Falleció Mª Rosa Alonso

La estrella de las letras tinerfeñas se apaga

La escritora y ensayista María Rosa Alonso fallecido durante la noche de ayer a los 101 años en el centro de mayores en el que residía en el municipio tinerfeños de Puerto de la Cruz, según comunicó su familia a la opinión de tenerife. El sepelio de la escritora tuvo lugar ayer por la tarde en la intimidad y sus restos serán esparcidos en Punta del Hidalgo, en el municipio de La Laguna.

María Rosa Alonso nació en Tacoronte (Tenerife) el 28 de diciembre de 1909. Ha sido profesora, investigadora y ensayista. Con el pseudónimo de María Luisa Villalba firmó sus primeras colaboraciones periodísticas en diversos medios de Tenerife. Estudió Filología Española en la Universidad de Madrid, donde fue alumna de Ortega y Gasset, García Morente, José Gaos y Américo Castro, y donde se licenció y más tarde (1948) se doctoró. Fue miembro fundador del Instituto de Estudios Canarios, entidad de la que fue promotora en 1932. Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de La Laguna (1942-1953). En este último año renunció a su cargo de profesora adjunta y se trasladó a Venezuela. María Rosa Alonso fue profesora de la Facultad de Humanidades en la Universidad de Los Andes (1958-1968) y subdirectora de la revista Humanidades de dicha universidad. Regresó a España ya jubilada y vino a vivir a Tenerife definitivamente en 1998. Ha cultivado la prosa narrativa y de evocación lírica. Además de innumerables artículos en revistas especializadas de España e Hispanoamérica, ha sido asidua colaboradora de la prensa del Archipiélago.

La escritora es hermana del periodista Elfidio Alonso Rodríguez y tía de Elfidio Alonso Quintero, exalcalde de La Laguna, director del grupo folclórico Los Sabandeños y también periodista.

Una vida fuera de casa

María Rosa Alonso estudia la enseñanza secundaria en el Instituto de La Laguna (el llamado Instituto de Canarias) entre 1921 y 1927. En el verano de 1927 aprueba en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Laguna las asignaturas del primer curso, que entonces era común con Filosofía y Letras. Su intención es ir a estudiar la carrera de Filosofía y Letras a Madrid, pero no puede realizar entonces ese proyecto. Durante el curso 1927-1928 asiste de oyente, en la Facultad de Derecho, a las clases de Literatura Española del catedrático Ángel Valbuena Prat. En 1930, cuando cuenta sólo 20 años, comienza a colaborar en los diarios de Tenerife La Tarde, La Prensa y Hoy. Empieza, así, desde tan temprana fecha, la práctica de un tipo de escritura que mantendría de modo regular durante toda su vida y que a ella misma le ha gustado denominar periodismo cultural, invocando una expresión del periodista Leoncio Rodríguez. Aquellas primicias en la prensa insular, ya en vísperas republicanas, son, según el estudioso Miguel Martinón Cejas, como breves ensayos sobre temas de literatura y arte abordados desde la óptica insular definida por Valbuena, Agustín Espinosa, Juan Manuel Trujillo y los otros jóvenes redactores de la revista La Rosa de los Vientos; esto es, desde una exigencia de contemporaneidad y universalidad pero al mismo tiempo empeñada en señalar la existencia de una tradición cultural en Canarias. Frente al regionalismo decimonónico aún vigente y militante, los jóvenes intelectuales canarios propugnan una visión moderna de la insularidad inspirada por la necesaria actitud universalista y apoyada en el rigor universitario. En su libro San Borondón, signo de Tenerife recoge estos artículos, en los que está presente su interés por los estudios canarios. En 1932 propone la creación del Instituto de Estudios Canarios, en el seno de la Universidad de La Laguna, y participa en su fundación.

