están dispuestos a asumir su responsabilidad o su condena y a soportarlo. Sino que cree que todos han de pensar lo mismo y abstenerse, en todo caso, de hacer lo que la mayoría juzga condenable. No acepta que algunos crímenes son menos crímenes, según quién y contra quién los cometa, según también por qué causa. Conoce el odio, la codicia y el afán de venganza, ya lo creo, pero finge no conocerlos en su gran virtud, y por supuesto abomina de quienes no lo fingen y le recuerdan a esa sociedad su verdad y su pasado; no digamos de quienes abrigan un odio imperecedero o se toman la justicia por su mano. Con razón, no lo niego. «No estamos en el salvaje Oeste», se oye o se lee a menudo. Y así es, por suerte. Pero tal vez ha llegado una época tan pusilánime que ni siquiera tolera ya bien las historias serias de otros tiempos, cuando los hombres eran menos respetuosos de la ley y menos obedientes y justos, pero también más complejos, más contradictorios y más profundos.

JAVIER MARÍAS

El País, Babelia, 16 de julio de 2011

‘Marías se pone sentimental’

Se ha dicho que la última novela de Javier Marías, Los enamoramientos (Alfaguara) ha sido un reto por suceder a su obra más agotadora y ambiciosa (Tu rostro mañana, uno de los títulos españoles que más eco internacional han tenido en la Historia). También se puede destacar un segundo reto: la voz femenina. En el libro de artículos de Marías Aquella mitad de mi tiempo (Galaxia Gutenberg), se adjunta una entrevista para The Paris Review, del año 2006, donde el autor dice que en su obra madura los personajes femeninos están «en sombra», como apariciones:

«Una sola vez he escrito desde una perspectiva femenina, y fue en un relato corto; no sería capaz de mantenerla durante toda una novela. Mis últimas novelas están todas escritas en primera persona, y los personajes femeninos se ven siempre a través de una mirada masculina. Así son las cosas y así es como deberían ser en una novela, en aras de la plausibilidad de la historia y del punto de vista. Existe algo llamado subjetividad. Yo veo el mundo desde mi condición masculina, y así es como veo a las mujeres en mis novelas».

Así pues María Dolz, protagonista y narradora de Los enamoramientos es un reto importante. Trabaja en una editorial y es treintañera (termina la novela con «treintaymuchos»). Cuenta la historia del asesinato de Miguel Desverne, de cómo conoce María a Luisa Alday, viuda de Desverne, y de cómo se enamora de una persona de su círculo. De cómo descubre una verdad atrabiliaria y culpable (¿hay un asesinato tras la muerte de Desverne?), y un bolero envenenado.

Reconocible Marías

Se ve que Marías compone (sin variación de registro) su identificable frase larga, seria y pausada de calmo remero del monólogo. María Dolz habla de cómo se enamoran las mujeres, o de cómo piensan ellas en los amantes anteriores de los hombres, pero fundamentalmente es la voz de Marías. Hay denuncias, accesos y recuerdos melancólicos del pasado lejano, acaso más propias de alguien más provecto (como el Marías articulista, por ejemplo). Fórmulas otoñales como «hoy nadie observa estos matices», o «Como 40 años atrás», o con unos niños bien educados: «mucho más de lo que es la norma hoy en día». Además de la música escéptica de la divagación en círculos, donde Dolz usa expresiones como «Uno siempre… «, o «Basta saber que no se quiere que escuchemos…»

Un Madrid europeo (la gente sabe francés e inglés, se parodia a unos aflamencados), Madrid acomodado. Madrid en blanco y negro. Salvo cuando aparece vestido de verde el profesor Francisco Rico que ya salió en su anterior título, Veneno y sombra y adiós). Es el personaje chillón, y una de las pocas concesiones humorísticas de la novela. Es además una concesión a la realidad. Rico, descrito físicamente tal y como es en la realidad (también fumando), llega a recomendar su propia edición de El Quijote. La otra concesión veraz a la actualidad es la edición de El coronel Chabert. Es un relato de Balzac sobre un soldado dado por muerto que reaparece cuando todos le habían olvidado, y da cuenta de la imposibilidad del orden y certeza moral en un mundo de terribles contingencias. Es muy citado aquí. Al mismo tiempo que Los enamoramientos, salió a las tiendas en el sello de Marías, Reino de Redonda, la edición de El coronel… en una nueva traducción. Al final de Los enamoramientos, como si María Dolz trabajase en Reino de Redonda, se pone en marcha el proyecto de republicarlo. Se dice que la anterior traducción era muy mala y «le añadimos tres cuentos más de Balzac». ¿Autopromoción editorial coordinada? Con todo, el autor, ha sufrido desde hace mucho la identificación que muchos hacen de él con sus primeras personas, y con el desciframiento de otros personajes al modo «novela en clave».

