Un thriller sentimental 

Foto. B Doral/Elle

Decía Juan Benet, maestro reconocido por Javier Marías (Madrid, 1951), que lo más sencillo era escribir una novela con argumento, que el punto y la fineza del negocio radicaba en hacerlo sin argumento. Tan aparente extravagancia ocultaba una verdad que afecta al estilo literario: es fácil escribir una historia basándose en hechos conmovedores, fabulosos, sorprendentes; no tanto apoyado el autor en una trama mínima a la que sepa sacar todo el jugo posible. Hay, pues, novelas para leer y novelas para saber quién es el malo. Lo primero parece haber sido el propósito de nuestro autor con Los enamoramientos: una narradora que interviene en la acción, un asesinato, el protagonista masculino y unos pocos secundarios. Nada más. A partir de ahí, vueltas y vueltas de tuerca al enamoramiento, al amor, a las lealtades, a las decisiones tomadas y por tomar, a los sentimientos racionalizados, a la razón sentimental. Aunque hay giro final sorprendente (puede abordarse esta novela como un thriller), poco importa en sí: lo notorio es el lenguaje, es la escritura, es el estilo al servicio de tan eternos temas.

Tras el prolongado esfuerzo de Tu rostro mañana, da Marías la voz a una mujer joven que trabaja en una editorial. Es una mirona del comportamiento ajeno, una escuchadora de conversaciones, que traba conocimiento con un matrimonio al que observa y con un par de amigos de la misma. Uno de ellos es el muy real profesor Francisco Rico, habitual y jugoso secundario de otras obras del autor, y Javier el otro, el que se convertirá en eje de la trama. Muerto por mano violenta el marido, la narradora, María, y Javier son presa de enamoramiento, por decirlo así (véanse las páginas 307 y 308 para aclarar el concepto y el título), lo que le permitirá a ella ir conociendo qué ocurrió en realidad con el crimen de Miguel Desvern, quién lo dispuso, qué tuvo que ver en el mismo el taimado Ruibérriz. La novela se trufa con una larga explicación de una «nouvelle» de Balzac, casi un comentario de texto sobre la misma, titulada El coronel Chabert, la historia de un militar dado por muerto sin estarlo y cuya vuelta a su familia y a su círculo no convoca más que problemas. El porqué de usar Marías la novelita balzaquiana -y hago todo lo posible para no ser «espoiler», aguafiestas que desvela la intriga- estaría en especular sobre las personas que bien están muertas una vez que se les tiene por tales, se les llora y se pasa el duelo. Su retorno sería un engorro para los vivos, máxime cuando uno dispone lo necesario para desaparecer, como dicen que hizo el Conde de Villamediana al planificar su propio asesinato.

Aun así, lo dicho no da para 400 páginas y si lo diese sin alto estilo sería la novela un tostón. Empero Marías es ya dueño de un alto estilo -demorado, largo-, que nos agarra a la frase, al párrafo, para, por ejemplo, afilar cualquier opinión (no necesariamente suya, no confundamos, son sus personajes quienes hablan): «Muchas mujeres tendemos a ser optimistas y en el fondo engreídas, más profundamente que los hombres, que en el terreno amoroso lo son sólo pasajeramente, se olvidan de seguirlo siendo: pensamos que ya cambiarán de actitud o de convicciones, que descubrirán paulatinamente que sin nosotras no pueden pasarse, que seremos la excepción en sus vidas o las visitas que al final se quedan, que acabarán por hartarse de esas otras invisibles mujeres que empezamos a dudar que existan y preferimos pensar que no existen, según vamos repitiendo con ellos y más los vamos queriendo a pesar nuestro; que seremos las elegidas si tenemos el aguante para permanecer a su lado sin apenas queja ni insistencia» (149). O desarrollar con calma una sentencia: «La espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos» (186). O recrearse en el párrafo largo: «Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un hecho, sólo un dato. Que la persona sin la que no podíamos estar y por la que no dormíamos, sin la que no concebíamos nuestra existencia, de cuyas palabras y de cuya presencia dependíamos día tras día, llegará un momento en que ni siquiera nos ocupará un pensamiento, y cuando nos lo ocupe, de tarde en tarde, será para un encogimiento de hombros, y a lo más que alcanzará ese pensamienro será a preguntarse un segundo: «¿Qué se habrá hecho de ella?», sin preocupación ninguna, sin curiosidad siquiera» (143-144).