Desde octubre de 1933 hasta junio de 1936 estudia los tres cursos de que constaba entonces la licenciatura en Filología Románica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. En julio de 1936 María Rosa Alonso se encuentra en Tenerife, disfrutando de las vacaciones de verano, cuando se produce el alzamiento militar contra la República y comienza la guerra civil. Empiezan para la joven escritora unos años de obligada pausa en su carrera universitaria. Quedaban sí interrumpidos sus estudios universitarios, aunque no sus actividades literarias. En enero de 1937 termina la redacción del libro En Tenerife, una poetisa: Victorina Bridoux y Mazzini (1835-1862), que se publica en 1940. En este estudio, María Rosa Alonso evoca las circunstancias y el ambiente social de Santa Cruz de Tenerife durante los años 1852 a 1862. A finales de 1937 termina de escribir Un rincón tinerfeño: La Punta del Hidalgo (que se edita en 1944). En 1939 le llega a María Rosa Alonso un primer reconocimiento de su atención a los estudios insulares, al ser nombrada miembro de El Museo Canario, de Las Palmas de Gran Canaria.

Terminada la guerra y tras larguísima espera, puede, por fin, trasladarse a Madrid en 1941 para realizar el examen final de carrera, con el que logra concluir los estudios de la Licenciatura en Filosofía y Letras. De vuelta a Canarias, en 1942, imparte clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Laguna, en donde investiga, escribe y sigue publicando. Prepara su tesis doctoral con los profesores Dámaso Alonso y Entrambasaguas, doctorándose en 1948. Un año antes, gana por oposición la adjuntía de Literatura en la Universidad de La Laguna, plaza que desempeña hasta 1953.

Problemas políticos le obligaron a abandonar la docencia en La Laguna y, en octubre de 1953, emigra a Venezuela. Se instala en Caracas y aquí reparte su tiempo dando clases privadas, escribiendo en la prensa e investigando. En 1958, es designada profesora de Filología Española en la Universidad de los Andes, en Mérida, Venezuela, en donde impartió clases hasta el año 1967. En 1968 regresa a Madrid, donde continúa con sus trabajos de investigación, y en 1998 fija suresidencia definitivamente en Tenerife.

La Opinión de Tenerife, 28 de mayo de 2011

María Rosa Alonso, escritora rebelde y centenaria

Se pasó la vida estudiando. Fue una de las primeras universitarias canarias, y ayer murió en Tenerife, donde nació hace 101 años. María Rosa Alonso fue una ciudadana rebelde, una mujer de una memoria prodigiosa que conservó hasta después de su centenario.

Lúcida siempre, creía, hace algunos meses, que no valía la pena el cuerpo si la mente no lo acompañaba, y consideró que ya, como estaba, era excesivo andar por estos mundos. «¡Ya sobro, amigo mío!». Irónica consigo misma y con los otros, era de una temible lucidez, y de una escritura tersa y culta, que le sirvió para escribir ensayos, perfiles y novelas. Su largo estudio sobre el poema de Viana, crucial en la historia lírica de las islas, y su novela Otra vez forman parte de lo mejor que ha dejado.

María Rosa Alonso cruzó con rabia el tránsito de la dictadura, que en gran parte vivió en el exilio en América, y regresó a España a incorporarse a una generación de librepensadores que se aglutinaban en las orillas de Ortega y Gasset y, después, de Julián Marías. Dedicó muchísimo esfuerzo a estudiar los ancestros de la poesía de su tierra, pero no se instaló en las torres de marfil de los estudiosos; ni en Madrid ni en la isla, a la que volvió para estar con su hermano Elfidio y con su sobrino, Elfidio Alonso, periodista y musicólogo, líder de Los Sabandeños. María Rosa Alonso dejó la militancia civil a favor de una discusión abierta y disconforme con todo lo que se movía o con todo lo que no se movía.