Cuatro partes y un triángulo amoroso

Dividida en cuatro partes, y a su vez fragmentadas éstas cada tres páginas más o menos (como si fueran los fundidos y encadenados que vertebran, de escena a escena, el inicio de la película de Hitchcock Notorious), la novela propone una senda continua de impresiones y descubrimiento. Así, cada una de las cuatro partes gira obsesivamente en torno a un centro. La muerte y la desaparición, el azar de las amistades peligrosas o benéficas, la mentira, las incertezas, y diversas futilidades cotidianas, y congojas varias, son motivo de introspección y pensamiento en este otoño elegante en vitrinas de tiempo detenido. Además, se plantea el triángulo amoroso en este melodrama atenuado por el tono, distante y descreído. No es plan desvelarles a ustedes cómo y por qué murió Miguel Desverne. En realidad nunca se llega a saber todo. Marías resalta que incluso hablando del asesinato de Desverne, las mismas páginas de sucesos de los periódicos no se ponen de acuerdo. La subjetividad de la perspicaz editora María Dolz va quitando capas.

No hablamos de thriller (aun con la atmósfera criminal de la segunda parte) debido a lo aminorado de la acción. Cuando en un cuarto entran Francisco Rico y Díaz-Varela, Dolz se extiende 10 páginas hablando tranquilamente de Rico, para pasar a la persona de Díaz-Varela, clave en esta historia. Pero aun tratándolo en exclusiva, Díaz-Varela queda «en sombra», en Los enamoramientos. Este reto de Marías ha invertido las brumas, ahora sobre un hombre. Se habla de los labios de Díaz-Varela. A Marías le ha animado el fantasma de su maestro Henry James, tan bueno en psicología femenina. Ha querido hacer lo que el personaje de Lubitsch, saber lo que piensan las mujeres. Pero Marías, aparte de esos labios y de consideraciones femeninas, ha vuelto a su cauce original. La prosa de Marías propende a lo nebuloso en fisonomías, en concreciones. Sus diálogos están como suspendidos sin asidero, fruto de una materia pulverizada. La maniobra no es suspense, pues el lector no conoce antes que el personaje, sino después, ya que las primeras personas de Marías hablan desde lo consumado. Si, como hacen los wagnerianos en Bayreuth, hubiera que seleccionar un «Canon Marías», entenderíamos que, junto con Tu rostro mañana (que sería la Tetralogía de los Nibelungos), y Mañana en la batalla piensa en mí, estuviera Los enamoramientos.

ÁLVARO CORTINA

El Mundo, 15 de julio de 2011

La obra de Javier Marías en Penguin

New Marías for HH, as Penguin scoops backlist

Hamish Hamilton has acquired award-winning Spanish author Javier Marías’ new novel, The Infatuations with a five-figure advance, with Penguin Modern Classics scooping seven titles from his backlist in a simultaneous deal also worth five figures.

Marías was born in Madrid in 1951, and his fiction has been translated into 40 languages and published in 50 countries. A Heart So White, which scooped the IMPAC Award in 1997, has sold two million copies worldwide, according to Penguin.

Hamish Hamilton’s edition of The Infatuations will be released in early 2013, translated by Margaret Jull Costa, with publishing director Simon Prosser acquiring UK and Commonwealth rights, excluding Canada, through Maria Lynch at Barcelona-based agency Casanovas & Lynch. The publisher said The Infatuations is about the state of being in love, and the impossibility of ever knowing the truth, especially about our own thoughts. Hamish Hamilton publishing director Simon Prosser said: «I couldn’t be happier taking on any other living author. Javier Marías is that rarest of things: a writer who has invented a new language for the writing of fiction.»