Una novela, como se ve, para leerla, no para usarla como medio, un thriller sentimental espléndido, con partes de descarga que tanto agradece el lector apresurado: las frases del profesor Rico, la tremenda historia tomada de Los tres mosqueteros (266), y, sobre todo, los descacharrantes momentos en que María habla con los escritores de su editorial, con Cortezo o con Garay Fontina, un par de imbéciles a los que no resultaría difícil encontrar su paralelo real entre la fauna del gremio.

FRANCISCO GARCÍA PÉREZ

La Nueva España, 12 de mayo de 2011

EN EL REINO DE MARÍAS

 

Tras abordar en su nueva novela los pros y los contras de los sentimientos, Javier Marías, escritor de escritores, nos enamora en su casa. En su mundo.

Vive en plena Plaza de la Vi­lla, el corazón más bello del Madrid medieval. Desde una tercera planta con bal­cones ha hecho latir su esperada novela, Los enamoramientos (Alfaguara). Una nueva obra maestra que bombea luz so­bre las sombras del amor. Javier Marías, uno de los escritores más importantes de este siglo, no suele dar entrevistas. Ésta es un privilegio, más aún si nos recibe en su reino. Un gran piso empapelado de libros y atravesado por cosas diminutas, tan ex­quisitas como cargadas de sentido. Aquí reside el académico de la Lengua que es­cribe con máquina eléctrica y envía sus brillantes artículos para El País Semanal todavía por fax. Aquí también descansa del genio el hombre que usa lentillas, fuma R1, le espanta verse en una foto, bebe Coca-Cola Light y está enamorado.

Por curiosidad, ¿cuántos libros hay aquí?

Unos veinte mil.

¡Veinte mil!

Es que tengo otro piso abajo que utilizo sólo como biblioteca, allí recibo cuando vienen invitados y me encierro a escribir si no quiero que me molesten… porque nadie sabe el número de teléfono.

Es curioso, pero vives frente a una de las plazas más turísticas de Madrid, ¿cómo llevas tanto jaleo a la hora de escribir?

Antes mal, sobre todo porque estaban las oficinas del Ayuntamiento. Sin embargo ahora sólo vienen manifestantes una vez a la semana, cuando hay pleno. Entonces tengo que dejar de escribir por unas ho­ras, pero la verdad es que vivir en la Plaza de la Villa es una delicia. Para mí es de las más agradables. Esta casa la ocupaba antes Javier Gurruchaga y, a través de un amigo común, cuando él la dejó, tuve la suerte de. cogerla. Llevo aquí ya 15 años.

Y de aquí ha salido tu nueva novela, Los enamoramientos. En cierta ocasión leí que decías: «No releo nunca lo que escribo hasta al final. Entonces, ya no hay vuelta atrás; o lo meto en un cajón, o lo publico». No me imagino una novela tuya en un cajón de esta casa…

No te creas, en este caso no la he metido en el cajón, aunque la cosa ha estado más dudosa de hacerla que otras veces. Tra­bajo siempre con mucha inseguridad.

¿Cómo se puede tener inseguridad tras 40 años de oficio y ser el escritor español más premiado internacionalmente?

Publiqué mi primera novela con 19 años. Toda esa veteranía me ha servido para aprender una cosa: al escribir, como en cualquier tipo de trabajo artístico, se gana muy poca seguridad. Lo cual es un poco desesperante. Y te confieso que en este caso la inseguridad ha sido mayor, porque era la primera novela después de Tu rostro mañana, que fueron tres vo­lúmenes, 1.600 páginas y ocho años de trabajo. Mi libro con mayor ambición literaria. Tanto, que cuando lo terminé pensé que nunca más iba a escribir. Así que cuando comencé Los enamoramien­tos lo hice como si volviese a empezar. Fíjate que a la primera persona que se lo dejé leer le pregunté: «Pero, entonces, ¿tú lo ves publicable?» (risas). «Sería un pecado no publicarlo», me dijo.

¿Cuál fue el primer latido de esta novela?

A mí me sucede mucho que tengo una idea inicial para un libro y, tras buscar un itinerario para llegar hasta ella, lue­go no queda como la principal. En este caso, el primer latido fue una pregunta: ¿se puede seguir al lado de una persona a sabiendas de que ha hecho algo espan­toso que además ha repercutido indirec­tamente en tu vida?

¿Y… ?

