Desvelar el desenlace de antemano es una costumbre en las novelas de Javier Marías (Madrid, 1951) y el cadáver apuñalado que se desploma en el primer párrafo de Los enamoramientos no la altera. La razón es que en su literatura no importa tanto la anécdota sino cómo se la cuenta. Y qué más perspicaz para sosegar impaciencias y afinar la escucha del lector que remontar una historia de la que se conoce el final. De esto último se ocupa María Dolz, aprendiz de editora […]
Si bien es evidente que Los enamoramientos no es una ficción autobiográfica, también es cierto que -parafraseando al mismo Marías en relación con el «caballero español» de Todas las almas, otra de sus novelas- casi todos sus protagonistas son «quien él pudo ser pero no fue». Y María Dolz es la voz de la que aquí se sirve el autor para denunciar ciertos usos y costumbres del presente: la facilidad confianzuda con que el tuteo se hace extensivo a todo el género humano, las «modas que nacen caducas» y marcan el estilo de los «desharrapados tiempos intelectuales». O cuestiones menos frívolas como «esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al espectador las imágenes más brutales», o la instintiva predilección de editores y lectores por cualquier mediocre autor contemporáneo por sobre los clásicos. Pero sería falso pensar que el ya no tan «joven» Marías -adjetivo afectuoso que Juan Benet anteponía a su apellido para diferenciarlo del padre, el filósofo Julián Marías- quisiera hacerse viejo de repente para constatar que todo tiempo pasado fue mejor. Marías es un hombre de su tiempo (¿para qué si no oficiar de articulista crónico y comprometido en la prensa de su país?) que corteja la incomodidad y que, al igual que su protagonista, se contenta con esos avatares que ya a nadie le importan, como el valor que todavía tiene una definición de un diccionario de 1611: «Es desolador que algunas cosas no cambien nunca en esencia, aunque también es reconfortante que algo persista».
Pese a pertenecer al género femenino, una rareza dentro del conjunto de los narradores de sus novelas, María Dolz no es una excepción: lee del francés y del inglés, es experta en descifrar a los demás, curiosa al punto de preguntarse cómo es que hace un desconocido para afeitarse tan bien el hoyuelo de la barbilla y propensa a la digresión sin fin. Reflexionar, argumentar y hasta divagar. Para Marías, todo ejercicio mental es lícito a la hora de lucir su retórica pulida y persuasiva: frases largas escandidas por la vacilación y enumeraciones profusas que no temen repetirse ni escatiman en conjunciones para describir los zigzagueos de la memoria.
Dentro de la obra de este escritor de prosa proustiana, la discusión alrededor del lenguaje es una constante. Sus personajes, generalmente cultos, siempre están dispuestos a bucear en una etimología, detectar la inexactitud de una traducción o consultar un diccionario confiable para verificar el alcance de un vocablo, como hace Luisa, profesora de filología inglesa y viuda del muerto, al leer en el Covarrubias parte de la definición de «envidia»: «Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos de ellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados». […] Otra práctica corriente en la personal literatura del autor de Negra espalda del tiempo es el diálogo con la cita shakesperiana, que cuando no titula libros es empleada a modo de ritornelo. Tal es aquí el caso de «She should have died hereafter» o «debería haber muerto a partir de ahora», la enigmática respuesta dada por Macbeth ante el anuncio de la muerte de su esposa.
Sin embargo, en Los enamoramientos , el anglófilo empedernido que es Javier Marías opta por que sus personajes conversen con la literatura francesa. Los tres mosqueteros de Dumas, por un lado, pero sobre todo El coronel Chabert de Balzac son las novelas elegidas para demostrar la inconveniencia del regreso de los muertos (o, más exactamente, de aquellos que la sociedad había dado por muertos) a la vida. Una coartada de Díaz-Varela un tanto rebuscada para justificar su deseo de que Luisa destierre cuanto antes el recuerdo de su marido.
Muy en las antípodas de lo que un título como Los enamoramientos promete -un arco de variables que abarca desde los sentimientos elevados hasta los más cursis- las ideas de María Dolz acerca de la pareja son absolutamente pragmáticas y vacías de romanticismo: «No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos». Tampoco su amante Díaz-Varela insufla ninguna cuota de optimismo cuando se reconoce vulnerable respecto de Luisa, o bien víctima de lo que él entiende por enamoramiento («sentir verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles») para justificar la planificación del asesinato de su amigo. Se trata, sin duda, de un libro plagado de contradicciones morales y «algo sombrío», según admitió en una entrevista el propio Marías, en el cual el que mata no recibe castigo y la que calla se convence de estar haciendo lo correcto.
El humor con el que se busca desmitificar el mundillo editorial y del que, puede adivinarse, ni siquiera se salva el propio Marías («Todavía hay algún pirado que sigue utilizando la máquina de escribir y al que después hay que escanearle los textos, cuando se los entrega»), así como las hilarantes observaciones que se disparan sobre ciertos autores presumidos que se creen los futuros destinatarios del Nobel, inútiles hasta para combinar sus mocasines con un par de medias de rombos, o miserables al extremo de cargar con ropa sucia a los coloquios para hacérsela lavar en el hotel y después pasar la factura, no alcanza para contrarrestar la profunda desesperanza que corroe el núcleo de Los enamoramientos . Un libro lúcido basado en la certeza de que, en el reino del revés en que vivimos, la delación tiene mala prensa y «la impunidad es tan abarcable, tan antigua y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismo que se le añada un milímetro más».
Pese a este final clausurado por la idea de que en toda sociedad la justicia es una batalla perdida, la narradora se permite una fantasía de último momento. […] Pero en el fondo María Dolz sabe que esto no es más que abrir el juego en vano, engañarse a sí misma por el compulsivo placer de seguir especulando hasta el final. Y en esta actitud la narradora una vez más recuerda al propio Marías, o al menos al escritor maduro que aún hoy conserva en su interior algo de aquel niño que, cuando discutía con su padre y creía haber pronunciado un razonamiento ejemplar, terminaba por sentirse en falta no bien el filósofo Julián Marías le retrucaba: «Ya, ¿y qué más?», como si recién acabara de empezar y siempre hubiera tiempo para seguir pensando.
DÉBORA VÁZQUEZ
La Nación (Argentina), 20 de mayo de 2011
[Hemos preferido no incluir los párrafos que revelan el desenlace de la novela]