Meanwhile, Penguin Classics publisher Adam Freudenheim bought UK and Commonwealth rights, excluding Canada, to the seven backlist titles, again through Lynch. The titles are All Souls, A Heart So White, Tomorrow in the Battle Think On Me, Dark Back of Time, When I was Mortal, The Man of Feeling and Written Lives, which will be published at the beginning of August 2012 as Penguin Modern Classics. Written Lives was previously published by Canongate, with the other titles lately with Vintage at Random House.

Freudenheim said: «I’ve long been a fan of Javier Marías, so it’s a privilege to be able to publish so much of his original, highly enjoyable ouevre in ­Penguin Modern Classics.»

CHARLOTTE WILLIAMS

The Bookseller.com, July 8, 2011

«Ven a buscarme»

Ilustración de Marina Seoane

Que no es fácil dar con el sendero que conecta con la infancia lo saben muchos escritores que lo han intentado. Javier Marías accede a ese escondido pasaje en este cuento ilustrado con delicadeza por Marina Seoane. Fundidos con el motivo universal del paso del tiempo, se reconocen los elementos de las narraciones tradicionales engastados con sutileza en situaciones familiares. Los lectores que se inician se verán ante una abuela casi como la suya y entenderán al niño que desobedece, encuentra un tesoro y se ilusiona con una niña desconocida. Y acrecentarán los cimientos de su inclinación por la literatura.

CARMEN BLÁZQUEZ

El Cultural, 8 de julio de 2011

LA ZONA FANTASMA. 10 de julio de 2011. ‘Olympia Carrera de Luxe’

Este es el artículo número 409 que publico en El País Semanal. Para ustedes carecerá de toda importancia y además les parecerá que ese número ni siquiera es redondo, pero para mí tiene un significado especial, ya que fueron 409 las columnas, asimismo dominicales, que escribí para otro suplemento, entre diciembre de 1994 y diciembre de 2002, antes de recalar aquí. Eso quiere decir que llevo dándoles la murga a ustedes más de ocho años (en EPS libro en agosto o durante parte de él, mientras que en el otro sitio no había respiro). Cuando empecé a dársela, en febrero de 2003, no podía imaginar que fuera a durar tanto como había durado allí. Con esta pieza de hoy ya he durado, de hecho, un poquito más, ya que para el ahora llamado XL Semanal escribí esos 409 artículos, pero sólo se me publicaron 408. Como conté en su momento, uno me lo censuraron y, tras prometer que lo sacarían «más adelante», no cumplieron con la palabra dada. Ese fue el motivo por el que me marché de aquel lugar, en el que hasta entonces se me había tratado muy bien, y les guardo agradecimiento por ello. Luego… Que el rencor español es duradero siempre, lo prueba que en los más de ocho años transcurridos desde mi adiós -en los que he sacado unas cuantas novelas y no he estado precisamente inactivo-, mi nombre no ha aparecido jamás en XL Semanal excepto en las menciones con que de vez en cuando me honra mi antiguo vecino de página, Arturo Pérez-Reverte, que allí continúa. Le doy especiales gracias por haberse negado a participar en el «castigo» o «represalia» o «veto». Sus responsables, eso sí, son muy dueños de aplicármelos, faltaría más. No tengo queja, sólo «me limito a constatar un hecho», como decía uno de mis ídolos de infancia, Guillermo el Travieso o Guillermo Brown.

Ocho años largos es mucho tiempo, y cada pocos meses me pregunto, por variados motivos, si no debería parar. Hace poco la carta de un lector sostenía que mis opiniones y las de los demás columnistas-novelistas de este suplemento (todos somos eso: Torres y Loriga y Cercas, Montero y Millás y Grandes y el arriba firmante), al sólo tratar rara vez de nuestra «especialidad», no valían más que las de cualquier lector, y pedía la supresión de nuestras colaboraciones, con explícita mención de la mía. No le faltaba razón, aunque no explicaba cuál sería exactamente la «especialidad» a la que monótonamente nos deberíamos ceñir (¿la literatura? ¿solamente la novela?), y acaso olvidaba que si ocupamos estas páginas es porque se nos supone una capacidad de expresión (no me atrevo a presumir que de observación, ni de argumentación, ni de reflexión, ni de osadía) levemente por encima de la media. Pero sí, a veces se pregunta uno qué diablos hace opinando sin cesar durante más de dieciséis años (si sumo mi periodo de El Semanal), un domingo tras otro. Hay semanas en que encontrar un tema que no esté demasiado trillado -por uno mismo o por los demás- se hace en verdad arduo, y la sensación de que por fuerza está uno cansando o exasperando a los lectores es inevitable. El día que EPS me censure un artículo o decida prescindir de mi concurso, haciendo caso a ese señor que solicitaba la total eliminación, les aseguro que me retiraré tan tranquilo o acataré el veredicto con humildad.

