Robert Southey (1774-1843), un apuesto mozo de Bristol, fue un poeta romántico e hispanista que tradujo al inglés el Mío Cid. En 1821 publicó La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre. En cierto modo el libro de Southey pertenece al género gótico, en el que el Loco Aguirre viene a ser el Ogro o Numa del Amazonas. La búsqueda de El Dorado como el Infierno gótico.
Reino de Redonda acaba de publicar la traducción a nuestro idioma de esta siniestra expedición de los marañones, nombre derivado del río Marañón, la cabecera del Amazonas. Si el gran cronista de Indias, Bernal Díaz del Castillo, acuñó frases memorables: “sus tumbas fueron los vientres de los tigres”, la crónica de Southey nos recuerda que los expedicionarios comían caimanes cazados a arcabuzazos, tras dar buena cuenta de perros y caballos. Las frutas silvestres eran consideradas por estos españolazos de antaño comida de monos. El patizambo de Aguirre alardea de bravucón y temerario. Es un personaje tenebroso, un Numa de Indias, más retorcido que los cuernos de un toro. “Esta pusilanimidad precipitó su destrucción”.
La funesta y estéril busca del Dorado dura noventa días en los que el Loco Aguirre masacra a setenta soldados. Si bien se mira, tampoco se hunde el mundo, los narcos de México rondan esa cifra en un fin de semana. El prólogo es del poeta novísimo Pedro Gimferrer. El tesoro del libro es la famosa Carta que Aguirre dirigió a Felipe II, tan vigorosa de expresión que bien podría ser de un Lope de Aguirre de Schiller. “Al cielo van pocos reyes”. Los frailes de América son pintados como lujuriosos y glotones, un auténtico aguafuerte de Goya. “Nunca mandéis flotas españolas por este maldito río” advierte al monarca. El tratamiento es de Vos, el usted medieval.
En 1954, Sender publicó La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. La primera edición española, 1967, llevó un prólogo de Carmen Laforet. A Sender siempre le interesó la novela histórica, distintos siglos de la historia de España son recreados en sus novelas: Carlos II el Hechizado, el cantón de Cartagena, el marañón Lope de Aguirre, la guerra del Rif.
Podría haber sido un buen guionista de Buñuel en México, pero tenían genios dispares. Sender traza una novela muy bien trabada. Partiendo de las crónicas de Indias, se las salta a la torera y se inventa o recrea personajes pimpantes que dan vida a la siniestra figura del Loco Aguirre. La criada Torralba canta jotas sorianas, el negro Bemba improvisa coplas y zarabandas, el propio Aguirre emborrona papeles que luego estruja, como ensayando mil veces la carta que lo hará famoso. Tutear al monarca es una afrenta, y la carta senderiana lo hace. Sender es un curioso híbrido de Julio Verne y Baroja. Esta novela tiene algo valleinclanesco de Sonata del Amazonas. Pocas veces se ha plasmado el misterio de la selva como en ciertas páginas, si acaso, los deltas de la India en Salgari. Las cañas tiene grosor de muslo de amazona, los helechos milenarios trenzan doseles fosforescentes. Los ruidos de la noche en la selva, las cataratas falsas, las explosiones de savia, los vampiros anestésicos. Los alaridos del mono al ser devorado por el jaguar.
En este sentido, Sender es un claro pionero del “boom”, claro precursor de García Márquez o Vargas Llosa. La novela es un estupendo pastiche de los cronistas de Indias. Un cronista rezagado que a veces tiene ramalazos de ilustrado de Indias, un Azara en el Río de la Plata. Los indios tienen caras apaisadas, de gatos, con labios hocicudos. Un Cajal en las junglas de Cuba. El cerebro es un órgano delicado. Sender hace gala de un léxico brioso e indudable maestría en la adjetivación, al Cojo de Oñate le asesta estos dos adjetivos, raquítico y tremendo.
CÉSAR PÉREZ GRACIA
El Heraldo de Aragón, 23 de septiembre de 2010