Como su hermano Elfidio, que murió casi centenario también hace unos años en Tenerife y que fue director de Abc cuando este periódico fue incautado por la República en la guerra, su luz fue republicana, y la ansiedad democrática que vivió siempre se colmó a medias a partir de la transición. Pues siguió manteniendo una aguerrida conciencia crítica que Javier Marías, el hijo de su amigo, subrayaba hace poco aquí señalando una frase de la escritora ahora fallecida: «… Con tanto idiota y sinvergüenza como anda suelto por ahí…»

Miembro, pues, en palabras del joven Marías, de «una generación bien entera», supuso un faro para sus alumnos y también para sus compañeros, desde los tiempos de la universidad. Rafael Fernández, profesor canario que comisarió una muestra sobre su trayectoria, destacó en su centenario que «fue la primera en defender que la universidad, además de ocuparse de conocimientos universales, debía atender también a las raíces, a lo que sucede dentro de la sociedad a la que sirve.

Cuando llegó al centenario, el Gobierno de Canarias impulsó el conocimiento de su personalidad, generó esa exposición sobre su obra y encargó la reedición de sus libros, que llevó a cabo la editora Olga Álvarez de Armas, responsable también de un documental sobre esta mujer de voz singular y potente.

JUAN CRUZ

El País, 28 de mayo de 2011

Mis viejas

No es que me haya vuelto argentino ni definitivamente idiota y que esté llamando de esa forma abominable a mis varias madres, que además ya dice el refrán que de éstas no hay más que una -estaría eso por ver, por cierto- y a las demás os encontré haciendo el trottoir o algo por el estilo, aunque no se sabe si el trottoir lo harían ellas o el hombre que habla, seguramente lo segundo.

No, me refiero a mis verdaderas viejas. Entre las muchas cosas agudas que dijo Faulkner fuera de sus libros, hay un consejo que he seguido al pie de la letra desde hace mucho. «Algunas de las mejores personas son mujeres» , comentó, «y creo que todo joven debería tener trato con una vieja sólo para escucharla. Hablan con más sentido». Yo no soy ya joven, pero lo fui largo tiempo y sigo siéndolo a los ojos de mis viejas. Si esta sociedad inclemente y presuntuosa desdeña a algún colectivo, ese es el de las viejas, más aún que al de los viejos, quienes, al menos por su frecuente mal humor, dan más guerra, se sublevan y se hacen notar más, y disponen de alguna que otra batalla que contar, al haber pasado fuera de casa buena parte de sus vidas. Por supuesto va habiendo viejas que también han corrido lo suyo, pero no es lo habitual todavía, y por tanto poco tienen que relatar en principio de sus andanzas por el mundo. En cambio son las depositarias de los mayores secretos familiares, y a menudo sus transmisoras únicas.

Yo tengo la suerte de tratarme ahora mismo con tres viejas inteligentes y encantadoras, si bien -la maldita falta de tiempo siempre- es un trato más por carta que en persona. A una de ellas, de hecho, a la más joven, nunca la he visto, pues vive en México. Se dirigió a mí por primera vez presentándose, un poco adusta, como «la hermana de Rosa Chacel», otra vieja mucho más vieja a la que también traté hasta sus definitivos noventa y seis años. Doña Blanca Chacel ya no es nada adusta y me escribe de tarde en tarde, y lo que más me llama la atención y más aprecio es su contento, así como su despierta e inquieta mente, a sus ochenta y tantos. Es alguien que se fija mucho más en lo bueno que tiene, o de que dispone, que en las cosas necesariamente malas o tristes o en las renuncias que la edad trae consigo. Publica artículos variados en la prensa mexicana, no soporta la cursilería de las feministas cursis (precisamente por serlo ella de veras, y pionera), y se pone contentísima con cualquier bagatela, por ejemplo, con que yo le mande ejemplares de mis libros. Ayer mismo recibí una nota suya plagada de la palabra «Gracias», y diciéndome que estos envíos míos le «endulzaban la vejez». Estas viejas se conforman con tan poco que resultan emocionantes.