En mi caso se añade un problema, tanto para mis columnas como para mis novelas: como algunos saben, escribo aún a máquina, con una Olympia modelo Carrera de Luxe. Antes Julia Luzán, ahora Virginia Solans, han tenido la bondad y la paciencia de picar o escanear estos textos, que envío por antediluviano fax. Hace poco apareció la noticia de que Gondrej & Boyce, de Bombay, la última compañía del mundo que fabricaba máquinas de escribir, clausuraba su planta dedicada a eso, por falta de demanda. Yo corrijo mucho y repito cada página cuantas veces juzgue necesario, lo cual significa que con cada novela que escribo les doy tal paliza a mis máquinas (una en Madrid y otra en mi piso alquilado de una pequeña ciudad), que quedan casi inservibles tras la terminación. La última la logré escribir gracias a la gentileza de Juan Iriarte, hermano de mi amigo Antonio, que tuvo a bien regalarme una Olympia Carrera de Luxe (es a la que estoy acostumbrado, y se me hace cuesta arriba cambiar) que tenía arrumbada y apenas había usado. Por desgracia murió hace algo más de un año y no ha podido leer «su» novela, pero vaya aquí mi gratitud eterna a su generosidad.

Supongo que aferrarme a mi máquina equivale a lamentar que las plumas no sean ya de ave, sino estilográficas. No es la única razón por la que me siento un arcaísmo. Pero si otro Juan Iriarte no me consigue pronto (las compraría de buen grado, claro está) otras dos Olympias Carrera de Luxe, me temo que habré de renunciar tanto a estas columnas como a cualquier novela futura. Lo cual, no me hago ilusiones, sería una alegría para bastantes. Pero, qué quieren, me gusta escribir sobre papel. Sacar luego la hoja y corregirla a mano, con tachaduras, flechas y cambios, y volverla a teclear, una y otra vez. Pierdo mucho tiempo, me dicen, pero yo no escribo para ganarlo ni ahorrármelo, sino para aprovecharlo y sentirlo pasar, o incluso para eso, para perderlo, y pensar mejor. Y cada vez que tecleo de nuevo la página la voy asumiendo, aprobando, le voy dando el visto bueno y me voy acostumbrando a ella. Porque a todo tiene uno que acostumbrarse, hasta a lo que sale de su imaginación.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 10 de julio de 2011

LA ZONA FANTASMA. 3 de julio de 2011. ‘¿Por qué quieren ser políticos?’

A nadie, más que a los propios políticos (bueno, a los más tontos), le ha podido sorprender a estas alturas la aversión que gran parte de la población siente hacia ellos y que se ha manifestado de manera vehemente a raíz de la ocupación de las plazas de toda España. Quienes intentan etiquetar a estas gentes están fracasando: no todas son «jóvenes», ni «antisistema», ni siquiera «de izquierdas» (o no al modo tradicional del término), ni desde luego «rubalcábidas», como se han atrevido a sostener la prensa y los tertulianos más obtusos, que ven al Vicepresidente Rubalcaba como a un «Criminal Mastermind«, que era el título que se confería a sí mismo el maquiavélico Profesor Moriarty, archienemigo de Sherlock Holmes y forjador de desgracias y catástrofes para su propio placer malsano (copias de este Profesor las ha habido a decenas, desde el Lex Luthor de Supermán hasta el Joker de Batman, por mencionar a dos bien conocidos). Los componentes del llamado «Movimiento 15-M» son en su mayoría personas normales, con y sin estudios, de diferentes clases sociales y edades; más o menos como los ciudadanos que llevan ya tiempo señalando, en las encuestas, a los políticos como el segundo o tercer mayor problema de España. Con ser en sí mala la cosa, lo peor es que éstos no reaccionan ni hacen limpieza en sus filas. Más bien se les ve una tendencia a atrincherarse y a proclamarse «sacrosantos», como se comprobó en los sospechosos altercados habidos en Barcelona hace unas semanas: unos se montaban con aparatosidad en helicópteros para sortear a las «turbas» y otros -Felip Puig, el insidioso y taimado conseller de Interior de la Generalitat- poco menos que alentaban a esas «turbas» con su dejadez y tal vez -tal vez- con sus agitadores mossos infiltrados, para poder poner luego el grito en lo más alto del cielo y demonizar a los manifestantes en general, cuando resultó obvio que los agresivos fueron una minoría, reprendida además en el acto por la mayoría.