Todo el mundo quiere enamorarse, es un tipo de sentimiento apreciado, positivo. Aunque puede sacar lo peor de las perso­nas. Y el que está al lado puede consen­tir algo que de ninguna manera dejaría pasar si no mediase ese sentimiento. Yo he visto, incluso he experimentado cosas magníficas, pero también muy desolado­ras en el terreno del amor.

El filósofo y psicólogo Erich Fromm dice que «uno empieza a amar cuando deja de enamorarse», ¿estás de acuerdo?

Para mí el enamoramiento es un estado, no un proceso. La gente confunde el enamoramiento con la pasión, con el momento de la ilusión. Yo pienso que es posible estar profundamente enamorado después de los años. Obviamente, tras una década no vas a estar mirándote a los ojos todo el día y sin salir de la cama. Pero dos personas pueden tener la  plena conciencia de estar enamorados a pesar del tiempo, y creo que es precisa­mente por esa lucidez, y no por un des­varío, por lo que se está dispuesto a pasar por cosas que normalmente no tolerarías. Aunque sean atroces. Entonces, cabe pre­guntarse: ¿hasta qué punto se debe callar aun a riesgo de dejar algo impune?

¿Hallaste la respuesta después de escribir?

No. Sigo sin tenerla. Pero no escribo para encontrar respuestas, ni creo en las nove­las que lo hacen. Faulkner decía que la literatura logra lo mismo que una pobre cerilla que se enciende en mitad de la noche, en mitad de un campo. No sirve para iluminar nada, solamente para ver cuánta oscuridad hay a nuestro alrededor y lo poco claras que tenemos tantas cosas.

Llevas encendiendo cerillas en 19 libros y un sinfín de artículos. ¿Cómo convives con el paso del tiempo?

Pues depende del día. Cuando frecuen­tas a las mismas personas o vives en un mismo lugar conservas una sensación de presente prolongado. Pero si cambias de casa o te separas se produce un quiebro en la continuidad que abre un nuevo pre­sente y te hace sentir el peso del tiempo. En mi caso, con eso tengo un cier­to espejismo, por­que hay algunas cosas de mi vida que siempre se han mantenido parecidas.

¿Cuáles?

He publicado una media de un libro cada tres años, no he tenido hijos, algo que te hace ver pasar los días, y luego, claro, está el hecho de vivir solo. Así que me creo que soy bastante el mismo que hace veinticinco años. Pero quizás en esto me engañe un poco.

¿Nunca has vivido en pareja?

Siempre he tenido pareja, pero casi nun­ca he vivido con ellas. Incluso la actual está en otra ciudad.

¿Y has echado de menos tener hijos?

No. No especialmente. La parte del afec­to lo pongo en sobrinos o hijos de amigos.

Hay cosas que sí cambian. Tus narra­dores siempre han sido masculinos, pero en tu nueva novela es una mujer. ¿Cómo te has sen­tido dentro de una voz femenina?

No he notado tanta diferencia. Esta idea de que las mujeres tienen una psicolo­gía determinada me parece una tontería machista. Hay tantas mujeres dis­tintas entre sí como hombres distintos entre sí, si es que no más. Y también hay muchas mujeres que no tienen nin­gún tipo de afinidad con otras.

Con quien compartes afinidades, y espacio en la Real Academia, es con tu amigo Arturo Pérez-Reverte…

Es una amistad curiosa porque somos dos escritores muy diferentes. Es posi­ble que mis libros no sean los que más le gusten a Arturo. Pero yo admiro mucho lo que no sé hacer, por eso tengo fascina­ción por lo que él escribe y creo que además lo hace extraordinariamente bien. Disfruto mucho con todos sus libros. Y luego con Arturo me pasa que somos del mismo año: del 51. Sólo le llevo un par de meses. Él es de noviembre y yo soy de septiembre. No diré que es una persona de cuya incondicionalidad o lealtad esté completamente seguro, porque de eso no se puede estar seguro con nadie, pero sí que Arturo es una de esas personas con las que uno sabe que puede caminar por cualquier territorio. En cambio con otras, ni cruzar la calle.

Arturo me dijo que eras un «psicópata» en cuanto a coleccionar soldaditos de plomo. ¿De dónde surge esa afición?

Creo que para mí son una manera in­consciente de tener una representación de eso a lo que nos dedicamos los nove­listas, que es manejar figuras a las que les hacemos hacer y padecer cosas.

GEMA VEIGA

FOTOS: BERNARDO DORAL

Elle, mayo de 2011