La segunda de mis queridas viejas estará más cerca de los noventa, era una antigua amiga de juventud de mi madre. Se llama María Rosa Alonso, es canaria y también ha escrito libros y artículos, de crítica sobre todo. Es una mujer de gran alegría, con sus carcajadas generosas y sonoras y su sentido del humor de buena ley. Republicana por los cuatro costados, conoció la emigración en Venezuela, y es asombroso lo ocupadísima que está siempre, entre sus estudios (a su edad sigue aprendiendo), sus reseñas y sus viajes. Casi siempre me dice «No tengo tiempo de nada» , y cuando por fin lo encuentra y me habla de algún libro que asimismo le he mandado, su penetración y su finura la envidiarían el noventa por ciento de los críticos que arrastran su pereza intelectual hoy en día por las páginas de los periódicos. Tiene tanta curiosidad y tanto saber, y tantas ganas de satisfacer lo primero e incrementar lo segundo, que resulta emocionante.

La tercera es una antigua profesora de literatura de mi colegio, Carmen García del Diestro, llamada «la señorita Cuqui». Es tan divertida y graciosa que me escribe sobre todo para felicitarme cuando publico algo en defensa del tabaco, del que ella sigue gozando tan tranquila a sus no sé si más de noventa años. Le he hecho un breve retrato en mi último libro, con algo de guasa -ella la exige siempre- y mucho afecto y agradecimiento.

Son personas «mejores», pero no únicas en modo alguno. El mundo está lleno de ancianas benévolas y muy listas en las que casi nadie se fija y a las que no se hace caso, cuando deberíamos hacérselo mucho cuantos tuviéramos alguna a mano. No por compasión, ni por «hacerles compañía» en sus frecuentes soledades, sino más bien para que nos la hagan ellas, y nos enseñen, y nos quieran -ah, qué bien quieren las viejas, tan sabia y discretamente-, y nos transmitan su ironía amable y su gran contento de andar aún por esta vida, disfrutándola, pese a que la vida les devuelva ya tan poco. Larga la tengan aún doña Blanca, mi querida María Rosa y la señorita Cuqui. El mundo será mucho peor y más bobo el día que ellas ya no lo honren con su risa y con su aliento.

JAVIER MARÍAS

El Semanal, 28 de junio de 1998

En Javier Marías, Seré amado cuando falte, Alfaguara, 1999

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Ferias del libro de Madrid y Sevilla

Este domingo, 29 de mayo:

En la Feria del libro de Madrid, Javier Marías estará, por la mañana (12 a 14 horas), en la caseta nº 244 de la Librería Visor.

 

 

En la Feria del libro de Sevilla, César Romero, escritor y ciudadano honorario del Reino de Redonda, firmará su último libro El susurro de los arbustos, de 13 a 14 horas, en la caseta de la librería Céfiro.

LA ZONA FANTASMA. 29 de mayo de 2011. ‘Bulla, bulla’

Mientras se afianza la dictadura sanitaria contra todo lo que provoca algún placer -el triunfo de la Iglesia Católica a través de sus representantes seglares, muchos de los cuales además se creen de izquierdas-, a nuestras autoridades cada vez les trae más sin cuidado el mal que hace el ruido en nuestro país, pese a estar comprobado que es el que más arma del mundo después del Japón. Qué digo, no les trae sin cuidado: lo causan, les entusiasma, lo fomentan, le brindan todas las facilidades y les parece poco el que ya hay. La mayoría de los ayuntamientos, por ejemplo, ayudan a la proliferación de terrazas con que los hosteleros intentan paliar los nocivos efectos económicos de la nueva ley antitabaco. De tal manera que la ausencia de humo en el interior de los locales -mucho más vacíos- ha traído un brutal aumento del guirigay en las calles y del insomnio de los vecinos, sin que ese empeoramiento de la salud y los nervios de los ciudadanos les importe lo más mínimo ni a la Ministra de Sanidad ni al persistente y sofista Doctor Córdoba, ex-presidente del Comité Nacional para la Prevención del Tabaquismo al que este diario tanto ampara.