Nuestros políticos gozan de muy mala fama desde hace mucho. Tan mala que lo que cabe preguntarse es por qué quieren serlo. No tienen las simpatías ni la admiración de nadie -quitando a los militantes ciegos de cada partido-; se los culpa de todos los males; reciben insultos constantes de sus rivales y últimamente también de la ciudadanía; se los acusa de ladrones y corruptos con excesiva frecuencia; se los percibe como a individuos vagos o incompetentes o malvados, cuando no como a puros idiotas; se les reprocha procurar su propio beneficio o el de sus partidos y casi nunca el de sus gobernados; cada vez más se los considera títeres del poder económico. Trae tan poca cuenta y tantos sinsabores ser hoy político que uno no entiende cómo es que hay tantos aspirantes a hacer de muñeco de las bofetadas. A mi modo de ver hay cinco grupos: a) sujetos mediocres que nunca podrían hacer carrera -ni tener un sueldo- si no fuera en un medio tan poco exigente como la política (sé de algún alcalde de ciudad conocido en ella, sobre todo, por ser un completo iletrado y darle a la frasca); b) sujetos que ven un modo de enriquecerse (así lo explicó sin tapujos uno que no quedó lejos de llegar a ministro); c) sujetos que sólo ansían tener poder, es decir, mandar y que la gente les pida favores; tener potestad para denegar o dar y salir en televisión; en suma, ser «alguien» (recuerdo haberle oído contar a mi padre que, apenas quince días antes de la derrota -ya segura- de la República en la Guerra Civil, había tortas para ser nombrado ministro de lo que fuese en la última remodelación gubernamental, cuando ocupar un cargo así sólo iba a traer muy graves problemas a quienes los ocupasen, al cabo de dos semanas: la vanidad no sabe de cálculos); d) fanáticos de sus ideas o metas que sólo aspiran a imponerlas; e) individuos con verdadera vocación política, con espíritu de servicio, buena fe y ganas de ser útiles al conjunto de la población y de mejorarle las condiciones de vida, de libertad y de justicia.

No hace falta decir que, de estos cinco grupos (expuestos -me disculpo- con la grosería inherente a toda simplificación), el único que merece respeto, vale la pena y resulta beneficioso y necesario es el último, que quizá por eso sea el menos nutrido. Lo llamativo es que los votantes no parezcan saber distinguir a los pertenecientes a cada grupo. Acaso no sea fácil, dado que los de los cuatro primeros fingen y engañan, copian y adoptan las maneras y los discursos de los del quinto, se presentan invariablemente como personas desinteresadas y abnegadas. Si en cada legislatura cambiaran las caras, podría entenderse que les diéramos siempre un voto de confianza y nos colaran gato por liebre. Pero esta ingenuidad no es admisible con los políticos veteranos, porque nadie es capaz de fingir bien mucho tiempo. Fingir es difícil y cansa, y el zafio, el oportunista, el tonto, el bruto, el aprovechado, el ladino, el ladrón, el engreído, el fanático, el déspota, todos acaban por parecer lo que son, y sin tardanza. ¿Cómo es que no lo vemos año tras año, legislatura tras legislatura? ¿Cómo es que no sabemos distinguir a los del quinto grupo -que los hay- ni eliminar poco a poco a los de los otros cuatro? Tal vez sería algo a lo que se podrían aplicar los integrantes del 15-M: no a descalificarlos a todos, que es lo que Franco hacía para justificar su prohibición de los partidos; sino a ir señalando, con nombres y apellidos si hace falta, a la enorme cantidad de mediocres, codiciosos, corruptos, fanáticos y engreídos que se han hecho con tanto poder en España.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 3 de julio de 2011

 

‘“Los enamoramientos”, diálogo platónico’

Para Lisa Simpson

¿Podríamos considerar los diálogos platónicos como uno de los orígenes de la novela moderna? No faltarían razones: personajes que, en más de una ocasión, no son simples pretextos para exponer un argumento; voces cruzadas; destinos que se trastocan a partir del intercambio de ideas. Si ello fuera así, podríamos considerar que Los enamoramientos, la pieza narrativa más reciente de Javier Marías, es el último eslabón de una cadena que se inicia con El banquete. En efecto, el libro del español es una dilatada y fascinante inmersión en el enamoramiento –que no en el amor mismo–, como si buscara adentrarse en los resquicios de una conversación que no concluyó, 2.500 años atrás, su predecesor griego.

Javier Marías ha escrito un emocionante diálogo entre dos personajes que se llaman, justamente, Javier y María. La coincidencia onomástica no puede ser casual, por más que a ningún crítico le haya parecido relevante. El autor intenta desdoblarse en dos voces paralelas: una femenina, encargada de contar e interpretar los hechos –y que no esconde su parentesco con otros narradores de Marías–, y otra masculina, que solo apreciamos a través del prisma de la primera. María está fatalmente enamorada de Javier, quien a su vez, como en cualquier triángulo sentimental clásico, se halla fascinado por una tercera que, mero objeto de deseo, luce apenas como un espectro.

Con voluntad de novelista, Platón fabula que en tiempos ancestrales los humanos éramos hermafroditas hasta que la ira de un dios perverso nos dividió en mitades complementarias o antagónicas, odiosamente condenadas a perseguirse desde entonces. En esta novela, Marías se arriesga a lo imposible: al cederle su voz a una mujer, aspira a recuperar esa condición dual solo para constatar que la ansiada reconciliación entre sus dos mitades –entre Javier y María– es, en efecto, inalcanzable.

No pretendo decir que la novela se contente con narrar el enamoramiento no correspondido entre una y otra mitad de Javier Marías, pero si somos capaces de leer Fin de partida de Beckett como el coloquio esquizofrénico entre las distintas porciones de un mismo individuo, ¿por qué no habríamos de tolerar que un autor juegue a desdoblarse y a rastrear así las razones de sus inclinaciones o de sus desafectos?

La naturaleza del enamoramiento, su calidad de pasión o de tortura, los dolores y anhelos de quien lo sufre o lo padece, y los crímenes o los sacrificios que se cometen en su nombre, constituyen el verdadero sustrato del relato. La voz de María (de Marías), como la de Platón, engloba a todas las otras, y a continuación las analiza, las desmenuza, las observa a través de las inagotables digresiones a que nos tiene acostumbrados.

No quiero decir con ello que la trama sea irrelevante –aunque, como en Platón, a veces parezca casi un pretexto–, ni que a los personajes les falte densidad psicológica o una identidad lingüística clara –aunque, en efecto, todos hablen como María (como Marías)–, pues su autor conoce perfectamente la tradición de la novela moderna como para limitarse a escenificar un mero drama filosófico. Pero, incluso en sus momentos más novelísticos –la chispeante intrusión del profesor Rico o el momento en que, tras bambalinas, María descubre la cara oculta de su enamorado, una suerte de escena del pañuelo de Otelo vuelta de revés–, Los enamoramientos apuntan más bien hacia conflictos íntimos: tan íntimos, acaso, como los que solo ocurren en el interior de una mente obsesionada consigo misma.

María observa a diario, en una cafetería madrileña, un enamoramiento ideal (en el sentido platónico): el que liga a una pareja de desconocidos que se citan a diario para el desayuno y a quienes solo más tarde identificará con los nombres de Miguel Desvern o Deverne y su esposa Luisa. Como si fuera una celosa estudiante de la Academia, María Dolz (es decir, dolç, “dulce” en la tradición del amor cortés) no solo los observa embelesada, sino que los estudia y analiza como si el vínculo que los une pudiese ocurrir únicamente fuera de este mundo y su propia vida de correctora en una editorial madrileña no fuese, en cambio, más que una burda apariencia.