Leo en un artículo del <em>New York Times </em>titulado «El silencio de los parques, otra especie en extinción», en el que se habla de lo dañino que es el ruido para la vida salvaje (flora y fauna) y para la humana. Según el Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos, «la tranquilidad es un componente del bosque tan vital como las agujas verdes de los árboles o los repentinos rayos transversales de la luz solar». En el Muir Woods National Monument, de California, situado en una zona metropolitana de siete millones de habitantes, se ha visto cómo, tras una década de limitar los ruidos causados por los humanos (incluyendo la petición a los visitantes de bajar el tono de voz y un aparato que mide sus decibelios, algo impensable en España), especies que lo habían abandonado hacía tiempo, como las nutrias, los pájaros carpinteros cabecirrojos, los búhos moteados y las ardillas listadas, han regresado y lo vuelven a habitar. Antes de que se tomaran medidas para restaurar el silencio en este templo de secuoyas, el mero ruido del aparcamiento y de la tienda de regalos, a la entrada, «se extendía hasta 400 metros por el interior del bosque». Imagínense cuántos se extenderá el de una trompeta o una verbena con altavoces, de los que están plagados nuestros parques, sobre todo en primavera y verano.

Mientras los directores del Gran Cañón del Colorado piensan exigir a los operadores turísticos que adquieran avionetas y helicópteros cada vez más silenciosos y se abstengan de volar al amanecer y al anochecer, aquí las máquinas que recogen las hojas caídas y limpian son cada vez más atronadoras (en los parques y en las calles), deferencia de nuestros ayuntamientos criminales que ustedes acaban de reelegir. Las noches son tomadas por estruendosas músicas que, con sus amplificadores (celebran fiestas todos los colectivos imaginables, y no hay ni uno que no desee el ensordecimiento), alcanzan los oídos de todo un vecindario al que no le queda sino fastidiarse. El estrépito es sagrado en España, «bien cultural» o tal vez «patrimonio intangible». Ante las quejas de quienes viven en el centro de Madrid por los mal llamados músicos callejeros que se instalan en un punto y no paran de tocar la misma insoportable melodía, a Ruiz-Gallardón no se le ha ocurrido otra gracia que responder: «Hay pocas cosas que me gusten más, en esta y en cualquier ciudad, que oír música en la calle. El sentido común, y en el 99% de los casos el buen gusto, invitan a que no haya ningún tipo de penalización sobre los músicos callejeros». En Barcelona esto le habría costado el cargo.

Gallardón presume de melómano y de ser sobrino-bisnieto de Albéniz, pero si le parecen de «buen gusto» las fanfarrias y murgas que destrozan los tímpanos de los madrileños, es que nada sabe de música ni heredó el fino oído de su tío-bisabuelo. Espantosas bandas de mariachis y de supuestos jazzistas se alternan en Sol, frente a la Comunidad de Madrid, lo cual prueba que ni Esperanza Aguirre ni sus consejeros ponen pie allí para trabajar, porque a cualquier ser medio normal le sería del todo imposible hacerlo bajo semejante permanente tortura. Los presuntos músicos aducen que han de ganarse la vida, lo cual comprendo; pero nadie tiene derecho a ganársela de una manera que impida ganársela a los demás y desde luego descansar, ni a <em>imponerles </em>su matraca. Los vecinos de la Plaza Mayor van más lejos: sostienen que los músicos ni siquiera son tales, sino «verdaderas mafias» que se enfrentan entre sí. Esos vecinos, que ya padecen las expansivas <em>favelas </em>de durmientes que se instalan en los soportales, y a menudo deben entrar en sus casas saltando sobre montañas de cuerpos tirados, hablan de «enloquecimiento» y «desesperación». No le vendría mal a Gallardón mudarse a esa plaza unos meses, a ver si le seguía alegrando tanto «oír música en la calle». Es obvio que donde él vive no hay ningún tío tocando la trompeta o el acordeón todo el santo día y parte de la noche. Ya sé que he hablado de estos asuntos muchas veces y me disculpo, pero es que todo va siempre a peor. El ruido es dañino para las plantas, los animales y los humanos, y eso lo sabe cualquiera, no sólo en los Estados Unidos. Excepto los españoles, que no sólo no ponen remedio, sino que quieren más. Bulla, bulla. Con el beneplácito y el aliento de quienes dicen -hipócritamente- preocuparse tanto por nuestra salud.

JAVIER MARÍAS

El País Semanal, 29 de mayo de 2011