María (Marías) alcanza a entrever ese enamoramiento y no puede sino envidiarlo. Que quede claro: no codicia el amor que Deverne o Desvern demuestra hacia su mujer, y ni siquiera parece desear nunca a aquel hombre devoto e intachable, sino el estado beatífico y sobre todo permanente que existe en esa pareja, cuando el enamoramiento –todos los sabemos– suele estar condenado al ardor breve y al pronto agotamiento. Y, en efecto, como si la mirada intrusa de María fuera la responsable de desatar la tragedia, aquella perfección se quiebra de pronto a causa de la fatalidad (o, no tardaremos en saberlo, de otra envidia equivalente): Desvern es asesinado a cuchilladas por un “gorrilla” –un milusos enloquecido que lo culpa de la prostitución de sus hijas–, y el mundo ideal, al menos para María, se quiebra en pedazos.

Pasado el tiempo, ella no pierde la ocasión de expresarle sus condolencias a la viuda cuando vuelve a encontrarla en la cafetería: ésta, conmovida, la cita en su casa, como si necesitara darle más pruebas del enamoramiento que la ató a su marido hasta el último día de su vida. Entonces hace su aparición un amigo de la familia, Javier Díaz-Varela, acompañado del excéntrico profesor Rico. No se necesita más: como si se tratase de un conjuro, o más bien del torpe reflejo en el mundo sublunar de la armonía de las esferas, María se enamora del recién llegado. Resulta irrelevante decir que no tiene razones para ello: el corazón, lo sabemos, no las necesita.

Lo terrible –e inevitable en esta escritura heredera del mundo griego– es que Javier no puede corresponderle porque él no es, tampoco, un hombre libre. Aun siendo el mejor amigo de Desvern, o quizás por ello mismo, él se halla a su vez irremediablemente enamorado de Luisa. Javier no puede ser, pues, el complemento de María, sino su reverso especular: otro enamorado incomprendido como ella misma. Ello no impide que ambos se vean arrastrados en una relación que jamás será recíproca –él solo la desea, ella está enamorada–, ni que a la larga la narración se desvíe en la ambigüedad entre un posible crimen o un acto de lealtad inconfesable. A la larga, María callará sus dudas y no se decantará por una justicia tan brutal como expedita –la que Athos, en Los tres mosqueteros, aplica a su esposa–, sino que preferirá convertirse en cómplice de un acto cuya verdadera naturaleza se le escapa.

Desaparecido el Ideal, los demás son burdas copias. Javier, un criminal o casi un santo, hará hasta lo imposible para apoderarse de la voluntad de Luisa –el enamoramiento no es otra cosa–, mientras que María deberá conformarse con una pasión tan poderosa como inútil. En El banquete, Platón le hace decir a Diótima que el amor que anima a los hombres no tiene otra fuente más que la “sed de inmortalidad”. En esta novela, Javier Marías parece concluir que el enamoramiento es, en cambio, una carga o una condena pasajeras. Fuera del mundo de las ideas, lo es tanto para quien lo sufre y no es correspondido (María) como para quien al fin consigue lo que busca (Javier).

En la brillante escena final de la novela –no leer lo que sigue si se prefiere la sorpresa–, María, que parece haber perdido ya la fe en el enamoramiento y tiene un marido como tantos (Jacobo, otro de los nombres con los cuales Marías se reviste), de pronto se topa en un restaurante con Javier y Luisa, por fin reunidos. El círculo parece cerrarse: ella ha vuelto a ser la Joven Prudente –como la llamaba Luisa al principio– contemplando un enamoramiento tan conmovedor como el primero. Pero se trata, por supuesto, de un engaño: todas las páginas de la novela, meticulosamente narradas por ella, no han tenido otro objetivo más que poner en duda la perfección de ese reencuentro. Porque Los enamoramientos también es, a fin de cuentas, un tratado sobre el reverso del enamoramiento: el despecho.

JORGE VOLPI

El Malpensante (Colombia), n. 120, junio de 2011